Sentado en su mesita de siempre en un porteñísimo y cálido bar de la ciudad, hace unos días Alfredo Hugo Rojas, para todos simplemente el Tanque, saludó a un hincha de River con la siguiente pregunta: “¿Decime una cosa, tu equipo ya ascendió a Primera?”.
Al Tanque no le faltaba humor y aún más una ironía bonachona y sagaz. Con un aire solo aparentemente serio, por la mañana muy temprano desayunaba en el concurridísimo Bar El Socorro frente a la Iglesia de ese mismo nombre en pleno barrio de Retiro. Allí no paraba de saludar a los tantos hinchas –a veces fanáticos, otras sólo amantes del fútbol– que lo conocían: o se acordaban de él y sus goles o bien (los más jóvenes) sabían de su fama que arrastraba desde los lejanísimos años ‘60.
Con la mirada siempre atenta a quien entraba y salía del local, el Tanque respiraba fútbol en su quintaesencia y mil salsas. Tenía una larga lista de recuerdos que iban desde lo técnico y lo táctico, los equipos y las individualidades hasta lo nacional y lo internacional (el fútbol europeo, el de Brasil, Uruguay, Chile), sin olvidar a la Selección y los seleccionados de otros países.
Se definía más como “un gran cabeceador” que como “un gran jugador”. Parado en una punta del café, en una ocasión se le ocurrió hacer un ejemplo lo más concreto posible sobre sus poderosos cabezazos, virtud que no escondía: “Ves esas mesas que están ahí, ahora mirá a la señora con sombrerito sentada al fondo. Bueno, supongamos que me tirás un centro desde afuera del bar y yo lo cabeceo: te aseguro que le doy en pleno... pobre señora!”. Una descripción que, como tantas otras, lograba convertir en un mini-relato: el café transformado en un estadio, una anciana con sombrero en el medio del área chica, la fantasía sumada a la magia de una cancha.
A veces daba la sensación de ‘interrogar’ a sus interlocutores de toda edad y militancia futbolera que se sentaban frente a él con vista panorámica sobre Juncal: lanzaba una pregunta y esperaba la respuesta, que muchas veces complementaba y varias otras criticaba. Ejemplo: “¿Cuánto tarda una pelota para llegar desde la esquina del córner al área? Y sobre todo, respondéme: ¿Sabés el trabajo –así le decía, “trabajo”– que tenía que hacer un 9 como yo en esa fracción de tiempo para engañar al arquero, escapar de los defensores e intentar meterla adentro... lo entendés, te queda claro?”.
Como todo buen atacante, el Tanque sabía de defensores. ¿Los mejores en ese puesto? “Los italianos, en mi época Facchetti, Burgnich y no sólo, mamma mia…”, sin olvidar a los alemanes. “Poco importa si son defensores o atacantes, desde siempre Alemania tiene jugadores tácticos más que a figuras, con una excepción: Beckenbauer. No son habilidosos, ahora si hablamos de potencia física y temperamento son como un robot modelo Terminator”.
Uno de sus recuerdos preferidos era el mundial del 1958 en Suecia. “Obviamente hablamos de otros tiempos, yo tenía 20 años y todavía no era profesional. Salí de mi casa, tomé un colectivo y llegué a Ezeiza donde junto a mis compañeros nos embarcamos para Europa. El avión bailaba como loco y estábamos apretados, más que un vuelo parecía un tren. Además, hicimos varios cambios de aparato y escalas, Montevideo, San Pablo, Recife, Lisboa, Madrid, Roma, Dinamarca, por fin Suecia”. ¿Y el gran Pelé? “Lo ví jugar la primera vez cuando él tenía 18 años, qué se puede decir.. nos quedamos mudos, otro planeta. Hablando de Suecia me acuerdo también que las chicas eran todas rubias”.
Aunque no era obsesivo, conversando con el Tanque casi siempre se terminaba hablando de Boca, todos los caminos llevaban a su club del alma, sin importar el ‘cuando’ de los equipos: los de antes de ayer (sus tiempos), los del pasado reciente (por ej., el período de Palermo) o los de hoy día. No le gustaba en cambio que en el seleccionado jugasen tantos “extranjeros”; con el tema de la legión argentina que milita en los clubes europeos no había vuelta, era muy insistente.
Hablaba muy a menudo de su madre. Durante sus años en España nunca dejó de acordarse de ella, incluso durante las largas travesías cuando su equipo (primero el Celta Vigo luego el Betis) jugaba de visitante a lo largo y lo ancho de ese país; viajes interminables durante los cuales no paraba de hacer los trabajosos llamados “larga distancia” de esos años. Faltaban décadas para los celulares, el web y también para el VAR.
“Cuando estaba en Buenos Aires venía al café todos los días, pedía siempre lo mismo, sin excesos, se veía que se cuidaba mucho y la verdad también nosotros a él. ¿Cómo era el Tanque? Le daba vida a este local, así de simple”, comenta Carlitos, el encargado de El Socorro. Un grupo de parroquianos saludó este fin de semana a la estrella del bar con una emotiva carta recordando “su atenta lectura de los diarios, sus anécdotas y cachadas, sus ficticios enojos y el histórico gol que le hiciste en el Maracaná a los ingleses”: nada menos, en el estadio de Río y a Inglaterra, cuando en el 1964 la Argentina ganó la Copa de las Naciones.
El Tanque cerró su carrera en Chile (jugó en el O’Higgins y en la Universidad Católica) momento que así recordaba: “un día me despedí, junté todo y partí para Buenos Aires, incluso los botines que viajaron conmigo en el auto”.
No fueron por otro lado pocos los domingos en los que el Tanque iba a ver a Boca junto a otros dos próceres xeneixes, Silvio Marzolini y Ubaldo Rattin. Haciendo gala de una gran autoironía, cada tanto comentaba la pinta y la elegancia de Marzolini, que contraponía a su físico (alto, macizo, contundente): un tanque, el entrañable Tanque Rojas, fallecido el pasado viernes, por muchos años figura en un bar de Retiro.
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