El desafío de desmenuzar la performance argentina en los Juegos Panamericanos de Santiago finalizados el último domingo implica el riesgo de caer en simplificaciones e ingratitudes. La simplificación de reducir todo a un medallero que dice que la Argentina logró 26 medallas menos (15 doradas) que hace cuatro años en Lima. Idéntico error sería decir que esa performance que idéntica a la de Toronto 2015 o de Guadalajara 2011. En ambos casos también se lograron 75 podios con una leve diferencia en las doradas entre los tres torneos. Basta recordar que en México se produjo una de las mejores performances históricas del remo, que en Chile tuvo una mínima cosecha, que en Toronto no hubo programa de pelota, que nunca aporta menos de seis medallas para nuestra delegación o que en Perú el equipo de natación tuvo números muy superiores a los recientes para comprender que no hay lógica lineal para evaluar asuntos como estos.
La ingratitud es la de hacer especial foco en altos y bajos del plantel argentino. No tanto por la variedad de realidades y hasta de características intrínsecas de cada disciplina sino porque todos prestamos atención al nombre y el apellido del atleta en cuestión: nunca al entorno responsable. Como en los casos de doping, también en el juego el único responsable de algo que sale mal siempre es, para la opinión pública, el que juega.
El deportista argentino olímpico/panamericano, ese que históricamente catalogábamos como amateur, es tan consecuencia de sus virtudes y defectos como victima de las circunstancias. Se trata de atletas acostumbrados a soportar desde incomodidades inverosímiles en las villas o tolerar correctivos orales por parte de algunos dirigentes ineptos siempre en silencio: cualquier otra postura los expone a quedar fuera del radar.
Ojalá algún día podamos salir de un adoctrinamiento cuasi castrense para que los deportistas se sientan libres para el reclamo y, de tal modo, separar a los malos dirigentes de los buenos…que claramente también los hay.
Pensando en el futuro, hay señales de que, en ciertos casos, ni siquiera se les va a defender el derecho a competir.
Hace pocas semanas, el Comité Olimpico Internacional confirmó la incorporación de cinco disciplinas –algunas sin antecedentes y otras preexistentes- al programa deportivo de los Juegos Olímpicos de Los Angeles, en 2028: fútbol de bandera, cricket, squash, lacrosse y beisbol/softbol.
Asi como con el karate en Tokyo 2020, que se incorporó en Japón y ya no estará en Francia, da la impresión de que, en algunos casos, hay una nueva lógica en la evaluación respecto de que actividades se suman ocasionalmente en un juego y perderán continuidad en el siguiente. Si tenemos en cuenta que después de Los Angeles vendrá Brisbane, no seria extraño que el fútbol de bandera o el lacrosse sufran la misma inestabilidad que el karate. Lo que tiene cierta lógica regional no deja de ser un perjuicio importante para las actividades que, como el 95 por ciento de las que participan del programa olímpico, tienen en los juegos su máxima aspiración competitiva.
Dias atrás, apenas horas después del cierre de los Juegos Panamericanos de Santiago, comenzó a circular la versión no confirmada pero avalada por varias fuentes importantes, de que deportes como pelota vasca, raquetbol y esquí acuático no serán parte de las competencias programadas para dentro de cuatro años, en Barranquilla, Colombia.
Lo primero que se visibiliza, como en el ya mencionado caso de los deportes olímpicos que se discontinúan indiscriminadamente, es el daño enorme que se le produce a actividades que, si lo miramos en modo de convocatoria nacional multideportiva, pierden gran parte de su atractivo. Como en el caso de la sanción indefinida al deporte ruso, al menos en cuanto a la ilusión de participar de un juego, ¿cuánto incentivo pierden estas disciplinas? Hay una infinidad de casos en los que un suceso olímpico generó un boom de desarrollo de deportes que pasaron a ser de interés masivo entre los mas jóvenes y que hasta poco tiempo antes, parecían reducidos a un núcleo mucho más selecto. Dicho de otro modo, el fenómeno de un éxito de alta difusión mediatica estimula que más niñas y niños se acerquen a disciplinas poco populares.
Por otro lado, esto de subir y bajar de los programas de competencias a ciertos deportes según cuánto interese al país organizador abre una infinidad de ventanas de objeción.
Por ejemplo, ¿Qué sucedería con el rugby 7 o la vela si los Panamericanos de 2031 se realizaran en Bolivia, donde estos deportes tienen poco arraigo? ¿Deberia haber saltos ornamentales si dentro de ocho años los juegos se hicieran en la Argentina cuya última representante olímpica en la especialidad fue Svetlana Ishkova, de origen ruso, que participó en trampolín de 3 metros en Sidney 2000? Si bien es una actividad que resurge de la mano de un puñado de jóvenes, no casualmente ese país no tuvo tampoco representantes en esa especialidad en Santiago.
Ante cada juego, el país del cual forma parte la ciudad sede tiene derecho a incluir tanto equipos como deportistas indidivuales en todos los deportes sin atravesar etapas eliminatorias. Hubo excepciones signadas por el sentido común de las autoridades del anfitrión. Fue el caso de Brasil, que camino a Rio 2016 exigió a sus equipos de hockey sobre césped a figuras al menos en quinto puesto en los Panamericanos de Toronto 2015 para ganarse la plaza olímpica. Lo lograron los varones. Declinaron de la invitación las mujeres.
Esta claro que resulta antinatural y hasta oneroso montar toda la infraestructura para una organización local que tiene nulo desarrollo en ciertos deportes. Solo resta ordenar un poco más las prioridades y defender más firmemente a deportes y deportistas. Porque si nos quedáramos solo con lo que nos interesa o nos da resultados importantes, o deberíamos eliminar la mitad de las candidaturas. O eliminar la mitad de las disciplinas.