El nacimiento de una estrella se desarrolla durante años. El universo es sabio y repite sus procesos en cada uno de sus integrantes. Aquel 3 de diciembre del 2022 en el Ahmad bin Ali Stadium nació oficialmente una estrella, fue el final del proceso. Emiliano Martínez, que había empezado a formarse en aquella tanda de penales de la Copa América, se convirtió en Dibu definitivamente esa noche contra Australia en octavos de final del Mundial. Una atajada memorable, icónica, trascendental para poner la piedra fundamental del Mundial que lo lanzó a la historia con aquellas otras jornadas soñadas contra Países Bajos y Francia.
Argentina había convivido con la tristeza más abrumadora en la caída ante Arabia Saudita, había saboreado las mieles del desahogo con el grito de Lionel Messi ante México y sintió en sus células los beneficios de la calma por primera vez contra Polonia. Pero ese día entendió lo que era sufrir, el incierto momento que se vive cuando de un segundo al otro, la alegría puede convertirse en dolor. Pero nunca se terminó de cristalizar esa herida porque el arquero tuvo su primera gran jornada de gloria en Medio Oriente.
Son casi las tres de la mañana en Qatar. La estación de metro lindera al Ahmad bin Ali Stadium está pronta a cerrarse, a cortar por hoy su acción. El abrumador silencio de esa desértica zona de Doha, que de madrugada parece cada vez más inaccesible sin el efectivo subte local, se corta abruptamente. El micro de la selección argentina abandona el estadio donde un rato antes había ganado un partido histórico en el Mundial. Ese Mundial que ganará, pero todavía no lo sabe. El ómnibus parece temblar de la celebración que se desarrolla en su interior, son alaridos casi de descargas pasionales. Ese plantel acaba de conseguir algo más importante que un triunfo; una lección de vida. Acaba de endurecer su caparazón. Acaba de aprender a sufrir.
Aquel día la Selección dominó inicialmente a un rival débil en los papeles, que debía ser una especie de trámite. Estaba sucediendo lo obvio. Lionel Messi con un golpe de billar entre las piernas rivales para el 1-0 y entre Julián Álvarez y Rodrigo De Paul se hicieron cargo de desorientar al arquero Mathew Ryan para el 2-0. Pero, la matrix se resquebrajó. Craig Goodwin la encontró, le pegó y acertó más a un jugador de Argentina que al arco, pero la suerte es así y terminó poniendo un 2-1 completamente injusto para entonces.
De golpe, parecíamos estar en plena caída libre desde el pico de una montaña. La paz de la cima por el desenfreno de la velocidad cuesta abajo. Aquellos aburridos que relojeaban de a ratos el celular ahora estaban comiéndose las uñas. Ni siquiera habíamos alcanzado a entender que la baraja del destino se nos había puesto en contra cuando Aziz Behich se creyó que había nacido en Fiorito o en el sur de Rosario en vez de Melbourne y empezó a gambetearse a todos hasta quedar de cara al gol. Bendita esa pierna de Lisandro Martínez que se cruzó en el camino para desatar el tercer grito de gol argentino en ese estadio.
Las chances albicelestes se repetían una y otra vez en el área rival con Lautaro Martínez como protagonista fatal. Parecían estar escribiendo el compacto del día final, el de una dramática eliminación. Y el árbitro, encima, decía que íbamos a estar siete minutos más en ese ambiente irrespirable, agobiante. Quedan 30 segundos, ya está, se termina, se repetían los pensamientos. Pero había que aprender a sufrir para ser campeones del mundo. Faltaba un grito de gol más, y precisamente no por un gol, más bien todo lo contrario.
Garang Kuol, un pibito de 18 años, giró como si fuese el Fenómeno Ronaldo dentro del área y dejó tirado a Nicolás Tagliafico como si él fuese una súper estrella y el argentino un juvenil. Ojos abiertos, cuerpo extendido y una atajada inolvidable de Dibu hicieron el resto. Pareció ocurrir una bajón total de presión sobre el césped del estadio. La mayoría de los jugadores de Argentina se desplomaron tras ver que Martínez tenía la pelota en sus manos. Otros tantos los imitaron en la tribuna. “No podía más, la verdad. No tenía más. Por suerte fue la última. Por fortuna la agarró y estamos en cuartos”, le confesó por entonces a Infobae Rodrigo De Paul, uno de los desmayados.
“Busqué no darle ángulo de tiro y por suerte salí rápido. Pensé en hacerme grande, dejé el brazo firme y gracias a Dios me pegó”, explicó el arquero después del partido en ese momento. “No sé ni lo que hice. Sentí que la pelota se fue afuera y eso a veces es gritarlo como un gol para los defensores”, se sumó Martínez para explicar la suya.
Aquella fue la primera vez que el plantel mostró tener el cuero duro para sobrellevar los momentos de zozobra que volvería a vivir contra Países Bajos y Francia. Aquellos desmayos masivos sobre el césped se convertirían luego en hombres decididos a batallar de pie hasta el final en cada presentación que se vendría. Y lograron eso porque aquella noche aprendieron a sufrir.