“Maradona movía montañas. Conocí buena parte del mundo gracias a él. Fuimos dos veces en un mismo año a Japón y cada semana eran amistosos en Colombia, Ecuador, Venezuela o cualquier otro país del continente. Nosotros teníamos una suma fija en dólares que cobrábamos por partido y Diego, como es lógico, muchísimo más. Pero de esa suma, cada vez que terminaba, en el mismo vestuario, nos repartía a cada uno. Cuando jugamos contra el Barcelona, le dijo al capo de Puma: “Mire cómo están mis compañeros: casi descalzos”. Al día siguiente teníamos bolsos llenos de indumentaria: camisetas, pantalones, botines, etcétera. Así era él. No te dejaba parado nunca, porque sabía qué problema tenía cada uno de sus compañeros. Era un genio, nunca supe cómo hacía, pero estaba en todos lados”.
A unos metros de la esquina de Santa Fe y Callao, donde el tránsito de autos, colectivos y peatones no da respiro, nos encontramos con el sosiego de la charla con Roberto Rigante. Un verdadero personaje, campeón con Independiente en la noche histórica ante Talleres y con Boca fue compañero de Maradona. Hoy es encargado de un edificio (“me mantuve en el rubro, de arquero a portero”) y es un placer escucharlo recrear historias.
“Mis comienzos fueron en la ciudad de Tandil, en el baby de club Movediza, donde un tío mío, José Ramil, era quien armaba los equipos. Nunca tuve dudas de lo que me gustaba dentro de una cancha y siempre fui arquero, o mejor dicho portero, que es como sigo hasta ahora, para no salir del rubro (risas). Con solo 14 años, me fui a probar a Estudiantes de La Plata y quedé allí bastante tiempo, al punto de disputar dos partidos oficiales en Primera. Uno fue el clásico de La Plata en cancha de Quilmes. Hubo una huelga de profesionales y por eso salimos los chicos a la cancha, a fines de 1972. Regresé a mi ciudad y en el ‘76 tuve un ciclo muy leve por Gimnasia, donde no anduve bien con la gente, porque me recordaban el paso por Estudiantes y era bastante duro. Me tuve que volver a Tandil porque falleció mi papá y en ese momento fue cuando me compró Ramón Santamarina y tuve suerte: llegó como entrenador el Conejo Aníbal Tarabini y salimos campeones invictos. Su opinión fue decisiva en mi futuro, porque le habló a Pastoriza, que era su amigo y recién había asumido en Independiente, recomendándome. El Pato era divino, tenía una clase y una cancha que eran únicas. Sabía todo. Recuerdo un clásico en cancha de Racing, en mi primer torneo en Independiente. Apenas salí a la cancha me insultaban como locos. Yo pensé: me agrandé en tantas difíciles, ¿no lo voy a hacer en ésta? Tuvieron un penal, que Carlos Squeo remató desviado, pero me había tirado para ese lado y más tarde tapé un par de buenas pelotas y no salí nunca más. Un mes más tarde, ya cuando peleábamos mano a mano el título del Metro ‘77 con River, tuve un partido buenísimo contra ellos en cancha de Huracán, una tarde de lluvia y me dedicaron la última página de la edición de El Gráfico”.
En la noche del miércoles 25 de enero de 1978, se consumó un partido increíble, al que cualquier adjetivo le es escaso. Independiente con 8 futbolistas se consagró campeón contra Talleres, que contaba con los 11, en su propio estadio: “En la previa no sabíamos ni sospechábamos nada, pero al comenzar nos dimos cuenta de que todas las divididas eran para Talleres. Era algo alevoso, que llegó al colmo cuando cobró como gol el córner que Bocanelli metió en el arco con puñetazo. Ahí fuimos a reclamarle a Barreiro y nos volvimos locos. Yo lo empecé a correr desde atrás, le di un sopapo tremendo en la nuca y lo tiré al piso (risas). Nunca se dio cuenta que fui yo. La cancha era una caldera tremenda y nos expulsó a tres jugadores. Cuando volví para ocupar el arco, un policía se me vino encima con un perro, le pegué en el casco para defenderme y me lastimé un dedo que todavía tengo torcido. Estaba loco. Le gritaba al árbitro que me echara, pero nunca lo iba a hacer. Es totalmente cierto que los ocho que habíamos quedado nos queríamos ir, pero allí apareció Pastoriza, que nos mandó para adentro de nuevo, diciéndonos que había que tener fe y que íbamos a salir campeones. Llegó el golazo del Bocha que nos daba el título, pero fue tremendo lo que tuvimos que aguantar después, porque se venían en manada. Varias veces quedaron tres de ellos contra mí y se las terminaba atajando. Cada vez que iba a buscar la pelota atrás del arco, me lanzaban los perros (risas). La de Talleres era una cancha chiquita y bravísima, Una vez que terminó, me quedé con la pelota de recuerdo y se produjo la histórica foto, un rato más tarde en el hotel. Dimos la vuelta olímpica con un grupo de hinchas de Independiente que habían viajado hasta allá y a los que hay que hacerles un monumento, mientras la gente de Talleres nos aplaudía en un gesto maravilloso”.
A la salida del vestuario, teníamos miedo de que nos dieran vuelta como una media (risas). Entonces el Pato, que era el más vivo de todos, decidió hacer junto con sus amigos un pasillo hasta el colectivo, donde los que eran más grandotes, como Trossero, Outes o yo, íbamos al costado y los más chiquitos al centro. Subimos sin ningún inconveniente, pero a las dos cuadras nos rompieron todos los vidrios. Lo mejor llegó después, porque en la esquina del hotel Dorá, donde nos concentrábamos, los cordobeses habían preparado la fiesta: asado, chorizos, lo que te puedas imaginar. Y todo gratis. Nunca pensaron que se les podía escapar. Lo que nos gritaron esos muchachos cuando el micro pasó por ahí (risas). En el hotel cenamos y festejamos el cumpleaños del Bocha, pero después la seguimos. Julio Márbiz, el histórico conductor del festival de Cosquín, era fanático de Independiente y nos había dicho: “Ganen y se vienen a festejar allá”. Arrancamos en varios taxis y al llegar, Márbiz presentó a un cantante y se vino con nosotros. Una noche inolvidable en todos los sentidos”.
Unos días más tarde, se inició la pretemporada en Necochea y allí Rigante fue protagonista de una anécdota muy particular: “Se hacía una fiesta de disfraces en un boliche que se llamaba Rimini. En el hotel dónde estábamos teníamos unos ventanales que llegaban hasta abajo. Abrí uno de esos y salí juntos con un par de compañeros. A uno de ellos le sacaron la máscara, se armó una pelea y la cosa trascendió. A las 7 de la mañana, arriba para la práctica en la playa. El Pato armó una reunión para planificar la temporada: “Lo primero es que debemos decirnos la verdad, y ya que estamos con eso: ¿Quiénes son los que fueron al boliche anoche?” (risas). Levanté la mano y, al partido siguiente, me mandó al banco”.
Tras la gloria ante Talleres, la relación de Rigante con Independiente parecía destinada a tener una larga duración, pero la realidad jugó las cartas de manera diferente: “Al poco tiempo de terminar el Mundial ‘78, cuando Julio Grondona era el presidente del club, de un día para el otro, lo trajo a Héctor Baley, a quien yo no conocía porque se había pasado todo el torneo sentado en el banco atrás de Fillol (risas). Fue una maniobra extraña. Lo encaré a Julio, planteándole que estaba obrando mal, porque yo estuve solo un año, salí campeón, y ahora que era el momento de ganar un poco más, me relegaban. Su respuesta fue: ‘Si querés quedarte, te quedás. Y si no, te vas’. ‘Ni loco me quedo al lado tuyo’. fueron mis palabras (risas). Entonces fui a Argentinos Juniors, como parte del pase de Carlos Fren”.
La transferencia lo colocó en un club que estaba comenzando a crecer, de la mano de la explosión de ese chico al que apodaban Pelusa: “A mí se me cayó el planeta en un primer momento, porque pasé de lo que era Independiente a una institución de otras dimensiones, con vestuario chiquito y menos comodidades. Pero yo lo había elegido. Fui suplente un tiempo de Carlos Munutti hasta que me llegó el momento de jugar y no salí más. Diego era una cosa increíble. Siendo un pibe de 18 años, ya mostraba esa personalidad tremenda. En los partidos más bravos, nos insultaba si no le pasábamos la pelota. Me fui porque no me pagaban. Estuve dos años y vivía de los premios que sacábamos de los amistosos con Diego. A mediados del ‘80, con el pase en mi poder, fui a Huracán, con tanta mala suerte, que enseguida de firmar, intervinieron el club. Tuve el gusto de compartir plantel con muchachos que son parte de la historia más gloriosa del Globo, como Miguel Brindisi, Carlos Babington, Roque Avallay y René Houseman. Fue solo un torneo, el Nacional, pero la rompí, y el destino quiso que en la última fecha tuviera una gran actuación contra el Talleres que dirigía Pastoriza, que terminó quedando fuera de las finales con el 1-1. Al final, el Pato me agarró y dijo: ‘Loco, hoy te pusiste las manos’ (risas). Fue una época hermosa, en la que vestía los buzos marca Olimpia del Pato Fillol, que eran de distintos colores”.
Muchos clubes en poco tiempo. Y Huracán enseguida se sumó a esa nómina en la itinerante carrera de Roberto. A comienzos del ‘81 iba a vivir una situación que lo marcaría por siempre, tras un llamado de Maradona: “Sonó el teléfono en mi casa. Era Diego: ‘¿Loco: querés venir a Boca?’. Pensé que era una joda, porque éramos muy amigos, de salir a varios lados. ¿Sabés qué le gustaba? Comer ranas acompañadas con vino blanco. A las pocas horas, se comunicó Silvio Marzolini, el técnico de Boca y, al día siguiente, firmé allí. El tema era que Gatti no quería atajar por un tema de celos con Maradona. Antes, él era la estrella y el que levantaba el cachet del club en los amistosos. Ahora la cosa había cambiado. Jugué un solo partido oficial, contra Estudiantes en la Bombonera, con la mala suerte de que choqué contra un delantero, Guillermo Trama, que mandó al Bazterrica. Otra vez, gracias a Diego, viajamos muchísimo por todos lados para disputar amistosos. En ese equipo disfruté de Brindisi, que la rompió en esa temporada. Terminé discutiendo mal con Silvio, porque no tenía mucha personalidad y dejó que Gatti volviese en el momento que quería, a pocas fechas del final. Pero me di el gusto de ser campeón. Dicho sea de paso, ahora que hice los trámites para la jubilación, saltó que Boca nunca me hizo los aportes. Me enteré 40 años más tarde”.
Se le iluminan los ojos a Roberto cada vez que menciona a Maradona, con quien supo compartir muchos momentos: “Diego fue un fenómeno, pero muchas veces metió la pata: por su carácter, por sus juntas, por defender a quien no se lo merecía y por involucrarse en cosas que no tenía por qué hacerlas. Y mucha gente lo usó. Los mismos que no dejaban que hablara por teléfono con nadie. Yo lo llamé muchísimas veces y jamás pude dar con él. La última vez que lo vi fue en una cancha, hará 18 o 20 años. Estaba impecable. Fue una lástima que haya terminado así”.
Ese Boca victorioso, en lo deportivo, de 1981, tenía su contrapartida, que era un club rumbo al derrumbe económico. Partió Diego, se fueron varias de las figuras y Rigante también emigró: “Fui a Platense, pero fue un paso fugaz, solo dos meses. Yo tenía un BMW y en él iba a entrenar, hasta que me agarró un tipo de la comisión para decirme que, como recién había firmado, no fuese en ese auto, porque el resto del plantel iba a pensar que lo tenía por lo que ganaba allí. ¡El auto era mío de antes! (risas). Mi respuesta fue: “Caminando no voy a venir y en colectivo tampoco”. Obviamente, se terminó ahí y no concurrí más al club. En el ‘84 me vinieron a buscar, porque estaban armando un equipo importante en Quilmes, buscando el ascenso. Arreglé y, a los tres meses, el que ponía la plata no aportó más y chau proyecto. Era un lindo torneo, donde estaba Racing y Deportivo Español, que fue el campeón. Pero lo quedó de esa temporada fue una tarde que pudo terminar en tragedia. Un sábado de mayo, teníamos que enfrentar a Chicago en Mataderos. La noche anterior me casé y por eso me dieron permiso para ir directo a la cancha. El micro donde iban mis compañeros chocó contra un colectivo y volcó. Por supuesto que el partido se suspendió y enseguida fui a la clínica a verlos. Ese fue mi último equipo”.
El matrimonio consumado la noche anterior a aquel incidente no fue con una persona desconocida: “Mi esposa fue Ruth Durante, cantante de tangos. La había conocido en las escapadas nocturnas que me hacía de las concentraciones en esos tiempos (risas). Fue en un boliche donde nos vimos por primera vez y estuvimos juntos a lo largo de 14 años. Era una época brava, en la que salíamos cinco de los siete días de la semana en promedio (risas), pero en la cancha rendíamos siempre. Era distinto, empezando porque no había celulares y no mandaban en cana a nadie. Íbamos a Afrika en la Recoleta, Pigalle o Cristóbal Colón, sobre la avenida Las Heras. En ese boliche, dos compañeros metieron a sus dos perros, que eran buenísimos, pero enormes. Se armó un desparramo increíble”.
A mediados de los ‘80, el fútbol pasó a alojarse en el terreno del pasado. Roberto decidió que era tiempo de dejar esa gran pasión y estar un poco más tranquilo: “Fue como un año sabático, pero al poco tiempo me di cuenta de que me iba a comer todos los ahorros que tenía, porque la plata no entraba, pero salía y yo seguía haciendo el mismo tipo de vida. Me puse un bolichito en la esquina de Independencia y Santiago del Estero, estilo piano bar, que estaba de moda, pero lo tuve que cerrar porque nos robaron y entonces decidimos irnos a España con Ruth, donde ella estuvo cantando. Al poco tiempo mi vieja se enfermó y me tuve que volver. Unos años más tarde, José, un amigo nuestro, trabajaba como encargado en este edificio donde estamos sentados, se tenía que operar de la cadera y me dijo: ‘¿Vos que andás sin hacer nada, por qué no me hacés la suplencia?’. Le respondí que sí y eso duró como dos años, hasta que se jubiló y me quedé en forma efectiva. Ya van 18 años y en abril de 2024 me jubilo”.
Sobre el cierre, no podía faltar la reflexión sobre la actuación de Argentina en el Mundial en general y del Dibu Martínez en particular: “En los años previos, por lejos el que más me gustaba era Rulli, hasta que apareció este monstruo, con una fe de locos y una personalidad arrolladora, la ideal para atajar en la Selección. Este pibe la remó de chiquito, se comió varios garrones y ahora está en el lugar que se merece. Es bueno de verdad y aparece en las difíciles”.
Pasaron varios años desde que aquel pibe salió desde Tandil lleno de ilusiones. El fútbol se las fue cumpliendo. Quizás podría haber sido una carrera más extensa, pero eso entra en el terreno de las suposiciones. Lo concreto es que es un placer encontrar personajes como Roberto Rigante, apasionados, divertidos y agradecidos. Las mismas características de aquel soñador pibe de Tandil.
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