“El esfuerzo que hicimos es para todos ustedes. Esperemos ahora la final con tranquilidad. Espero personalmente haberlos hecho felices a todos”. Con esas breves, simples y sentidas palabras, Diego Armando Maradona cerró la entrevista que le hicieron para la transmisión internacional, apenas terminado el partido, en las entrañas de su casa, como lo era el estadio San Paolo de Nápoles, que ahora lleva su nombre. Quizás, hayan sido pocos los que lo pudieron ver y escuchar en Argentina, porque la gran mayoría ya había salido de las casas en aquel anochecer del martes 3 de julio de 1990, para festejar que el equipo dirigido por Carlos Salvador Bilardo, para sorpresa de muchos, dejó en el camino a Italia y se clasificó por segunda edición consecutiva, a la final de la Copa del Mundo
Esa nota había comenzado de manera muy particular, porque Diego llevó adelante un gesto en sintonía con el sentimiento de todo un país. Sergio Goycochea terminó de responder ante el cronista y el 10 se acercó hasta esa posición, saludó al arquero con un fuerte apretón de manos y luego besó su puño derecho, como lo hubiesen querido todos los que siguieron ese partido emocionante y frenético.
Y esos guantes, que parecían mágicos, condujeron a la gloria. Sería lógico pensar que Goyco los tiene guardados como el tesoro que son, pero la respuesta es no y la explicación la da él mismo: “Antes de Italia vino a verme Adrián Paenza y me dijo: “El partido va a terminar empatado, vamos a ir a alargue y la cosa va seguir igual. En la definición por penales se va a repetir lo de Yugoslavia: vas a atajar dos y por eso, vas a poner a Argentina en la final”. Yo lo miraba incrédulo y siguió: “Si esto sucede, me vas a regalar los guantes”. La historia fue exactamente así y cuando terminó todo, que fue una locura con los festejos, al llegar a la boca del túnel, estaba Adrián esperándome. Por supuesto, me los saqué y se los di”.
La transmisión batió récords de audiencia, ya que ese Mundial solo se vio por la pantalla de ATC. Cuatro periodistas en Italia (Marcelo Araujo, Julio Ricardo Adrián Paenza y Humberto Biondi), apoyados desde los estudios de Figueroa Alcorta y Tagle, por un grupo de colegas, entre los que se destacó Carlos Barulich, por su apoyo a la selección desde la derrota con Camerún. Así lo recuerda: “Al terminar el partido debut, noté que en el canal estaban todos como muertos, entonces empecé a decir al aire que eso no podía ser, que éramos los campeones y que íbamos a llegar a la final. A medida que se avanzaba en el torneo, fue una locura. Por esos días fui a comprar un repuesto para el auto en la zona de Córdoba y Pueyrredón y no me dejaron pagarlo: ‘¿Cómo te voy a cobrar a vos, que sos el tipo de la buena onda?’, me dijo el dueño. Cuando terminaron los penales con Italia, se juntaron muchas personas en la puerta del canal, pidiendo que yo saliese y, cuando lo hice, me llevaron en andas como media cuadra. Increíble. Quedó registrado ese día con una marca de 72 puntos de rating, pero en su momento nos habían dicho que llegó a 94 y es posible. Todo el país estaba frente a la pantalla”.
El sorteo, realizado el sábado 9 de diciembre de 1989 en Roma, había determinado que el partido número 49, la primera de las semifinales, tuviera como sede la ciudad de Nápoles. Nadie podía suponer que allí se daría ese choque, entre la selección local y el campeón defensor, que tenía como líder, al hijo dilecto de la ciudad, que lo había llevado a tocar el inesperado cielo de ganar el torneo local en dos ocasiones. La lógica, esa impostora que suele inmiscuirse en los asuntos del fútbol, indicaba que ambos, de ganar sus respectivos grupos, debían verse las caras recién la final.
Arribaron a ese encuentro con recorridos bien distintos. Italia había ganado sus cinco partidos, sin recibir ningún gol en contra. Igualmente, era mejor en los números que en el juego. Argentina, por su lado, con sufrimiento, había ganados dos, empatados dos y perdido en el debut ante Camerún, contando con varios jugadores que actuaron lesionados o en recuperación de diversas dolencias. Para los locales los cuartos de final fueron tranquilos, con un 1-0 frente a Irlanda, con gol de su inefable artillero, Salvatore Schillaci. Para el cuadro de Bilardo, durísimos 120 minutos con Yugoslavia y victoria por penales, gracias a las manos de Goycochea y recuperándose del golpe que significó que el arquero rival le atajara el suyo a Diego Maradona.
Italia no deslumbraba, pero era un equipo sólido. Para Juan Simón, aquel fue el encuentro más destacado de la selección en la Copa del Mundo: “Fue el mejor partidos de todos y el que salió más claro con lo que había planificado Bilardo, con una cuestión clave: ellos atacaban con dos volantes por afuera, que eran Donadoni y De Nápoli, y él les puso encima a Calderón por la derecha y a Olarticoechea por la izquierda, para jugarles mano a mano, pero con la ventaja de que cuando nosotros recuperábamos la pelota, ellos se tiraban para adentro y, como los italianos no los seguían, teníamos superioridad numérica por el medio. Y se dio exactamente de esa forma”.
Al salir a la cancha se produjo un hecho excepcional en la historia de los Mundiales, ya que Argentina e Italia se enfrentaron en cinco ediciones consecutivas del torneo, en forma ininterrumpida desde Alemania ‘74. El cuadro nacional tenía nada menos que a siete de sus titulares al límite de tarjetas amarillas: Maradona, Goycochea, Serrizuela, Simón, Giusti, Caniggia y Olarticoechea. Había una gran expectativa por saber que iba a ocurrir al sonar el himno argentino, ya que había sido estruendosamente silbado en Milan y Torino, como reprobación a Maradona. En Nápoles, otra fue la historia. Hubo respeto y Diego lo agradeció en el momento, asintiendo con la cabeza.
Los primeros minutos fueron como quería Argentina, con mucha pelea en la mitad de la cancha y casi nula llegada a los arcos, hasta que a los 17, Salvatore Schillaci le hizo honor a su nombre y puso a salvo a un equipo desorientado, con un típico gol de rebotero, aunque con algunas cuestiones dudosas, como lo recuerda Juan Simón: “Casi no nos habían creado situaciones, porque los teníamos controlados. En el gol de ellos, donde yo me equivoco porque salgo mal, es justo decir que Schillaci estaba en posición adelantada”.
Fue de las escasas participaciones productivas de ese atacante sin mayores virtudes con la pelota en los pies, y que tuvo a todos los planetas alineados en ese mes. Quedó más de 10 veces en offside en aquel cotejo, algo planificado por el cuadro nacional, como lo evoca Simón: “Con respecto al tema Schillaci era algo natural porque yo estaba acostumbrado a jugar tratando de dejar al delantero en posición adelantada y en ese caso fue más fácil aún, porque yo actuaba como líbero, ya que era quien debía dar el paso hacia adelante, a diferencia de cuando se hace en zona, que deben ser los cuatro coordinados. Esa noche lo pude manejar sin problemas”.
En su biografía oficial “Yo soy el Diego de la gente”, Maradona se refirió a aquel partido y a ese momento en particular: “La verdad, pocas veces habíamos salido tan tranquilos a jugar un partido en todo el torneo. Tal vez porque acá sí que nadie nos daba como candidatos o quizá porque Italia era muy clarita tácticamente: sabíamos por donde entrarle. Totó Schillaci nos metió el primer gol. No me preocupé para nada, en serio. Me acerqué a Caniggia y le dije: ´'Tranquilo, Cani, seguimos igual”.
Y así fue. Argentina continuó de la misma manera, pero adelantándose unos metros en el campo y complicando al adversario con la permanente movilidad de sus volantes. Al observar nuevamente el cotejo completo, vale el reconocimiento para el excelente rendimiento que tuvieron Ricardo Giusti y Julio Olarticoechea, en la que fue la despedida de ambos con la camiseta nacional, ya que no disputaron la final por expulsión y acumulación de amarillas, respectivamente. Dos hombres fundamentales en el ciclo de Bilardo, que no perdieron ninguno de los 12 partidos que disputaron en Copas del Mundo.
En el segundo tiempo creció Argentina. Pudo empatar en una brillante habilitación de Burruchaga a Caniggia, quien fue trabado justo por un zaguero, o un remate de Olarticoechea, desviado por el arquero. Pero la merecida igualdad llegó a los 22 minutos, como lo recuerda el propio Vasco: “La del gol fue una linda jugada, porque primero pasé y como quedaba en offside, volví. Diego me vio, porque siempre te veía (risas), me dio el pase perfecto, hice la pausa para la diagonal de Caniggia se la tiré medio flotada para que le cayera en la cabeza y fue el delirio”. Cani se había debatido la noche entera casi en soledad contra toda la defensa italiana, a la espera de su oportunidad, la que llegó en ese instante sublime y eterno, que terminó con el invicto del arquero Walter Zenga. El Pájaro se inscribió para siempre en esa Copa del Mundo como jugador de selección y autor de dos de los goles más gritados de la historia celeste y blanca: éste y el que le marcó a Brasil.
También fue el protagonista del último hecho destacado de los 90 minutos reglamentarios, cuando tocó en forma inocente una pelota con la mano en el círculo central, recibiendo la segunda tarjeta amarilla que lo dejó fuera de la final. Años después, recordó una particular situación: “En el momento que me amonestaron fue de una gran angustia. Por dos minutos estuve muy mal, pensando: ‘Si ganamos no puedo jugar la final’. ¿Es así? ¿Es verdad? No lo podía creer, quizás haya una chance, no sé cómo. En la concentración hablé con Grondona y le dije: ‘Julio, tiene que hacer algo acá, no puedo jugar la final, algo hay que hacer’. Lo cierto es que no había nada por hacer y Argentina cruzó con luz amarilla el límite entre la semi y la final, porque fue una ausencia muy notoria.
El 1-1 final envió el partido al alargue y su polémico primer tiempo por dos motivos: nunca se repitió por televisión la infracción por la que fue expulsado Ricardo Giusti y al árbitro francés Michel Vautrot pareció detenérsele el reloj, porque en lugar de 15 minutos hizo jugar 23. El segundo tiempo fue cuesta arriba para Argentina, con un hombre menos y el cansancio acumulado, pero logró sacarlo adelante y llegar a los penales.
Hubo una gran efectividad en los primeros seis, que fueron convertidos por Baresi, Serrizuela, Baggio, Burruchaga, De Agostini y Olarticoechea, quien estuvo en la lista de forma inesperada, como el mismo lo recuerda: “Bilardo me sorprendió al elegirme para el tercer penal, creo que por la confianza de haber terminado jugando bien. Que quede claro que no pateé la tierra (risas), se levantó el polvo de la marca del punto penal y por suerte fue gol. Creo que si lo erraba me moría ahí de un ataque al corazón (risas)”.
El siguiente fue responsabilidad de Roberto Donadoni. Y allí se vivió un increíble momento en la transmisión de televisión que ATC emitía a todo el país. En un primer plano de Goycochea, el relator Marcelo Araujo preguntó: “¿Para cuándo Sergio?” y como si el arquero lo hubiese escuchado, mirando a la cámara, asientió con un movimiento de cabeza. Segundos más tarde, al arrojarse sobre su izquierda y detener el disparo, comenzaba a ingresar en la leyenda. A continuación, fue el turno de Maradona. Era una prueba para saber si a él, como a los tres compañeros que lo precedieron en la ejecución, lo silbarían. Buena parte del estadio San Paolo sí lo hizo, aunque no en forma estruendosa. Diego la colocó con calidad y el 4-3 dejó a Argentina al borde de la final.
Con gesto nervioso fue caminando desde el círculo central Aldo Serena, con la responsabilidad de mantener con vida a Italia. No era un especialista y estaba preocupado. La cara opuesta de la moneda era Goyco: “Yo estaba muy tranquilo. Cuando Serena se paró frente a la pelota, analicé que un jugador de su tamaño y que no era muy técnico, iba a cruzar el remate, y lo fui a buscar hacia ese lado”. Y allí quedó el balón, detenido por el cuerpo del arquero argentino, que salió corriendo en forma frenética rumbo al círculo central, agitando su puño derecho, para abrazarse con sus compañeros.
Tras los festejos interminables en el campo de juego, llegó la hora de continuar la alegría en los vestuarios, como lo describió Maradona en su libro: “Era tanta la felicidad que no nos dábamos cuenta de nada, ni siquiera de que por suspensiones nos quedábamos sin Olarticoechea, Batista, Giusti, ni Caniggia para la final. Es el día de hoy que pienso que no teníamos rival con él entre los once. Allí estábamos felices como nadie, pese a todo. Nosotros, los zaparrastrosos, la banda, los lesionados, los perseguidos, habíamos llegado a la final, estábamos en el partido decisivo de un Mundial por segunda vez consecutiva”.
Una semi que tuvo todos los condimentos de una final. Marcó el cierre de la historia de varios campeones con la camiseta nacional, pero también la consagración definitiva de Caniggia y Goycochea, dos casos particulares, de futbolistas más identificados con la Selección que con un club. Gran parte de eso, fue logrado en una inolvidable noche de Nápoles, que fue fiesta interminable en las calles de todas las ciudades argentinas.
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