La nobleza del deporte y el primer fracaso de Hitler

La final olímpica de salto en largo en Berlín 1936 dejó una huella que podría inspirar para solucionar conflictos ajenos al deporte

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Los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 tuvieron un héroe incomparable, una película maldita y una de las más maravillosas e inspiradoras historias de rivalidad y amistad. El héroe fue Jesse Owens, norteamericano, hijo de esclavos instalados en una granja algodonera de Alabama y ganador de 100 y 200 metros llanos, posta 4x100 y salto en largo. Owens fue el enemigo de cabecera de Adolf Hitler quien pretendía fortalecer la siniestra teoría de la superioridad aria a través de “sus” Juegos Olímpicos. Difícil digerir, entonces, tanta gloria para un atleta negro. Nada demasiado distinto de lo que le sucedió a Owens de regreso a casa cuando, tiempo después de ser recibido con una caravana por las calles de Manhattan tuvo que ganarse el pan hasta corriendo carreras contra caballos.

La película maldita fue Olympia, una obra maestra audiovisual como jamás vio este tipo de competencia. No pasó antes, no pasó entonces, no pasó después. Son algo más de tres horas en blanco y negro durante las que no hay límite en la búsqueda de planos para celebrar la excelencia de los mejores atletas del mundo. Maldita porque su directora, la extraordinaria Leni Rifenstahl, fue considerada como la cineasta favorita de Hitler. Para ser justos, Leni puso tanto esmero en aquella pieza antológica como en las filmaciones que hizo para honrar varias celebraciones del Partido Nacional Socialista.

El hito marcado por Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 se adaptó al cine. (Focus Features)
El hito marcado por Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 se adaptó al cine. (Focus Features)

Del enunciado queda, finalmente, eso de la entrañable rivalidad.

Reyes sin corona. Campeones morales. Héroes anónimos.

Llamémoslos como queramos, la historia del deporte en general y del olimpismo en particular está plagada de figuras que no necesitaron ser ganadores para dejar una huella indeleble. No solo no necesitaron una medalla dorada. A veces, ni siquiera precisaron subirse al podio para desmentir a aquellos que insisten en que solo importa ser primero, que de los segundos nadie se acuerda.

Luz Long, alemán, campeón europeo en salto en largo en 1935, fue uno de esos íconos que hizo por el deporte mucho más que ganar un título que, finalmente, quedó en manos de otro.

Enfrente, Owens, quien ya se había consagrado campeón en los 100 metros cuando el 4 de agosto de 1936 se encontraron frente al cajón de arena del estadio Olímpico.

En el palco presidencial, cuya estructura se mantuvo sin modificaciones hasta la actualidad casi como para que nadie se olvide del lado oscuro del pasado, Hitler atestiguaba hiperquinético el desarrollo de una prueba que, para sus nefastas pretensiones de hegemonía racial, pasaba a ser clave.

Era fácil advertir que Long cumplía con todos los requisitos estéticos de aquel delirio que, tristemente, trascendiera la locura supremacista mucho más allá del deporte. Alto, musculoso, rubio y de ojos claros representaba algo así como el identikit del ario perfecto imaginario de Hitler, características que no eran justamente las del responsable principal de la mayor tragedia humanitaria que registre nuestra historia.

Como sucede en la actualidad, la prueba constaba de una fase clasificatoria y una final. A diferencia de la actualidad, no fueron 12 los atletas que superaron la primera selección sino todos los que superasen los 7m15 –lo lograron 16 competidores-, hubo una instancia semifinal y solo seis competidores realizaron los tres saltos finales de la competencia realizada íntegramente el 4 de agosto. Detalle no menor: además de los nueve saltos, Owens corrió ese mismo día la primera rueda y las semifinales de los 200 metros, competencia que ganaría al día siguiente.

Pasados los dos primeros saltos de la etapa eliminatoria, Owens figuraba sin marca. Los árbitros locales le habían castigado con dos nulos. Si bien no tengo registro de que exista un testimonio audiovisual que lo corrobore, algunas crónicas de la época aseguran que en ninguno de los dos casos el norteamericano había pisado la tabla más allá del límite permitido. Otras crónicas aseguran que, ante tal circunstancia, fue el propio Long quien le sugirió a Owens que marcara con su buzo de entrenamiento una posición de salto lo suficientemente lejos de la tabla como para que nadie se atreviera a castigarlo habida cuenta de que la marca exigida era casi un metro más corta que el récord mundial que Jesse había logrado un año atrás en Ann Arbor, Michigan.

En efecto, pese a la presión y el desconcierto –difícil imaginar que te hicieran trampa en un juego olímpico y frente a una multitud- Owens pasó de rueda con un registro de 7m64, el mejor de la jornada.

La final dejó rápidamente en claro que se trataba de un asunto de dos. Owens estuvo siempre al frente y en la tercera rueda superó el récord olímpico con una marca de 7m87. Long lo sorprendió igualado el registro en un quinto intento y pasó al frente en el desempate gracias a que su salto previo de 7m84 había sido el segundo mejor de la final. De inmediato, Owens salto 7m94, Long cerró su actuación con un nulo y, en la sexta etapa, el campeón se consagró con una extraordinaria marca de 8m06.

Más allá de la incuestionable excelencia deportiva de esta final, el valor agregado y, seguramente, el recuerdo más poderoso son los de la imagen de Long siendo el primero en felicitar a Owens y llevarlo con el brazo alzado en señal de triunfo frente a un público alemán que, según la leyenda, se sumó al coro de “Owens, Owens, Owens” que inició el propio atleta alemán. Todo delante de Hitler, quien no lograba ocultar su indignación ante una nueva victoria frente a sus narices de un atleta negro. Todavía no sabía que a su disgusto de faltaba dos capítulos: en los días siguientes, el norteamericano sumaría los 200 y la posta 4x100 para sellar el récord de cuatro doradas en el mismo torneo.

Ese 4 de agosto, además, nació una amistad poderosa, sostenida en un constante cruce epistolar entre Jesse y Luz.

Luz Long y Jesse Owens
Luz Long y Jesse Owens

El 10 de julio de 1943, Long, miembro de la Wehrmacht en acción durante la invasión a Sicilia, fue herido durante la batalla de Biscari-Santo Pietro y falleció cuatro días más tarde en un hospital de campaña de las tropas británicas.

En su última carta, le pidió a Owens que se contactara con su hijo Karl. “Quiero que le cuentes cómo eran las cosas en otros tiempos, cuando no nos separaba la guerra; quiero decir, que sepa que distintas pueden ser las cosas entre los hombres”, concluyó.

Y Owens no solo cumplió con el pedido sino que coprotagonizó con el hijo de su rival-amigo el precioso documental Jesse Owens returns to Berlín.

Para la historia quedarán el momento en el que se decidió ponerle el nombre del campeón a una de las avenidas cercanas al coliseo berlinés y las carreras contra caballos con las que Owens tuvo que ganarse el pan habida cuenta de lo rápido que se olvidaron de su epopeya.

También, una reflexión de Owens que lo sintetiza todo. “Tuvo mucho coraje al confraternizar conmigo enfrente de Hitler. Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long en aquel momento”.

En los últimos meses hubo varios casos de tenistas ucranianas que no saludaron después del partido a sus rivales de Rusia y Bielorrusia. Y las criticaron duramente en las declaraciones posteriores. Nadie debería poner en duda el grado de sufrimiento que deben sentir estas chicas mientras van destruyendo su país y asesinando a sus compatriotas. Sin embargo, ninguna de sus rivales se expresó en favor de Putin ni de la invasión. Más que eso. Alguna de ellas se manifestó claramente en contra y repudió la decisión del jefe de gobierno de su país, con el riesgo que sabemos eso puede representar. Ninguna medida que se tome al respecto sería totalmente justa. Y el deporte está cada vez más entreverado en la encrucijada. Ni que hablar cuando lleguemos a París 2024.

Como la Guerra misma, difícilmente el deporte encuentre la medida justa para semejante despropósito.

Quien sabe si la leyenda de un alemán alto, rubio y de ojos celestes honrando el triunfo de un rival norteamericano y negro delante del mismísimo Hitler, sin medir las consecuencias, no podría ser una fuente de inspiración. O, al menos, un recordatorio: difícilmente los políticos, dentro del deporte y fuera de él, sean capaces o tengan la intención de buscar una solución adecuada.

Tal vez sea el momento de que sean los mismos deportistas quienes se hagan cargo del tema y sepan ver la diferencia entre querer saltar más alto, correr más rápido o ser más fuerte y aniquilar al de al lado por una demente y siniestra ambición de poder.

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