Frente al paisaje final de la locura su nombre dejó de ser un nombre; ahora es un símbolo abismal de la altivez napolitana.
Las imágenes que vimos desde antes de la consagración en Udine –y seguiremos viendo luego de los festejos oficiales tras el partido contra la Fiorentina– conmueven. Y en mi caso no refieren al brillante equipo que ganó holgadamente el tercer Scudetto. Llega a mi alma el bálsamo del reconocimiento a Diego. Y evoco imaginariamente los dos hitos fundacionales de esta historia. Sobre todo aquella primera vez… Que lindo lo de entonces. Y cuanto más bello reconocerlo ahora, 36 años después.
Por cierto que no estoy hablando de fútbol; antes bien, pondero la gratitud y el reconocimiento de un pueblo a un jugador que les despertó la autoestima y por qué no, la identidad. Antes de Diego los hijos de ese prodigioso pueblo emigraban en procura de trabajo a las grandes fábricas del norte de Italia. Y muchos, por temor a ser discriminados ocultaban su dialecto meridional. Hasta que apareció un arcángel argentino que sostenía con la magia de su juego el discurso público de reivindicación social. Y en la medida en que el Napoli crecía como protagonista de la Serie A, Diego desafiaba con más osadía y convicción la soberbia de ese norte culto y poderoso.
Me hubiese encantado que Diego no dejara su cuerpo de esta tierra para que viera, sintiera y se emocionara con los tributos de una multitud agradecida. Un pueblo como el napolitano que no reemplaza a sus dioses; por el contrario, los agrega. Para lo cual no es necesario ser generacional; alcanza con dimensionar los logros que habrán de identificarlos con la eternidad. Se trata tan solo de ser agradecido y leal a la memoria.
Diego evocaba aquel primer “scudetto” con el énfasis de su emoción incomparable. Estábamos en La Habana y habían pasado 13 años desde aquel momento. Maradona se recuperaba en La Pradera –complejo de rehabilitación– tras colapso de salud padecido en Punta del Este a finales de 1999. Fue entonces cuando le pedí que me contara para su biografía cómo recordaba ese histórico episodio. Y entre otras cosas me dijo:
— Haber conseguido el primer scudetto para el Napoli en sesenta años fue, para mí, una victoria incomparable. Distinta a cualquier otra, incluso al título del mundo del ‘86 con el Seleccionado.
— Al Napoli lo hicimos nosotros, desde abajo, algo bien de laburante. Me hubiera gustado que todos vieran cómo lo festejamos, lo celebramos más que cualquier otro equipo, ¡mucho más! Fue un scudetto de toda la ciudad. Y la gente fue aprendiendo que no había que tener miedo, que no ganaba el que tenía más plata sino que el más luchaba, el que más buscaba… Para esa gente, yo era el capitán del barco, yo era la bandera.
— La vida en Nápoles, mientras tanto, era increíble. No podía salir ni a la esquina, porque… me querían demasiado. Y cuando los napolitanos te quieren, ¡te quieren! ¡Ti amo piú che ai mieifigli!, me decían. ¡Te amo más que a mis hijos! No podía ir a comprarme un par de zapatos, porque a los cinco minutos estaba la vidriera rota y mil personas adentro de la zapatería. Entonces iba la Claudia, ella me compraba la ropa, todo. Y a ella sí que la respetaban: Cuidado con tocarle la mujer a Maradona, que si no el domingo no juega.
— El hecho de que me haya ido maravillosamente bien en Nápoles tuvo que ver, más que nada, con que les traje cosas que ellos no tenían: futbolísticas, si se quiere, como tacos, gambetas y títulos, pero también, y más que nada, orgullo… Orgullo, por eso de que antes nadie quería saber nada con Nápoles, que tenían miedo. Yo fui creyendo que era un golfo hermoso y nada más, pero me los gané a fuerza de tacos y gambetas, de ir al frente. Por eso hoy, cualquier napolitano te lo puede decir: aquellos equipos no los habían armado los dirigentes; los había armado Maradona.
Todo es verdad. Me consta: yo estuve allí y parte de la nota que oportunamente escribí para la revista El Gráfico decía:
— “El pueblo napolitano es creyente pero tremendista. Y fundamentalmente, supersticioso. Nunca las iglesias se vieron tan colmadas como en los últimos tres días. Pero, a la vez, el clima fue creciendo de a poco. Un rayo fatal se oponía a la explosión previa pero, paulatinamente, se fueron soltando. Primero algunos balcones, después algunos frentes, después algunas calles” (Igual que ahora, antes del partido ante el Udine…).
— “El sábado, (10 de mayo de 1987) el pueblo napolitano le había ganado al tremendismo y todo estaba teñido con los colores de su escuadra. Es más: los números de la quiniela respaldaron la unánime idea de que no se podía fallar. El viernes salió el 47 que allí (en Napoles) significa “Il scudetto” (El campeonato) y el sábado salió el 11 que representa a Dios (Maradona, el Dios del fútbol). Esto les costó a los capitalistas una pérdida de once millones de dólares. Pero está visto que en Napoles todo es posible (…) Sin el fantasma de la fatalidad y habiéndole ganado a la costumbre de no anticiparse, los tifosi del Napoli no dudaron que habrían de asistir al día más glorioso de su historia: el día del scudetto”.
— Fue uno de los momentos más felices de la familia. Pletóricos, bajo un estado emocional de llantos y abrazos, Claudia y su bebé Dalmita (tenía 45 días), Don Diego y Doña Tota, Coco Villafañe y su esposa, sus hermanos Lalo, el Turco, Mary y su marido Gabriel “La Morsa” Espósito, agradecían a Dios ser actores de la máxima plenitud a que una familia, por entonces unida, podría aspirar. Nadie en el mundo podría ser más feliz. Y aquellos primeros brindis fueron con lágrimas descendentes e incontenibles.
— Antes de la medianoche, mientras el carnaval sostenía su apogeo en las calles y en las casas, llegamos a un pueblito en las afueras de Nápoles llamado Nola. Allí se haría la celebración con Diego, su familia y sus amigos. Todo lo había arreglado Guillermo Coppola con el dueño de casa desde mucho tiempo antes. Bruno Passarelli, corresponsal de El Gráfico en Italia, –exquisito escritor y periodista–, Ricardo Alfieri y yo, seríamos los únicos miembros de la prensa invitados.
— Dejamos Nápoles y su interminable loco festejo. A través de un camino oscuro y silencioso entramos a un pueblo quieto. El cálculo sobre la distancia según el tiempo nos alejaba a unos pocos kilómetros desde la casa de Diego.
— Nuestro auto fue el cuarto en arribar. Ya estaban dentro los invitados y la familia Maradona. Don Diego y Coco Villafañe se habían adelantado como una hora. Estacionamos en una calle sin pulso. Se veía solo un enorme castillo a nuestra derecha. Una manzana, casi. Y largos muros de más de treinta metros revestidos con ladrillos pequeños que bien podrían ser de un estilo normando.
— Sobre la estructura, en los simétricos huecos de la parte más alta, tres hombres con escopetas en posición de tiro vigilaban nuestro ingreso al castillo. Eran los custodios del dueño de casa.
— Nos recibieron Don Diego y Coco Villafañe, los asadores voluntarios del festejo, al tiempo que una discreta guardia confundida entre los invitados mantenía su mirada sobre cada uno de nosotros.
— Cuando llegó Ricardito Alfieri, le advirtieron con una sonrisa: “Bienvenido querido amigo… Verá, aquí fotos no. O sea, nosotros le diremos cuándo podrá hacerlo. Y solo a la familia Maradona y en lo posible sobre un lugar cualquiera, no identificable. Ah, por favor, ninguna foto, ninguna eh, al señor Beppo”. Obviamente, el señor Beppo, era el anfitrión de tamaña celebración.
— Don Beppo estaba sentado en la cabecera de la mesa. Lo rodeaba su familia, hijos, nietos, sobrinos. Y Coppola, seguramente conforme con el acuerdo de haberle llevado nada menos que al héroe de Napoli.
— Mientras los niños correteaban y la pequeña orquesta ofrecía tarantelas y canciones con algún tango lastimado, Don Beppo brindaba con otros “Don Beppos” de la región por tal demostración de poder. Todo el pueblo estaba en las calles, toda la ciudad vivía su más fantástica convulsión y Don Beppo, tenía en su castillo al capitán del equipo, al mejor jugador del mundo, a quien le había dado el primer Scudetto al Sur y a quien protegió y habría de proteger mientras viviera en Italia pues Don Beppo no era otra cosa que el más “ilustre” capo Camorra de Nápoles. Y como tal tenía acuerdos “regionales” con la Mafia Siciliana y la ‘Ndrangheta Calabresa.
— El acuerdo de Guillermo Coppola quedaba sellado: él le llevó a Diego y éste ya “tenía protección”. Al momento de cortar la torta gigante de casi un metro con los colores del Napoli y la imagen de Diego convertido en gracioso adorno, Don Beppo fue hasta la mesa, tomó el cuchillo y penetró la masa. En medio del jolgorio, Diego subió a la mesa e invitó al capo a que lo acompañara a bailar. Todos bailamos. Y cuando Alfieri quiso inmortalizar tan grato momento con una foto, dos gigantes cayeron sobre él: “La foto su il padrone non é possibile signore, prego…”. O sea, a Don Beppo, tal como nos habían dicho, no se lo podía fotgrafiar ni aun con Diego.
Escucho aún la voz de Maradona evocando el segundo título, el logrado en la temporada 89-90. Entre muchas cosas, Maradona me dijo:
— Lo cierto es que cuando todos pensaban que aquel primer scudetto nuestro había sido un milagro, algo que no se repetiría jamás, estábamos allí, en las puertas del segundo.
— La temporada que había empezado de la peor manera, con el drogadicto y camorrista, que era yo, al borde del abismo, terminaba con el título… Nunca había estado ni estuve físicamente mejor, nunca. Volaba.
— Teníamos que jugar el último partido contra la Lazio, pero ya estaba todo dicho. Me acuerdo que me encararon los periodistas italianos en Soccavo, a la salida del último entrenamiento, y me preguntaron si no habríamos sufrido menos de no haber tenido yo todos los líos de principio de temporada, si no me arrepentía de nada. Como respuesta, me salió en el mejor italiano: «A me piacere vincere cosí». A mí me gusta ganar así. El 29 de abril (1990), con mis compañeros del Seleccionado argentino ya aterrizados en Italia para encarar la recta final hacia el Mundial, jugamos con la Lazio, el último partido. Un trámite, viejo, un trámite. Gol de cabeza de Baroni y a cobrar, a cobrar otra vez. Este título, esta nueva alegría, es para mi viejo. Apenas terminó el partido hablé por teléfono con él y lloramos mucho los dos… Mucho… Me dijo que él se alegraba por mí y por los que están muy cerca mío.
Hoy que estamos llenos de voces y de colores. Hoy que vaciamos las inesperadas lágrimas de su cruel adiós, el Napoli del georgiano Khvicha Kvaratskhelia y del nigeriano Victor Osimhen, darán en casa la tercera vuelta olímpica. Será una rapsodia desenfrenada de felicidad y orgullo. El estadio donde tal cosa ocurrirá se llama Diego Armando Maradona. El nombre que sonará estridente en los oidos queridos de un pueblo que no olvida a sus héroes…
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