La pelea más dramática de Carlos Monzón: la noche que pidió que le tiraran la toalla

Fue en Mónaco en la revancha que le dio a Emile Griffith. Por primera vez se revela el diálogo entre el campeón y su entrenador. A qué apeló Brusa para que siguiera peleando y retuviera la corona

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El 25 de septiembre de
El 25 de septiembre de 1971, Emile Griffith había perdido frente a Carlos Monzón en el Luna Park, pero la revancha en Mónaco iba a ser durísima para el argentino

La verdad es que quienes estuvimos en el estadio Louis II de Mónaco aquel 2 de junio de 1973 creíamos hasta mucho tiempo después que habíamos asistido a la última pelea de Carlos Monzón. Más aún, fue título de algunos medios y El Gráfico –revista para la cual cubrí el evento- se lo preguntó en la portada. Todo el combate fue una agonía para él. Y resultará por siempre inolvidable cómo se fue sobreponiendo a la extenuación sin respuesta física. Podría decirse que dentro de él un duende irredento le extraía round tras round una sangre espesa y roja con la cual regaba el ring; era la sangre de un campeón… Ahora voy al comienzo de la crónica histórica:

Trato de recordar todo lo que pasó. Me esfuerzo por encontrar la situación dominante de una noche dramática. Y trepo por las calles de Montecarlo sin mirar a nada ni a nadie. Escucho los mil idiomas de sus gentes, percibo los perfumes de su elegancia, rozo con mi piel la indiferencia de un mundo ajeno. ¿Qué me quedó de esta pelea de Monzón? Mi pregunta tiene varias respuestas. Acaso porque todo se metió con la profundidad de las cosas que nunca podrán olvidarse. Siquiera el suspiro final que necesitó el fallo oficial después de diez minutos de confusión y forcejeos sobre el ring.

Dos horas antes del match, el campeón llegó al estadio. Éramos pocos los que estábamos en su vestuario cuando Amílcar Brusa –maestro y “padre”- le daba las instrucciones: “Los primeros cinco o seis rounds dejalo venir a ver qué pasa. Vamos a trabajar con la izquierda desde lejos y la derecha la guardaremos para contragolpear. Nada de ir a cambiarle golpes, ni meterse en la media o corta distancia. Y otra cosa: me gustaría que de entrada le des bien afirmado un par de ganchos abajo como para que el tipo te respete, ¿está claro, Carlos?”.

Estaba muy claro. Y además lo ordenado por Amílcar era lógico. Pero Monzón sólo pudo cumplir con esta estrategia nada más que dos rounds: los dos primeros. Lució más tranquilo, seguro y sólido. Con más preocupación por el foul de Griffith con la cabeza que por sus golpes. Pero desde el 3° asalto la pelea se le fue complicando . El desborde del norteamericano y su presión para ganar la corta distancia fueron gravitando de tal manera que Carlos se vio obligado a replantear el combate. Y en lugar de manejarse desde afuera aceptó el ingreso de Griffith, produciendo el siguiente hecho: desmantelar su área superior para castigar con los ganchos al cuerpo. Él llegaba al plexo o al hígado de Griffith, pero Griffith tenía acceso a la zona alta de Monzón. Y ya se sabe que ópticamente produce mucho más efecto pegar arriba que abajo. Los golpes que van arriba pueden doler o no, pero se ven siempre; los de abajo sólo duelen y el único que les da valor es quien los recibe.

Para el público había paridad porque el retador compensaba siempre con sus golpes voleados. Sin embargo, en el 4°, 5° y 6° asaltos hubo un trabajo “invisible”, pero destructivo del campeón que en mi opinión merecieron la ventaja mínima que se puede obtener en cada vuelta; es decir un punto por round. Es más, en el 4° Griffith recibió un gancho de derecha en el plexo que lo cortó de aire. Terminó la vuelta con dificultades respiratorias. Otro tanto ocurrió en el 5°: contamos tres ganchos de derecha y un directo en contra. Y en el 6°, un cross de campeón que llegó apenas amortiguado por la cobertura de izquierda del norteamericano. Pero entre esto y los cambios de golpes propuestos por Griffith, más sus llegadas en cross, no hay ninguna duda de que debió provocar mejor impresión en los jurados lo hecho por el retador. Por lo menos así lo fue entendiendo el público.

Emile Griffith en una pausa
Emile Griffith en una pausa de su entrenamiento en Londres, mucho antes de enfrentarse a quien lo derrotaría dos veces: Monzón

Sigo buscando la imagen para fijar claramente lo que hemos vivido esta noche. Creo haberla encontrado: vestuario de Monzón después de la pelea. Fue distinto al de siempre, al de sus otros triunfos. Primero llegó Miguel Angel Campanino (campeón welter, pampeano, inolvidable amigo) y se sentó sin decir nada. Le pregunté: ¿Cómo la viste? “Para mí fue empate”, me respondió. Me quedé mudo. Fue una noche para dudar de todo, menos del triunfo de Monzón. O sea: dudar del futuro, dudar de la potencia, dudar de los reflejos, dudar de la predisposición mental de Carlos para mantener su entusiasmo por el boxeo, pero de ninguna manera dudar de la victoria. Una victoria sacrificada, dura, dramática, pero clara y sin discusiones. Después llegaron Cabrera y Daniel González –sparrings, compinches y amigos–. Cabrera estaba pálido. González permanecía en silencio. En otro rincón, el doctor Roberto Paladino se veía aplastado por los efectos de los Alplax que se había tomado antes del match. Nadie decía nada. Para asegurarme, pregunté a los que estábamos en el camarin no exento de ironía: “¿Ganó Monzón, no es cierto?”.

En Montecarlo, Monzón no estaba
En Montecarlo, Monzón no estaba tan preparado como Emile Griffith y llegó al punto de pedir la toalla antes de salir al round 10

Mi temor era haber escuchado mal el fallo camino a los camarines. Y lancé la pregunta porque en casos anteriores en Roma, París, Copenhague o donde fuere, los que llegaban primero al vestuario comenzaban a abrazarse y a vivir la euforia. Esta vez nada de eso. Pensé, ahora cuando lleguen Monzón, Brusa, Tito y el profesor Russo –su histórico preparador físico– esto va a estallar. De pronto, Juan Carlos Casal – un entrañable amigo que vivía en Roma y ayudaba con su familia en todo- abrió la puerta. Primero entró Brusa. La frente empapada, el cuerpo caliente, la actitud nerviosa. Detrás suyo Monzón. Serio, casi preocupado; con el paso acelerado y los músculos todavía en tensión. Se sentó, comenzó a desabrocharse las botitas mientras miraba a todos sin mirar a nadie…

-¿Estás bien, Carlos?-, le pregunté

- Sí, fenómeno… Un poco cansado, ¿viste?

Atrás, cerrando la puerta, Russo y Tito Lectoure, su empresario y dueño del Luna Park. El profe Russo, rendido; Tito, disfónico y aún tensionado.

¿Qué pasa aquí?, me pregunté. ¿Por qué este vestuario silencioso, triste, sin color? Dos horas antes, mientras se esperaba el combate, se hacían chistes, se cantaba cumbia, se simbolizaba el optimismo. ¿Y ahora?... Nada. Sólo formalidad para responder al periodismo y apuro para salir hacia nuestro hotel en Bordighera –el pueblo que limita a Francia con el norte de Italia en uno de los extremos de la Costa Azul- pensando en el regreso a Buenos Aires. -

Es la imagen que rescato. Que me quedó grabada. Un hombre ha retenido su corona mundial fuera de su país ante un rival digno y difícil. Ha ganado legítimamente poniendo sobre el ring su esfuerzo y su total entrega. Ni siquiera eso alcanza para sentir el triunfo como tal. O sea como se deben sentir los triunfos limpios. Si Monzón hubiera perdido –pienso ahora– su vestuario no habría sido tan triste. Tal vez porque se esté esperando una excusa para terminar de una vez por todas.-

Griten, canten, celebren. Monzón ha ganado una vez más…No, esta noche parece que todos están tristes. Es que hay derrotas que obligan a seguir y hay triunfos que obligan a dejar. Nadie quiere hablar en el vestuario. Nadie se anima a decirlo. Pero todos piensan lo mismo. Las peleas para Monzón son cada vez más difíciles y su vida es cada vez más complicada.-

Ya es domingo. Está amaneciendo en Montecarlo. Es su mejor momento, el momento en que sólo se escucha el gorjeo de pájaros melodiosos. No hay ruidos en el aire. No hay gente en las calles. Repaso: Monzón ganó 4°, 5°, 6°, 10°, 12°, 13° y 14°, empataron 1°, 2°, 3°, 7°, 8° y 11°, y Griffith ganó 9° y 15°. En total: 148 puntos para Monzón contra 143 de Griffith. (El fallo oficial fue unánime: Piero Branbilla (italiano): 147-145; Raymond Beldeyrou (francés): 147-143 y Karl Bertest (alemán): 147-144.-

Tito Lectoure y Monzón en
Tito Lectoure y Monzón en la previa de una pelea en Europa. En Montecarlo temieron por el futuro del campeón, pero se mantuvo cuatro años

Vuelvo al hoy y recuerdo al Príncipe Rainiero en la primera fila. Más atrás, el formidable actor David Niven (únicos espectadores de smoking). En otro sector Jean Paul Belmondo (campera de cuero, una camisa a rayas, una corbata antigua y zapatillas blancas de goma. A su lado Yul Brinner, Jean Louis Trintignant, los diseñadores Pierre Cardin y Jean Bousquet, (fundador de Cacharel)… Se veían a los dueños de los lujosos yates fondeados en ese Mediterráneo transparente. Verdaderos magnates que eran los personajes de tapa de cualquier revista internacional de la época. Pero de todos esos personajes, esta noche que vivimos Monzón fue el gran protagonista. Y eso pueden lograrlo muy pocos en Montecarlo, la ciudad donde el lujo es una habitualidad y los dólares un fácil juguete a revolear….

En el final de aquella crónica de la época escribí: “Monzón estaba bajo la ducha de su vestuario. Me acerqué: ¿Y Carlitos? ¿Qué pensás de todo esto?, le pregunté.

-Creo que ésta fue mi última pelea…-, me respondió.

Tal había sido su agonía que me animé a escribir: “Ojalá que así sea, Carlos. Ojalá…”.

Y hoy, cincuenta años después, habré de revelar este secreto que los protagonistas principales prefirieron guardar de por vida. Ocurrió al finalizar el 9° round. Fue así: Monzón se dejó caer en el banquito; le costaba respirar pues había recibido un gancho al hígado. Sentía que no podía levantar los brazos. En esa esquina agonizante mientras Brusa le hablaba, el profesor Russo le frotaba la bolsa de hielo por la nuca y Tito Lectoure le arrojaba agua helada por dentro del pantaloncito desde la cintura hacia abajo. El estadio deliraba. Faltaban 20 segundos para dar inicio al 10° asalto. Y Brusa le escuchó decir a Monzon por primera y única vez : “Don Amílcar, tíreme la toalla, no puedo más, no puedo más, estoy mareado, estoy muerto”.

– Carlos , escúchame bien– le imploró al oído el viejo maestro mientras retorcía y tiraba fuerte de su patilla derecha una y otra vez: Te está viendo el Abel (el hijo que casi siempre lo acompañaba a sus peleas); el Abel está en Santa Fe frente a la televisión, la gente de Santa Fe te está viendo en todas partes; ¿querés que te vean abandonar? ¿Querés que me vean tirar la toalla y nos bajemos de este ring sin “morir” peleando…? En pocos segundos la campana llamó para iniciar el 10°. Monzón podía quedarse sentado y perder o ponerse de pie y continuar. El duende lo empujó hacia el centro del ring. Los campeones son campeones porque siempre tienen algo más; siguió con lo poco que le quedaba, casi nada, pero ganó.

Lejos estaba de suponer aquel exhausto campeón mundial- el mejor de los argentinos- que sería el “rey de los medianos” cuatro años más. Y que el glamour estaba por llegar a su vida: cine, Susana, amigos del teatro de revistas, divorcio, nuevo sastre, nuevas amistades, popularidad, nuevas costumbres, fama, gloria, cielo… Y el infierno de cerrar la parábola de su trágica vida cuando cumplía nueve años de cárcel por el crimen de Alicia Muñiz.

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