Un día sonó el teléfono de la redacción –ay, qué bellas eran aquellas redacciones con olor a cigarrillo, café y una rapsodia emergida del teclado de las Olivetti- y me dicen: “Che, es Ringo, para vos”. Serían las tres, tres y media de la tarde de un viernes, el día que nos íbamos más temprano.. Bueno, dame. Tomé el tubo y hablé con Ringo, quien me pidió una reunión urgente en el Hotel Alvear, donde vivía. El hombre estaba atravesando una crisis matrimonial con Dora Raffa, su maravillosa mujer. Conseguí rápidamente un taxi en la esquina de Paseo Colón y México bajo aquel acariciante sol de primavera -cuando la primavera aún existía– y en 10 minutos entré al paquetísimo Alvear Palace Hotel. Ya admitido por el conserje crucé un largo pasillo, alcancé el ascensor y llegué al departamento de Ringo. Lo recuerdo como si fuera hoy: vestía un pantalón apretado en la cintura con una botamanga muy suelta –Oxford le llamaban- el flequillo con el que se hizo llamar Ringo, por su admiración hacia Ringo Starr; una pesada cadena de oro sobre el pecho y una polera negra– siempre usaba poleras ajustadas que le resaltaban su inmenso tórax y sus prominentes bíceps -con cuello desdoblado de diferentes texturas. Me dijo amablemente, sentate. Yo advertí entonces que era 25 de septiembre, el día de su cumpleaños 28 y se me había pasado. Qué desatención…. Tan pronto me quité el saco y me aflojé la corbata fue hasta la heladera de su suite y trajo una botella de champán. Un Baron B, recuerdo, y dos copas de cristal perdidas en esas inmensas manos de gruesos dedos sin anillos. Apoyó las altas y delgadas copas sobre una mesita, me sirvió y le dije con sinceridad: “Bueno, que los cumplas feliz Oscar”. Lo agradeció con afecto y me respondió: “Gracias, gracias, te agradezco mucho el brindis pero yo te llamé por otra cosa”. Y me disparó con inocencia y candor: “Me estoy inventando una pelea con Cassius Clay y quiero conocer tu opinión; ¿qué te parece?, pelear con Cassius Clay que reaparece y en el Madison Square Garden, ¿cuál es tu opinión? " .
Corrí la copa. Respiré. No sabía si decírselo o no, pero teníamos una relación franca. Lo mejor que uno puede hacer por alguien por quien siente afecto es decirle lo que piensa. Además, todo cuanto opinara habría de escribirlo. Y entonces le manifesté: “Ni lo intentes, te va a matar”. Al verlo sorprendido agregué con crudeza: _”No tenés chance”. Me miró extrañado, se puso de pie y preguntó: “¿Qué tengo para perder?”. Y era una reflexión valedera.
Ahí repasé con la memoria que Ringo ya había peleado en sus 6 años como profesional con los mejores de la categoría: Jerry Quarry, Joe Frazier, Leotis Martin, Floyd Patterson, Jimmy Ellis, Zora Foley... Hice un silencio. Y me dije: ¿para qué desvanecer un sueño? El tipo está embalado, el riesgo es el mismo. Y recordé un axioma tan viejo como el boxeo mismo: “Entre los pesos pesados no gana el que pega más fuerte, sino el que aguanta más”. Y Ringo estaba para aguantar. De manera que me arrepentí en el aire y levantando la copa brindamos: “Tenés razón, Ringo, tenés razón, amigo. Hay que prepararse y concentrarse bien. Vamos para adelante”. Él quedó muy satisfecho porque estaba buscando complicidades. Seguramente había consultado con otros amigos, empezando por el promotor del Luna Park, Tito Lectoure, por sus entrenadores que eran los hermanos Juan y Bautista Rago de su querido Huracán. Tal vez con su médico y amigo, el doctor Roberto Paladino. Sin dudas con su familia. Lo que necesitaba era llegar a Nueva York, respaldado por la opinión de las personas en las que él confiaba. Buscaba respaldo afectuoso pues iba a pelear con el mejor del Mundo y por primera vez en su dificultosa carrera no subiría al ring con la obligación de ganar: las expectativas eran una “derrota digna.”. Y esto lo eximía del estrés de explicar “por qué me la dieron perdida o por qué perdí…”. Una constante en Bonavena, que era demasiado peleador para la Argentina, Sudamerica y Europa, pero estaba debajo de los grandes monstruos norteamericanos a quienes enfrentó; todos campeones o ex campeones del Mundo.
Ahora le tocaba quien para entonces ya era Muhammad Alí, una celebridad globalizada antes de la globalización. No está de más explicar brevemente que Alí –cuya identidad de nacimiento era Cassius Marcellus Clay- se había consagrado campeón olímpico de los medio pesados en los Juegos de Roma en 1960. Pero que su nombre comenzó a trascender porque se convirtió en campeón mundial a los 22 años al noquear al indestructible gigante Sonny Liston y dos veces: la primera y la revancha. No solo eso, Cassius comenzaba a aportarle al boxeo y a su nombre un hecho sin precedentes en la historia del deporte: su parlamento, su discurso, su osadía para declarar, su desafío al poder. Cassius Clay era algo más que un joven campeón mundial lleno de talento, el mejor de la historia. Su estética le había agregado a la categoría de los completos un juego de piernas maravilloso, lo que le permitía picar como una avispa y volar como una mariposa. O sea pegar, con precisión quirúrgica sobre la la humanidad de sus adversarios al tiempo de hablarles y mirar al público con dominio absoluto de la escena. Antes y después, cotidianamente, declarar de manera disruptiva y opinar sin tapujos sobre las cosas que lo afectaban como ciudadano. Era noticia de las agencias, información de los diarios, minuta de los informativos, portadas de las revistas todos los días de su vida y en todo el mundo. Un Messi de hace 60 años.
Fue por entonces que en una de esas declaraciones que recorrió el universo cuando Cassius Clay dijo- siendo campeón del Mundo- que él no se alistó para ir a Vietnam. Y lo profundizaba diciendo que él no tenía nada contra los vietnamitas, que él no los conocía y hacía clara alusión a algo que traía de su época de boxeador amateur. Le ocurrió en su ciudad natal, en Louisville, Kentucky, cuando no le permitieron entrar al baño de una taberna porque era negro. Fue entonces cuando se acercó a un puente sobre el río Louisville y quiso arrojar la presea dorada que había logrado hacía apenas unos dias en los Juegos Olímpicos de Roma. De ahí venía el desafío de hablar y decir, aprovechar su celebridad para multiplicar el mensaje sobre la igualdad racial, social, educacional… Siete años después -1967- en plena guerra de Vietnam, no solo decía que no tenía nada contra el supuesto enemigo. sino que además ningún vietnamita se había animado a intentar violar a su mamá, abusar de su hermana, castigar a su padre, someter a sus hermanos a la esclavitud. Y tras estas declaraciones sobrevino una suspensión de su licencia. La explicación oficial fue: “El ciudadano Cassius Clay se negó a alistarse como cualquier otro ciudadano”. Lo que más ponderaban sus seguidortes era que Alí sabía bien que tal como había ocurrido con otros campeones célebres del mundo como José Louis o Sugar Ray Robinson lo que importa es su ejemplo. Luego no iría al frente, como no fueron ni Joe Louis ni Robinson; se trataba de dar exhibiciones para los soldados allí alistados y registrar fotos con el uniforme. Cassius Clay dijo no y la Federación de Boxeo de Estados Unidos lo sancionó. Habida cuenta que era el campeón del mundo le quitaron la corona.
Tres años después le habían devuelto la licencia. Fue entonces cuando el Madison Square Garden empezó a diseñar la estrategia para buscarle rivales apropiados para ir retomando su estado pugilístico de a poco. El objetivo era llegar a un combate por el campeonato del Mundo frente a Joe Frazier. Desde entonce hasta su fallecimiento sería Muhammad Ali, un nuevo ministro de la religión musulmana que habría de convertirse en patrocinador e hijo del Elijah Muhammad, su nuevo jefe espiritual. Sin embargo para el boxeo universal Cassius o Muhammad resultaba un campeón admirado con destino de gran mito del deporte mundial. El 26 de octubre reapareció en el Madison Square Garden ganándole a Jerry Quarry, un irlandés duro como una roca. Lo puso nocaut. Ahora venía el segundo rival. ¿Quién sería el segundo rival? Necesitaban un blanco porque él había predicado fuertemente por la igualdad, pero además de apellido italiano pues estaba en contra de la discriminación y obviamente extranjero para simbolizar la fraternidad. Pero tanto el MSG como los manejadortes de Alí querían alguien que le hiciera pelea pero que no “pudiese ganarle” en un combate normal. No era todo: en el contrato a firmar por una paga de 185 mil dólares, el rival debía aceptar a un director técnico norteamericano como agregado en el rincón – una especie de interventor – y firmar la revancha con Alí o la pelea frente a Frazier, en el extrañisimo caso de ganar. ¿Quien podría aceptar estas particulares condiciones…?. Sí, el amigo que sabiendo todo esto se había ofrecido al match maker del Madison, el recordado Harray Markson, por teléfono y desde Buenos Aires. El mismo que me invitó al Alvear Palace Hotel para conocer mi opinión.
Bonavena era de Parque Patricios, un símbolo de la porteñidad, una figura del jet set de época. Hijo, hermano, esposo, padre, comerciante de varios rubros, todo al mismo tiempo. Quien por su impronta y picardía, por su velocidad mental y humor se fue agregando actividades rentadas tales como conducir programas de televisión. El más emblemático fue “Los ravioles de Doña Minga”, su madre; un clásico de los domingos que iba por Canal 11. También se incorporó a la discografía de época e hizo una cosa poco creíble: grabó un disco que se llamaba “Pío” – que le compusieron especialmente Palito Ortega y Dino Ramos - cuyo estribillo era muy pegadizo, “Pío, pío, pío, pío, pío, pá”. Y vendió millones. Hay más: actuó en el teatro de revistas, nada menos que en el Astros, cuyo dueño era Héctor Ricardo García, un maestro de periodistas, fundador de las revistas “Así”, “Así es Boca”, del diario y del canal de noticias Crónica, y también de Radio Colonia en los ´60, su época de esplendor. A la sazón padrino de su hijo Natalio más conocido como Ringuito, uno de los dueños del restaurante Patio Funes donde pueden verse piezas de lo que sería un museo de Ringo…
Bonavena era todo eso y mucho más. Gran señor de la noche desde Sunset hasta Mau Mau y un ídolo indiscutible del boxeo argentino que aún sostiene el récord de público en el Luna Park: 25.236 personas vieron su triunfo ante Goyo Peralta en septiembre de 1965. Pero sobre todas las cosas el Titi, el Zurdo, Oscar o Ringo era un gran hincha de Huracán, su club de pertenencia. Había que ver cada llegada de Ringo al Ducó cuando las tribunas, las populares se levantaban y empezaban a cantar “somos del barrio/ del barrio de la Quema/… somos del barrio de Ringo Bonavena”. Lo cantaban todos y lo siguen cantando ahora 53 años después, porque este es un símbolo que quedó registrado en Patricios para siempre. Más aún podría decirse que Bonavena no le perteneció al barrio sino que el barrio le perteneció a él… Esta era la criatura que ya cansado de fajarse con todos se había ofrecido para pelearle al maravilloso Muhammad Alí sabiendo que por primera vez en su carrera sería eximido de la obligación de ganar. Todo cuanto debía hacer era pelear con dignidad, dejar todo sobre el ring, aguantar, intentar y meter su nombre en la historia.
La semana previa fue estresante. Bonavena seguía amenazando a Alí frente a cualquier cámara o micrófono. Y aunque hablaba aceptablemente palabras en inglés como para decirle “chicken” (gallina) o “I kill him” (lo voy a matar) el día del pesaje quería que yo le tradujera en la mismísima cara de Alí: “Te voy a arrancan la cabeza” o “gonca” o “arrugaste para defender a tu patria en Vietnam, eh”. Afortunadamente entre los gestos, el rostro sorprendido de Muhammad, la cantidad de periodistas y los argentinos que se acercaron, pudimos zafar susurrándole al oído: “Vamos que el médico te tiene que tomar la presión, vamos, vamos, ahora hay que darle bola al doc…”.
Aquella noche en el Madison Square Garden había clima dramático. De las 19.417 personas que habían pagado su ticket no menos de 10.000 fumaban. Afuera nevaba. Adentro era una caldera. El murmullo se tornaba cada vez más creciente y el público estaba dividido: la mitad quería que Alí perdiera, la otra mitad ansiaba un regreso con gloria del “más grande”. Deseaban verlo nuevamente con la corona mundial que la burocracia le había quitado. En el medio de aquellas preferencias claramente manifestadas quedaba Ringo. La gente no tenía mucha idea sobre quién era Bonavena. Sonaba bien fonéticamente el apellido, creían que era italiano y se lo conocía más que nada porque había sido un estoico rival de Joe Frazier en dos oportunidades. La primera en el viejo Madison –cerrado en 1968- que quedaba en la 8° Avenida entre la 49 y 50. Calles de Pedro Navaja si alguna vez las caminaron Rubén Blades y Willie Colon. Esa primera vez Ringo lo tiró dos veces. Le faltó un empujón para derribarlo por 3° vez y ganarle por KOT a Joe Frazier, quien en ese momento era nada menos que el campeón del mundo, el gran objetivo de Muhammad Alí aquella helada noche de Nueva York con 1.800 argentinos gritando y apostando en el Madison.
Tal como suele decirse en folklore del futbol, Ringo tenía el ring –en lugar de la cancha- inclinado. Peleaba por una bolsa mínima, el MSG le había agregado a su rincón a su colaborador Gil Clancy, el referí fue Mark Conn, otro amigo de la casa, quien en el desenlace del match permitió que Alí no se alejara de Ringo mientras le contaba, y los jurados eran norteamericanos. Ademas, si ganaba estaba obligado a darle desquite o enfrentar otra vez a Frazier. Y su peso no podía pasar de los 92 kilos y medio. Todo lo que tenía que hacer Ringo era desarrollar una pelea con el menor riesgo posible y no escuchar los consejos de Clancy, quien lo mandaba al ataque. Andá y atácalo, atácalo y pégale en los flancos. En el 6° Bonavena se dio cuenta que debía hacer lo contrario: esperar, contragolpear y administrar su energía.
Esa noche en la Argentina no se veía gente transitar por la calle. Y solo algunos vehículos, especialmente bondis. Algunas salas cinematográficas suspendieron sus funciones y como era lunes no había teatros. El país estuvo pendiente del combate. Era como si se jugara un partido definitorio del Mundial. En los pueblos, las ciudades, pequeñas o significativas, comunidades, bares, grandes centros urbanos u hogares alejados…; todo el país estuvo pendiente. El rating fue de 79.3 récord que se mantuvo por 20 años hasta la definición por penales frente a Italia en el Mundial del 90, que lo superó por 9 décimas. Los últimos tres asaltos fueron emocionantes. Ringo salió a buscar el KO, jugándose a meter una mano. Y a punto estuvo de lograrlo en el 14°. Pero en el 15° cayó 3 veces, la última mano fue una derecha a la sien y con ello la dramática pelea había llegado a su fin.
Recuerdo que después de una hora y media en la que Ringo tuvo las manos dentro de un balde colmado de hielo, salimos a la calle para regresar al hotel. Había que cruzar la 7.ª Avenida. Nevaba en Nueva York y 20 argentinos con su banderita lo esperaban para felicitarlo, para sacarse una foto o pedirle un autógrafo. Detrás de unos lentes negros quedaba un rostro congestionado, lleno de heridas y hematomas. Costó muchísimo cruzar esa avenida llevándolo en vilo entre 4 que nos alternábamos pues su cuerpo, exhausto, pesaba más. Subir los escalones hasta la puerta del Statler Hilton Hotel fue realmente una proeza. Al llegar por fin al lobby y arrastrarlo hasta el ascensor logramos abrir la puerta de su habitación. Se tiró en la cama sin quitarse los lentes repitiendo una y otra vez. “Guapié, ¿no?”. Todo cuanto le interesaba luego de haber tenido en vilo a la Argentina era el esdrújulo consuelo de la dignidad.
Hoy, al evocarlo retomo la fina copa de champagne, la elevo, vuelvo a mirarlo a los ojos y brindo: salud Ringo, aquella noche fuiste más grande que nunca…