Barcelona (Cataluña), 3 de agosto de 1992.
Jim Redmond se levantó de su cama después de pasar una noche intensa con distintos altibajos, producto de los nervios y el orgullo que sentía al saber que su hijo iba a presentarse un par de horas más tarde ante 65 mil personas en el Estadio Olímpico de Montjuic para disputar las semifinales de los 400 metros tras superar las dos fases previas con grandes resultados (incluso en la primera había batido su propio récord después de cuatro años).
Desayunó como pudo, se cambió y agarró su gorra blanca antes de salir para el recinto con muchas expectativas. Una vez adentro, se sentó en la grada cerca de la pista y se acomodó para ver a Derek en acción, quien en los papeles era uno de los principales favoritos a pelear por la medalla dorada, ya que llegaba a los JJOO de Barcelona con el título del Campeonato Mundial en 4x400 del año anterior.
Jim intentaba contener la emoción al ver a su hijo calentando en el carril número 5. Eran los primeros Juegos Olímpicos en los que se presentaba Derek con 26 años, después de perderse la edición de Seúl 1988 por una lesión en el tendón de Aquiles, cita en la que también pudo haber hecho una buena performance ya que hubiera llegado con el récord británico en 400 metros (44.82 segundos).
Las pulsaciones de Jim comenzaron a aumentar mientras su hijo se posicionaba en la parrilla de salida entre el cubano Roberto Hernández y el qatarí Ibrahim Ismail. Fueron segundos de tensión hasta que finalmente sonó el disparo de la pistola que marcó el inicio de la prueba.
“Tenía confianza. Comencé bien. Fui a mi ritmo corriendo en la primera curva y me sentí cómodo”, recordaba el propio Derek Redmond sobre esos primeros 100 metros en una entrevista con DailyMail varios años después. Sin embargo, en la mitad de la recta que continuaba, el corazón de Jim se paralizó por un instante y sus ojos se abrieron de par en par al ver que su hijo lanzó un grito de dolor al cielo de Barcelona, antes de tomarse la parte posterior de la pierna izquierda.
Mientras el resto de los competidores siguieron su camino a la línea de meta, Derek dio unos pasos más antes de dejarse caer sobre la pista totalmente hundido anímicamente, tapándose la cara con una de sus manos. “Escuché un estallido. Luego sentí dolor. Pensé que me habían disparado y luego reconocí esa agonía: me había desgarrado el tendón de la corva y el dolor fue insoportable, como si alguien te clavara un cuchillo caliente en la parte posterior de la rodilla y te lo retorciera”, recordó.
“Miré a mi alrededor para ver dónde estaba el resto. Recuerdo haber pensado que si me levantaba aún podría alcanzarlos y clasificarme. El dolor era intenso. Cojeé unos 50 metros hasta llegar a la marca de 200 y entonces me di cuenta de que todo había terminado. Vi que todos los demás habían cruzado la línea de meta”.
La transmisión oficial mostró cómo el estadounidense Steve Lewis se ganaba un lugar en las finales al imponerse con un tiempo de 44.50. Sin embargo, algo estaba ocurriendo 100 metros detrás suyo. Los aplausos de los espectadores no eran para él, sino para Derek, que intentaba completar la carrera corriendo en una sola pierna: “No podía creer que eso estuviera sucediendo después de todo el entrenamiento que había realizado”.
Los aplausos se convirtieron en una ovación de pie de todos los presentes en el Estadio. De todos, menos de su padre, que ya no se encontraba en su asiento. Al sentir como propia la tristeza de su hijo, Jim saltó de su butaca, eludió al personal de seguridad y, segundos después, apareció corriendo junto a él: “Derek, soy yo, no necesitas hacer esto”, le dijo mientras continuaban avanzando en la pista.
“Papá, quiero terminar”, le respondió entre lágrimas. “Está bien. Empezamos esto juntos y ahora lo terminaremos juntos”, contestó Jim. Las zancadas habían acabado, Derek rompió en llanto y lo abrazó. “Eres un campeón, no tienes nada que demostrar”, le repetía Jim al oído, al mismo tiempo que le exigía a los médicos y a los funcionarios que los dejaran terminar la carrera.
“Caminamos hasta la línea de meta abrazados, solo mi padre y yo, el hombre al que estoy muy unido y que ha apoyado mi carrera atlética desde que tenía siete años”, contó Derek sin imaginar que ese episodio iba a convertirse en uno de los más recordados de la historia del deporte mundial, al punto de ser utilizado en múltiples ocasiones como un ejemplo de superación y resiliencia por distintas empresas y organismos, incluido el propio Comité Olímpico Internacional.
“Fue el instinto de un padre. Tuve que detenerlo para evitar que se hiciera más daño en la pierna”, explicó Jim en una entrevista con The Australian en 2017. “Ahora puedo ver que trajimos a los Juegos el espíritu de los Juegos, pero en ese momento fue simplemente lo que harían los padres para cuidar a sus hijos”, agregó. Cabe destacar que en los JJOO de Londres 2012, 20 años después de aquel emotivo episodio, Jim fue portador de la antorcha olímpica.
Aquella carrera fue la última de Derek Redmond como atleta profesional. Después de completar los 400 metros, se dirigió al centro médico y le comunicaron que no iba a poder representar nuevamente a su país. “Nunca más volví a correr. Mi sueño había terminado. Si no me hubiera lastimado el tendón de la corva ese día, podría haber sido medallista olímpico”, consideró años después.
Como lo hizo a lo largo de su carrera, Jim no se despegó de su hijo y lo acompañó durante toda su recuperación posterior, tanto física como psicológicamente, e incluso lo apoyó en su nueva faceta como orador motivacional hasta el año pasado, en el que Derek anunció su fallecimiento a los 81 años a través de sus redes sociales.
“Mi héroe, mi mejor amigo, mi padre, falleció pacíficamente mientras dormía en el Hospital General de Northampton. Me siento aliviado de decir que mi mamá estaba a su lado en el momento de su fallecimiento. Hay mucho que podría decir sobre este hombre, pero realmente fue uno de mis héroes en la vida, cualquiera que me conozca o me haya escuchado sabrá cuánto me inspiró en mi vida, qué tan cercanos éramos y qué significó para mí. Decir que lo extrañaremos mucho es quedarse corto. Descansa en paz papá, realmente me has convertido en la persona que soy hoy”.