“El hincha de San Lorenzo me reconoce siempre y se lo estaré agradecido de por vida, porque fue una bendición pasar cinco años en ese club. Haber logrado el Clausura 95 fue hermoso, porque hasta el día de hoy me lo hacen saber y es algo muy reconfortante. Cada vez que me cruzo con uno de ellos, me hablan maravillas, me abrazan y son cosas que me llenan el alma”.
En sus palabras habitan la misma claridad que cuando jugaba. Fernando Galetto deslumbró por su categoría con la pelota en los pies, plantándose en la mitad de la cancha y regando con talento cada centímetro del terreno. De esa escuela de volantes centrales finos y elegantes, de la familia futbolera de Claudio Marangoni y Fernando Redondo, por citar solo dos casos. Agradecido de cada momento vivido, repasó con pasión su carrera.
“Después de haber comenzado en el Club Atlético El Carmen, de mi pueblo, Monte Cristo, con casi 18 años, me fui a probar a Racing de Córdoba y allí quedé. Arranqué en la Cuarta División, pasé por la Reserva en la temporada siguiente y al cumplir los 20 tuve la suerte de debutar. Después de la década gloriosa de los ‘80, cuando estuvo en Primera, el equipo disputaba el Nacional B y mi primer partido fue en la cancha de Atlético de Rafaela, en un empate en dos goles. Era un clásico torneo del Ascenso, bien áspero (risas), pero enseguida me acostumbré a ese estilo”.
Aquella de 1991/92 fue una temporada aceptable para Racing de Córdoba, que se quedó afuera del Torneo Reducido por el segundo ascenso apenas por un punto. De todo el plantel, el más destacado fue Fernando Galetto, a quien Talleres enseguida lo apuntó como uno de sus refuerzos: “Me pidió el Pato Pastoriza, que era el entrenador. Tenía una enorme personalidad, mucha calle, carismático y llegada con los jugadores, por lo que sabía llevar muy bien al grupo. Llevaba el fútbol en la sangre y era una gran persona. Me sumé a un buen plantel en el que, entre otros, estaban Mario Bevilacqua y el Tanque Keing. Me encontré con un mundo distinto al jugar en Primera. El problema fue que tuvimos la espada del descenso sobre la cabeza todo el tiempo por el arrastre del promedio de las temporadas anteriores y teníamos que hacer casi una campaña como para pelear el título para salvarnos. Era una mochila pesada y terminamos descendiendo, con un recordado partido con River en el estadio Mario Kempes, con Javier Castrilli como árbitro, que fue un escándalo”.
Galetto hace un análisis interesante, poniendo el foco sobre algo de lo que poco se habla en general y es como atraviesa el jugador su vida cotidiana, cuando está en una situación de tanta tensión: “Seguí viviendo en mi pueblo, donde la mayoría eran muy futboleros y querían hablar todos los días. Para mí era muy duro, porque la rueda no paraba nunca. Tenía que organizar bien mis tiempos para poder estar un rato tranquilo, porque quizás cruzaba la calle para hacer una compra, y te encontrabas con un conocido que enseguida te sacaba el tema, que para mí era complejo por la situación que estábamos atravesando. No era que la gente tuviera mala onda, todo lo contrario, pero enseguida salía la cuestión de qué era lo que pasaba, porque Talleres estaba así, etcétera. Me rompía la cabeza tener que estar dando explicaciones, porque no podía dar vuelta la cara, ya que era un pueblo donde nos conocíamos desde siempre. Mi vida era sencilla, de ir al bar a jugar a las cartas y tuve que dejar de hacerlo, porque, cuando llegaba, ¿de qué iba a hablar, de tenis? (risas). No, se hablaba de fútbol”.
El barco de Talleres había naufragado en medio de desmanejos dirigenciales y un promedio que asfixió hasta el final. Sin embargo, allí sobrevivió Fernando Galetto, cuya clase para manejarse con la pelota fue vista mucho más allá de Córdoba: “A mediados del 93 llegué a Lanús, donde estaba como técnico Miguel Ángel Russo, quien, en una charla, me comentó que me venían siguiendo desde que nos habíamos enfrentado dos años antes en el Nacional B. Me encontré con una institución ordenada y seria, en medio de un mundo completamente distinto para mí, como era tener que vivir en un monstruo como Buenos Aires (risas). No fue sencillo al principio, cuando más de una vez te preguntás ‘¿qué hago acá?’. En lo deportivo fue espectacular, con el agregado de que, en ese primer torneo, el Apertura, hicimos una gran campaña, con compañeros con los que armamos un equipazo como Néstor Fabbri, Gabriel Schurrer, Marcelo Ojeda en el arco, un goleador letal como el Pampa Gambier. Peleamos el título y para mí significó el otro extremo, tras lo que había ocurrido con Talleres”.
Al concluir esa temporada, en la que Fernando se destacó como uno de los mejores en el siempre competitivo puesto de volante central, volvió a subir un peldaño más en la imaginaria escalera de su trayectoria, cuando un grande asomó para contratarlo: “Llegar a San Lorenzo fue un salto enorme y maravilloso. Enseguida sentí la presión de una institución que llevaba 20 años sin poder salir campeón. Formé parte de un equipo inolvidable, que en el primer torneo que disputó, el Apertura 94, tuvo buenas actuaciones, pero el título quedó para el River que dirigía el Tolo Gallego, que se consagró invicto. Tuve la suerte de hacer un gol en el primer clásico que jugué y que, además, nos dio la victoria en cancha de Huracán. Y de zurda, por lo que todavía me cargan los muchachos (risas). Fue una bendición, porque sinceramente, me la saqué de encima con esa pierna y la clavé al lado del palo. Éramos conscientes de que estábamos cerca y se nos dio en el siguiente”.
Ese Clausura de 1995 fue una de las conquistas más celebradas por una hinchada en la historia contemporánea del fútbol argentino. Una pátina amarillenta decoraba las hojas del último título de San Lorenzo, allá por 1974. En el medio, no solo habían transcurrido 21 años, sino la pérdida del histórico Gasómetro de Avenida La Plata y el doloroso descenso. Pero allí estaba la fidelidad de esa gente que no aflojó nunca, convirtiéndose en un puntal: “Ese domingo que salimos campeones en la cancha de Rosario Central me sigue emocionando por muchas cosas, como el recuerdo de ver la enorme cantidad de gente que nos acompañó. Había tensión en la previa, que se fue aflojando un poco cuando arrancó. El Cabezón Ruggeri les gritaba a los delanteros rivales “dejen de correr y de picar que me van a volver loco” (risas). Tuvimos un penal a favor que Javier Netto tiró por sobre el travesaño y allí fue imposible no pensar en lo que hacía sucedido el torneo anterior, cuando estuvimos muy cerca y se nos escapó. Sin embargo, estábamos convencidos, muy fuertes de la cabeza y le seguimos dando para adelante, hasta que llegó el gol del Gallego González que nos dio el título, sumado a la derrota de Gimnasia en su cancha contra Independiente. Recuerdo que Tinelli se metió en la cancha y detrás de él, una multitud. De la emoción no tengo más imágenes, hasta la siguiente, que es estar casi desnudo en los hombros de una persona que no conocía, dando la vuelta olímpica. Un plus que tuvimos fue que Tinelli hacía un programa que veía todo el mundo y él arengaba sin parar. Se dio una suma de cosas que hicieron de ese Clausura 95 algo inolvidable. Hasta el día de hoy, muchos hinchas de otros clubes, todavía me lo recuerdan. Soy un agradecido de la vida por haber podido ser parte de ese momento”.
Un hombre de la casa, identificado con los colores como pocos en la historia, como el Bambino Veira, fue mucho más que el entrenador que le devolvió la gloria a Boedo. Los simpatizantes lo sentían así y los jugadores también: “Era una cosa de locos, un divino total al que siempre recuerdo con una sonrisa. Un gran personaje, del estilo de Pastoriza o del Coco Basile, con los códigos bien entendidos. En sus vidas habían hecho de todo y por eso sabían manejar a la perfección a un plantel. El Bambino fue un monstruo con el que vivimos miles de anécdotas, pero a mí me quedó marcada una: fue en un entrenamiento en el Nuevo Gasómetro, donde él se fue a sentarse solo en la platea descubierta. La noche anterior me había juntado con unos amigos para jugar a las cartas y tenía un mañana inolvidable, pesado, parado, sin reacción (risas). No me salía nada de nada, hasta que un momento paró la práctica y desde allá gritó con su voz inconfundible: “¡Galetto: estás en un cumpleaños!”. Con el estadio vacío, retumbó muchísimo y me puse colorado (risas). Era un motivador extraordinario, que sabía cambiar el curso de un partido en el entretiempo, con el conocido sistema de tirar cinco toallones en el suelo del vestuario para marcarnos las posiciones. Estábamos convencidos y creíamos en él”.
Su rendimiento en alza fue incesante, desde aquel debut con la camiseta de Racing de Córdoba, llegando a lo más alto con la consagración en San Lorenzo. Daniel Passarella llevaba un año como director técnico de la Selección y posó sus ojos en él en el inolvidable 1995: “Sentía que venía andando bien y hacia fin de año me llegó la citación para disputar un amistoso contra Venezuela en Mendoza, con mayoría de futbolistas del medio local. Fue una experiencia única y hermosa, porque ponerse esa camiseta es el sueño del pibe. Fui muy feliz en esa etapa, porque tuve otras convocatorias con Passarella, que conmigo fue muy piola. Enseguida me di cuenta de su personalidad y que era correcto en el sentido de que cuando había que trabajar se lo hacía a full y lo mismo cuando era el momento de la distensión, cuando se sumaba con nosotros a la charla o jugar a las cartas. Bajaba clara su línea de pensamiento”.
Como si no hubiesen sido suficientes todas las emociones que atravesó Fernando Galetto en 1995, hubo otra más que lo sacudió, tanto en lo personal como en lo profesional y fue el hecho que tener que enfrentar, y marcar, a Diego Armando Maradona en su regreso a Boca Juniors: “Fue algo maravilloso. A los pocos días de su vuelta al fútbol, fuimos a La Bombonera, que reventaba. Era un showman con ese mechón amarillo en el pelo. En la previa pensaba: ‘Sonamos ¿Qué hago con él?’ (risas). Recuerdo que me hizo un caño como a tres metros de distancia. Pensé que iba a dar un pase y quedé ahí, con las rodillas que se chocaban (risas). Nunca fui de pegar, aunque ese día lo raspé un poquito y me gritaba ‘pará, Galetto, pará', y le respondía ‘¿qué querés que haga, como querés que te frene?’. Suerte que los fotógrafos sacaron un montón esa tarde, donde se me ve con él, porque no le quise pedir una antes de empezar, para no molestarlo, pero pasados los años me arrepentí. Era un fuera de serie. No sé si en ese momento tomé dimensión exacta de lo que estaba viviendo, por la vorágine en la que estamos inmersos. Siento que fui un privilegiado”.
Aquel equipo tan ensamblado de San Lorenzo, llegó hasta los cuartos de final de la Copa Libertadores 1996, cayendo ante River Plate, que luego sería el campeón. Como una cuestión lógica, luego el rendimiento comenzó a mermar y la ida de Veira dejó un poco huérfano al plantel. Pasaron varios entrenadores, pero nunca el nivel regresó a aquellos días gloriosos. A mediados de 1999, el tiempo del éxodo también le llegó a Galetto: “Me llegó la oferta para ir al Panathinaikos de Grecia y sinceramente, al principio fue muy duro, por sobre todo por el tema del idioma, porque no entendía nada. Era muy cruel pasar varios días sin poder hablar con nadie. Aprendí griego como los indios (risas), como cuando veíamos las películas ‘yo, querer, fruta’. Algo así. Estaba muy perdido y pensaba ‘¿quién me mandó a estar acá?’. Con el tiempo, me enteré que quien me había llevado fue el presidente y dueño del club, el técnico nunca dio el ok. Me puso en los primeros partidos y en cuanto pudo, me mandó al banco. Quizás actuaba en la Copa de Grecia, pero sin continuidad. A los seis meses me quería volver, pero lentamente me acostumbré, gracias a la pasión que le ponen los griegos al fútbol, en ese sentido, muy parecidos a nosotros. Luego tuve la chance de disputar la Champions League, que fue una experiencia única en todo sentido”.
El contrato con Panathinaikos concluyó a los tres años y con el pase en su poder, Fernando comenzó a analizar distintas posibilidades, hasta que se decidió por un destino exótico con inesperado final: “Me junté en un hotel de Atenas con un empresario para ir a Chipre. Arreglamos todos los detalles, que dejamos escritos y firmados en una hoja, para que lo presentara en la comisión directiva. Me vine para Argentina y mi representante me comentó que el Profe Córdoba, a quien conocía de los tiempos en los que era preparador físico de Miguel Russo, me quería llevar a Lanús. Fue una idea que me sedujo, porque cada vez que venía de vacaciones, me costaba mucho regresar. El tema fue que se armó un gran lío, ya que vino un hombre desde Chipre a decirme que estaba todo arreglado con ellos, cuando lo único que había hecho era firmar un papel del hotel. Fue un lío infernal que logró destrabarse. Como no había tenido gran continuidad en Grecia, lo pagué caro en nuestro fútbol, porque me faltaba ritmo. En Lanús tenía contrato de cuatro años y a los seis meses rescindí. Se había trabado la rueda y Buenos Aires, en ese 2002, ardía por todos lados. No lo estábamos pasando bien con mi mujer, nos vinimos a Córdoba y decidí no jugar más”.
Se habían terminado las ganas. Ese motor invisible dijo basta en la mente de Fernando, que se instaló en su pueblo, Sin embargo, hizo un intento de regreso, en Racing de Córdoba, por insistencia del Diablo Monserrat, que actuaba allí, pero apenas fueron un puñado de partidos en la temporada 2004/05 de la B Nacional. A partir de allí llegó la nueva vida, más apegada a la familia, con su esposa María José y sus hijos Guadalupe, Juan Pablo y Luisina. Pero ya se estaba preparando para el día después: “Siempre estuvo la idea de tener campos como inversión mientras jugaba, buscando un futuro lo más seguro posible. Al tiempo que yo estaba en actividad, mi papá buscaba algún campo. El primero fue en la localidad de Bandera en la Santiago del Estero, que lo tuvimos por espacio de dos años, hasta que lo vendimos y compramos el actual, a siete kilómetros de la ciudad de Monte Cristo. No había en nosotros una tradición al respecto, porque mi viejo trabajaba con la hacienda, pero no en la tierra, por eso es que le apuntamos a una inversión segura. Desde un principio tuvimos cría de animales, fundamentalmente chanchos, pero sin una gran producción, es algo más pequeño y casero. En la actualidad todo el terreno está arrendado y han quedado unas cinco hectáreas con parque, donde tenemos el casco. Al principio iba mucho más y ahora lo hago menos, solo si me necesitan para algo puntal. Es un lugar hermoso, como un cable a tierra que disfruto mucho con la familia, porque allí también hicimos el cumpleaños de 15 de mi hija”.
El vicio de la número cinco lo despunta con amigos en el club San Martín disputado el torneo de la UCFA (Unión Cordobesa de Fútbol Amateur), aunque sin mirar mucho fútbol (“poco y nada por televisión”). Así disfruta sus días Fernando Galetto, en su amado pueblo de Monte Cristo. Ese que ayudó al mote que le sentaba a la perfección, porque con su juego atildado y de buen trato de pelota, fue un indiscutible Conde de la mitad de la cancha.
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