Carta abierta de un periodista para su hija que se va del país con la misma vocación

Valentina, tercera generación de periodistas, buscará cumplir sus sueños profesionales al otro lado del mundo. La emoción y conmoción de un padre que se repite en muchas familias que deben alentar a sus hijos pese al desarraigo

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ADN periodístico. Abuelo Diego, papá Gonzalo y Valentina, recién llegada a la vida
ADN periodístico. Abuelo Diego, papá Gonzalo y Valentina, recién llegada a la vida

No te das una idea lo que me costó animarme a escribirte estas líneas. Amagué una y mil veces y no lograba evitar autocensurarme; al fin y al cabo, lo que nos toca vivir estos días tiene mucho de celebración. Y aunque no deja de ser un momento de duelo, odiaría que se confunda con la idea de un exilio doloroso que, en realidad, no es. Tampoco quiero que caigamos en el error de creer que todo está bien. Que como nos va más o menos bien no tenemos derecho a reclamo. Si así fuese, esto de Australia sería mucho más un paseo que una búsqueda de horizontes. Por cierto, nunca tuve demasiado en claro si dejarte un sobre escondido en el carry-on, si colgar el texto en IG o si tomarme el atrevimiento de preguntarle a los editores si daba para publicarlo. Tampoco tuve la consideración de preguntarte a vos si bancabas que este asunto en carne viva se hiciese más o menos público.

El empujón final acabo de recibirlo mientras espero el avión que me traerá de regreso a casa desde Córdoba. Un chico no mucho mayor que tu hermano Fermín (11 años) se resiste a soltar a su papá, a punto de cruzar a la zona de preembarco. Lo abraza como amo que me abrace Mincho cada vez que festejamos un gol de Boca o un try de Los Pumas.

Sin embargo, sospecho algo de desesperación en ese abrazo. No me animo a preguntar, pero juraría que en esa despedida hay bastante más que un vuelo de una hora y monedas. Quizás la distancia física sea mayor. Tal vez, sea uno de los muchos viejos que hacen cabecera de playa para, si las cosas marchan, después instalar al resto de la familia. Sabemos de amigos que lo han hecho. Sabemos de alguno a los que aún le está costando hacer pie y, entonces, al esfuerzo de hacer lo que sea con tal de abrirse puertas, se le suma cruelmente el bajón por no cumplir con la promesa de “antes de las Fiestas estaremos de vuelta todos juntos”.

Quizás todo este asunto solo sea una elucubración arbitraria mía y lo del abrazo desesperado del pibe tenga todo de amor filial y nada de drama. Entonces, sería apenas sea una excusa para, al fin y al cabo, tomar carrera y bancarme tener que escribir bajo un inevitable chaparrón de lágrimas.

Creciste escuchando a tu amado abuelo -¿puedo apostar que detrás de tus clases de alemán hay algo de homenaje al inolvidable Diegui?- denostar eso de caer en lugares comunes. Seguramente, algo de eso habrás oído de boca del cabrón de tu viejo. Inteligente como sos, te habrás dado cuenta de que, detrás de esa postura espléndida se esconden dos rottweilers veganos a los que, cuando dejan que el corazón les salga a flor de piel, les toca las de la ley. Y caen en eso que consideran ordinario como cualquier hijo de vecino. Así me siento hoy. Necesitado del lugar común, obvio en cualquier cosa que se me ocurra escribir respecto de tu viaje a las antípodas, sin pasaje de regreso.

Aunque lo vas a descubrir y disfrutar mucho más que yo, quiero contarte que estas viajando a un país que me fascinó desde antes de conocerlo. Quizás por esa historia increíble de ser uno de los pocos países que participó de todos los Juegos Olímpicos, viniendo aun más que nosotros desde el culo del mundo. O por la epopeya de los Wallabies, el seleccionado de rugby que, en 1984, le ganó a los cuatro seleccionados británicos con una presencia estelar del Topo Rodriguez, ese pilar entrerriano-cordobés que solía dormir en casa del Abuelo Diego cuando lo citaban para jugar en Los Pumas y que, desde entonces, se fue a vivir y a jugar en un bello club sobre el mar en las afueras de Sydney. El mismo cuyo contacto te pase con la ilusión de que jamás tengas que usarlo, salvo que sea para compartir con él una cerveza en la barra de cara al Indico del Warringah, su club adoptivo.

Valentina Bonadeo, nieta e hija de periodistas que buscará su destino en Australia
Valentina Bonadeo, nieta e hija de periodistas que buscará su destino en Australia

Hace casi 35 años viajé por primera vez a ese país. Lejos de avisarte por escrito lo que pronto vas a ver en persona, sólo quiero contarte dos cosas.

Una. Cuando viajes a Melbourne y te persiga una mosca desde tu llegada hasta tu partida no te preocupes. Hay, casi casi, una por persona. Alguien me dijo que por esa razón inventaron esos simpáticos sombreros con corchitos que cuelgan y se mueven para ahuyentarlas.

Dos. No te incomodes si muchas cosas de esa tierra y de su gente te hacen a acordar a la Argentina. Tampoco lo hagas si terminas preguntándote qué es lo que, con tanto en común, terminó haciéndonos tan diferentes.

Está claro que el tuyo no es un desarraigo dramático. También está claro que no debe ser demasiado estimulante tener tres trabajos y no poder ni soñar con comprar ese autito del cual te hablan en los discursos.

De mi parte, el nudo en la panza tiene que ver con que, desde que hace unos meses sacaste tu pasaje no puedo dejar de extrañarte. Sabes bien lo que me cuesta el aquí y ahora. Y eso hace que cuente mentalmente cuántos viajes juntos hasta Colegiales nos quedaban antes del vuelo. Porque aun siendo silenciosos o interferidos porque el laburo de ocasión me lleva a intoxicarme con el día a día de las AM en lugar de volar con la música que sabemos compartir, son momentos nuestros. Porque a sabiendas de que la tozudez y muchas veces la falta de conexión me llevó a encerrarme en un tipo de silencio mucho menos afectuoso, no puedo dejar de sentir que me van a faltar tus reflexiones inteligentes, como cuando me hiciste notar que no podía putear con el mismo énfasis por un problema de salud que por una computadora que se cuelga.

Qué decir de tu pasión por nuestro oficio. Por tu extraordinaria evolución como mujer de medios. Por amar el deporte tanto como alguna vez creí amarlo yo. No sabes el orgullo que me da saber que nadie podría prepararme como vos esos maravillosos mataburros para llegar enterito de data a cada Juego, a cada Mundial. Y que, ahora, un montón de gente sepa que vos sos la autora.

Rafa Nadal en la selfie junto a las periodista Cata y Valu Bonadeo
Rafa Nadal en la selfie junto a las periodista Cata y Valu Bonadeo

Prontito estarás en el aire soñando con lo que te mereces. Que no es distinto de lo que merece cada uno de los que hacen el check-in en Ezeiza escondiendo detrás de un presunto enojo una profunda tristeza.

El gran lugar común del momento es el de machacarse la cabeza por no haber sido capaz de construir algo mejor en casa. De no haber puesto límite en tiempo y forma. De olvidarnos del traidor de ayer solo porque el de hoy te traicionan un poco más. De llenarnos la boca hablando de lo rico que es un país lleno de pobres.

Por supuesto que es demasiado narcisista creer que esto de hacer de nuestra tierra el mejor lugar para vivir es cuestión de a uno. Pero tampoco dejo de cuestionarme si no he sido uno más de los millones que naturalizamos hasta lo aborrecible caminando como zombie detrás de la idea de un golpe de suerte. Otra vez el lugar común: ¿Qué país hemos intentado dejar para nuestros hijos y nuestros nietos?

Así estamos, Valu de mi vida. Recogiendo mocos que escapan cuando aflojan las lágrimas.

Dame un ratito y me daré cuenta de que tu aventura no tiene fallas. Y que, aun estando tan lejos, siempre estarás en el asiento de al lado compartiendo mis silencios y regalándome tu sabiduría.

Y pensando, con mucho respeto y cuidado, si no seré uno más de los que se resignan a que estemos construyendo un Muro de Berlín a la Argentina.

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