Yo lo recuerdo así: la verdad es que no sé si era así, pero ahora que lo evoco lo veo así. Lo intuyo llegando a casa en Fiorito para alimentar a sus ocho hijos y recién después ir a la canchita y recibir a los pibes que quisieran jugar en el Estrella Roja, el equipo del barrio que él organizaba.
Tal como me lo contó Diego, lo imagino en la caja del Rastrojero que los traía a probar a Argentinos Juniors.
Lo estoy viendo en el alambrado como a todos los padres de chicos que sueñan jugando, pero sin proferir ni un grito, ni un insulto siquiera a un árbitro.
Lo veo en una platea emocionado al ver que su hijo es canto de tribuna, es fervor popular.
Y lo veo también allá donde Diego estuviera, en las buenas y en las malas: en un palco de honor recibiendo felicitaciones y al lado de la cama aliviando el dolor de una fractura.
Ahh, Don Diego, el asador oficial de la selección en el Mundial 86, allá en el concentración del América de México, autorizado y respaldado por Bilardo como único particular integrante del equipo.
También lo veo pescando dorados junto a Diego en Esquina, su correntino pueblo natal y en el Caesars Palace de Las Vegas, con su cara de sorpresa, su frente cobriza y sus canas paternales cumpliendo el sueño de ver a Leonard y Hearns. Y luego, ir a escuchar a Frank Sinatra invitado por su célebre hijo.
Pero lo veo en muchos lugares más. En La Paternal, en La Boca, en el Camp Nou y en Nápoles, presidiendo el agasajo oficial tras la obtención del primer scudetto en la casa de Don Bepo, aquel “capo camorra” que protegía y admiraba a su hijo el Pelusa.
Pero de todos los recuerdos jamás se me olvidará aquel ocurrido en La Pradera, cuando Diego se recuperaba en La Habana del colapso de salud que le insinuó la primera muerte. Los vi caminar al padre y al hijo rumbo a la cancha de bochas, una impiadosa tarde de calor cuando el silencio de la siesta parecía más contundente.
Caminaban tomados del hombro sin hablar, uno pegado al otro, cada tanto se detenían, giraban, se miraban y se abrazaban. Luego continuaban el camino en silencio, uno al lado del otro, para repetir una vez más la escena. Lo mismo que en el regreso. Fue cuando advertí todo lo que Diego le decía con la mirada sin el sonido de su voz al conjuro del latir de su corazón visible: ¡cuánto te quiero, pa!
Fue fácil comprobarlo muy poco tiempo después, el mismo día que le pregunté a Diego “¿qué le decías a tu viejo sin hablar cuando estábamos en La Habana?” y él me respondió: “Yo hubiera querido tener la paz, la ternura y la tranquilidad que él me transmitía…”.
Una vez Diego le preguntó a su padre si le hubiese gustado concretar su sueño de jugador profesional, tan vinculado a los pibes, a la canchita de Fiorito, al Estrella Roja, el club que los convocaba, poder ser probado en algún club de Primera, y Chitoro le respondió: “A mí me hubiera gustado haber sido un jugador como vos”. Por lo bajo, Diego me confesó aquello que pensó en ese momento y no le dijo: “Y a mí me hubiera gustado ser un padre como vos…”.
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