Cantilo 4575; el tiempo está detenido. Una convención de físicos debería instalarse allí a investigar el fenómeno. La mítica casa oscila en una época indefinida entre las décadas del 80 y del 90. Se puede confirmar en la grifería de dragones en el baño escondido detrás de las paredes espejadas de la sala, junto a la barra. En los 300.000 dólares en vitreaux. En la heladera que Diego hizo traer desde Estados Unidos con una innovación tecnológica top para la época, con expendedor de jugo y hielo. Y en el sillón rosa, imponente y un palmo por encima de los blancos y del resto de las sillas, dispuesto para Doña Tota, “la reina” del hogar.
Claudio Daniel Langelotti, el guardián de la casa, se sirve un mate y se sienta en el borde del cantero como si Don Diego aún viviera y, munido de la manguera, le hiciera compañía regando el jardín delantero, siempre floreciente, responsable del apodo que le habían puesto en las calles de Devoto; “Dedo verde”, por su facilidad para hacer crecer las plantas. Allí podían pasar horas, hablando de fútbol y de la vida, vaciando termos, con la compañía ocasional de otro vecino ilustre de la zona, como Amadeo Carrizo.
Ya no está tampoco la Virgen en su reducto, pero el Vigi, (o Maestro), tal como lo bautizó Maradona hace más de 30 años, no se mueve del lugar en el que lo ubicó la leyenda. No se fue cuando las luces se extinguieron y pasó a ser una propiedad fantasma, sin la vida de su era de esplendor, menos ahora que desde su garita, que supo tener TV y aire acondicionado y ostenta el mismo piso que la casa de la leyenda, observa cómo resurge con los bríos de antaño, pero sin perder un ápice de su espíritu.
“Yo estaba en un estado que llegaba esta fecha y me daba tristeza ver la casa toda apagada, sin vida. Eso se fue revirtiendo y la cuadra empieza a tener esa vida otra vez”, sonríe el Vigi Langelotti mientras saluda a los vecinos y hasta ofrece información de la propiedad a cada transeúnte o curioso que abre grandes los ojos cuando detecta que está pasando por delante un retazo de historia. Es que el policía retirado vio, compartió y guardó historias y anécdotas de los Maradona como un miembro más del clan. Así lo hicieron sentir, en un trabajo de puertas abiertas. Con ellos, en el inmueble que Pelusa le regaló a su familia (y en el que llegó a vivir en varios pasajes; incluso con Claudia, Dalma y Gianinna en “el templo”, el segundo piso al que se accede a través de una escalera caracol) compartió Navidades y Años Nuevos, alegrías y penurias, pero su voz pocas veces (o casi nunca) se escuchó.
“Hay mucha hipocresía. Gente que he visto cómo él la ha ayudado y hoy salen a hablar cosas que no son. Por ejemplo, a mí más de una vez me invitó a ver al palco a ver un partido en La Bombonera. Y no fui, no porque no quería ir a ver el partido, sino porque por el respeto que le tenía no me daba para eso. La familia es toda de un corazón muy grande. Y después había gente que se abusaba de lo buenos que eran. Al Showbol me invitó mil veces, también. Y yo siempre traté de no mezclar, porque veía al amigo del campeón y me daba bronca. Pero él era así, para él no había gente mala”, se explaya con agradecimiento. Y se enorgullece de que, a pesar de haber pasado tres décadas cerca de las luces de Diego, hoy sigue manejando el Ford Escort que escolta la garita.
El Vigi se apasiona al hablar de los Maradona. Elige cuidadosamente qué contar. “Hay cosas que me las llevo yo, son mías, me las llevo en el corazón”, remarca. Y enumera gestos que vio, vivió y lo enaltecen. Por ejemplo, la actitud de Pelusa cada vez que alguien tocaba timbre pidiendo ayuda por problemas relacionados a la salud. “Venía gente a buscar remedios porque no conseguían en los hospitales. Diego decía: ‘¿Qué pasa? Esto lo tiene que hacer el gobierno’. Y mandaba a las hermanas con las recetas a la farmacia de la vuelta, compraban los remedios y se los daban a la gente”, rememora.
También, la increíble política de puertas abiertas de Don Diego con los chicos que trajinaban las calles de Devoto pidiendo, vendiendo o juntando cartones. “‘Yo sé lo que es no tener pileta con mucho calor’, decía. Y los invitaba a pasar, se pasaban el día jugando en el agua, y a veces los invitaba a comer. Para ellos era un lujo, estaban en la pileta del Diego. Por eso insisto con que son gente humilde, de corazón grande, te daban lo que podían y tenían”, describe una escena de una generosidad conmovedora.
Claro que aquellas jornadas casi de colonia de vacaciones extendida provocaban que los niños llegasen de madrugada a sus hogares en el Conurbano. Y en algunos de los progenitores sonaron las alarmas, descreídos de que fuera real la leyenda con la que sus hijos justificaban su ausencia. Así fue que uno de los papás se apareció en Cantilo una tarde y tocó el timbre. Lo atendió Don Diego y dio fe de cada palabra del pequeño. Es más: lo invitó a la pileta y luego a cenar. Fue ese hombre, pues, el que tuvo que darle explicaciones a su esposa por su arribo tardío tras el día de relax en un spa inimaginable.
Son algunas de las historias que cobija la casa y atesora el Vigi, muchas de ellas inverosímiles, como la noche en la que un personaje poco común apareció ante su garita preguntando por Diego. “Viene y me dice: ‘Hola, soy el payaso’. Yo lo miraba como diciendo ‘éste me está cargando’. Toco timbre y aviso: ‘Viene una persona a ver a Diego, dice que es el payaso del circo’. Al rato salió don Diego, estaba regando las plantas y le pregunté: ‘¿Es verdad que ese que entró es payaso o me jodió?’. ‘No, es un payaso. Fue con las nenas al circo en el Luna Park, le gustó y contrató al payaso para que le enseñara algunas cosas’, me contestó. Entré por el garage y los vi. Corrían, se caían, se levantaban en el mismo movimiento y salían corriendo. Todo eso es una práctica. Y enseguida las cosas le salían igual que al payaso. Por algo lo he visto haciendo jueguitos con manzanas, con latitas de gaseosa, con pelotas de golf, con el pie, con la rodilla... Tenía una mano en el pie. Todo lo que hacía, lo hacía bien. Hasta actuar de payaso”, narra el silencioso testigo la peculiar escena.
Es que ese espíritu simple, esa esencia del niño que enamoraba la pelota en Fiorito, habitó en el cuerpo de Maradona hasta el último suspiro. Langelotti puede dar fe de ello. También su garita, que arropó al ídolo en su forma más humilde una madrugada. “Una noche estaba ahí viendo Bonanza en la tele. No sé adónde iba Diego, pero salió y me dijo: ‘¿Qué estás viendo, Vigi? ¡Bonanza! Uy, qué lindo, dejame sentarme’. Y se puso a ver Bonanza en mi lugar. Me decía ‘¿esto sí que es vida, eh?’. Yo lo miraba y le decía ‘estás loco, vida es la tuya’. ‘No, no te creas, ¿sabés lo que es estar acá afuera mirando Bonanza a la 1 y media de la mañana?’, me respondió. Tan sencillo era...”, completa la historia.
Esa cercanía llevó al Vigi a animarse a cruzar chicanas futboleras con una deidad del balón. En el vidrio de su reducto aún sobrevive un escudo de San Lorenzo, club del cual es hincha. Y la rivalidad entre Boca y el Ciclón asomaba entre el agente de seguridad y el Diez en el umbral de algún clásico. La paternidad azulgrana usualmente le dio alegrías en el folclore con Pelusa, hasta el 27 de agosto de 2006.
Esa tarde, en el Nuevo Gasómetro, el Xeneize goleó 7-1 al Cuervo, que era dirigido por Oscar Ruggeri. Y Diego se “vengó”. “Yo le decía que San Lorenzo era el padre de Boca, pero cuando nos ganaron 7-1 me pintó toda la garita con los colores de Boca; decí que la pude limpiar y salió. Después me decía: ‘Nunca más cantes contra Boca, nunca más’, recuerda con una sonrisa pícara. “Igual a él le gustaba San Lorenzo, decía que le gustaba la hinchada, la gente. Cuando jugaba en Argentinos y pasaba por el Viejo Gasómetro y había partido, bajaba y se quedaba a verlo, según me ha contado. También fue a los carnavales”, añade.
El equilibrio que buscó mantener en la relación el Vigi lo llevó, muchas veces, a no aceptar presentes de un obsequiador serial como Maradona. No obstante, hay dos que no pudo esquivar. Y los lleva consigo en cada paso. “Un regalo lo tengo puesto. el reloj. Siempre pensé que era un reloj chino, yo lo uso como si nada. Un día voy a cambiarle la pila, la común estaba 400 pesos y me cobran 2500. En el lugar me dijeron: ‘Este reloj va con pila original. ¿Es tuyo?’. Le tuve que decir quién me lo regaló. ‘¿Y lo usás?’, se alarmaron en el local. Lo uso todos los días. Y ahí supe qué era el reloj”, cuenta.
El otro presente se puede apreciar en uno de sus brazos. “Me lo hice un día que estaba un tatuador que trabajaba con él. ‘Hacete un tatuaje’, me tiró. Yo tenía miedo. ‘Bueno, te hago la firma, todo el mundo la tiene’, me propuso. Me firmó, vino ahí el tatuador y me la hizo al toque. Yo le decía: ‘Me estás pasando con la aguja para le otro lado’. Yo nunca me había hecho. Y quedó el tatuaje, que también tiene Chicarra”, explica.
Más allá de la familia, Vigi, el citado Chicarra (Germán Pérez, un joven al que Diego conoció en Esquina, Corrientes, y terminó siendo adoptado como un hermano más), hoy Marcelo (el casero) y Ariel García (el nuevo dueño de la propiedad) se convirtieron en guardianes de lmítico inmueble. Incluso le han celebrado en el parque una especie de homenaje en el cumpleaños, el pasado 30 de octubre. En el medio de la clásica canción, una de las luces chispeó y dejó de funcionar. Al otro día, un electricista peló el cable y lo revisó. No había nada quemado. Encendieron la lámpara y volvió a iluminar. ¿Señales?
“Cuando él fallece y la casa queda cerrada, y hay cosas que no las decía porque iban a decir que estaba loco. Hasta que una vecina me llamó a las 3 de la mañana y me dijo: ‘Claudio, ¿escuchaste, las corridas, los golpes?’. Se escuchaba que se cerraban las puertas. Me fui a la vereda de enfrente, a ver el techo, si entró alguien. Fui a dar la vuelta a la manzana. Ella me decía: ‘Es una cosa de locos’. Después, otra que pasó, una noche no había luz en ningún lado, y se prendieron las luces de la casa. Y yo avisé: no tengo la llave. Y no había luz en todo el barrio, ¿eh?”, narra.
Vigi habla de “energía”. Plantea que en el parque hay una paz zen, de la que este cronista puede dar fe. Allí paladeó la hospitalidad de los Maradona y la buena mano para la cocina también. De los guisos de las hermanas de Diego y Doña Tota (“Hijo, ¿comiste?”, fue una de las frases que más veces le escuchó decir) a la cabeza de chancho que una vez le invitó don Diego. Y los banquetes pantagruélicos de Navidad y Año Nuevo, las fechas preferidas de Chitoro (“porque los reunía a todos”) y de Claudio, porque la casa vibraba.
“Era todo alegría, todos los Maradona juntos. Y desde las 10 de la noche a las 5 de la mañana, la pirotecnia. No me olvido del recital de Los del Fuego, toda la calle cortada, y Diego bailando en medio de los petardos. Comida no faltaba, era una cosa de locos. Después de las 12 caían jugadores de fútbol, amigos, famosos; había, fácil, 200 o 300 personas acá. Estuvo Caniggia en una despedida de año, Nalbandian; Ferrer, el español, que vino con una Hummer y salieron todos a sacarse fotos. En la calle había en coches seis millones de dólares”, viaja en el almanaque.
Y aquellas Navidades tenían una costumbre, con la pileta como epicentro. “Él los tiraba a todos al agua, con celular, sin celula;, como fuera. Si no te tirabas solo, él te tiraba”, asegura.
En esa casa donde habla y se emociona, vio la magia ocurrir. Lo vio al Diez hacer una pretemporada para recuperarse de la ignominiosa lesión en el Barcelona, ahí mismo, sobre ese césped (”tenía las bocas de calor, corría, iba trabajando el tobillo... Fue un sufrimiento que vivió toda la familia. pero acá él recuperaba energías”). Y se sumergió en la locura de los festejos por el título en México 86: “Al otro día parecía una guerra, al jardín lo rompieron todo. Fue tanta la gente que había que a Diego lo bajaron del patrullero y lo metieron para adentro apenas llegó. Y después apareció en el balcón... Me acuerdo de Chicharra con la sunga, le habían puesto una sunga para que bailara”.
También allí, bajo ese mismo techo de estrellas, le escuchó al astro reflexiones que aún hoy lo movilizan. “Me contaba cosas del mundo, de lo que veía. Y me decía: ‘Yo hasta los 60 viajo, después, no me muevo más. No hay país como la Argentina. Comer un asado martes a la 1 de la mañana no se puede en otro lado’. Y se murió a los 60 y en Argentina, una cosa de no creer”, rememora con la voz quebrada.
“Para mí Diego fue lo más grande. Tengo 60 años, recuerdo la guerra de Malvinas, y con el gol que le hizo a los ingleses no salvó ese dolor, pero en parte nos lo cobramos. Y hoy por hoy veo cosas que él las decía, y no lo defienden. Cuanto más lo atacan el mito se hace más grande, el mito del deportista más grande del universo”, le pasa el resaltador a la imagen con la que se quedó.
“Ya lloré mucho, no quiero llorar más, porque a Diego no le gustaba que lloraras, quería ver alegría. Si te veía caído, él te sacaba. Para mí no hay cosas malas de él, yo nunca le voy a juzgar la vida a nadie. Pienso que hizo lo mejor que pudo en todo”, concluye. Y recoge el termo, el mate, y se dispone a pasar otra noche custodiando la máquina del tiempo, donde Pelusa sigue siendo Pelusa y la pelota nunca, pero nunca, se manchó.