En épocas del reinado de la tecnología y las estadísticas, los drones y los pantalones achupinados como uniforme de los directores técnicos, Ruben Darío Insua -así, sin tilde en el primer nombre y el apellido- ingresa a las prácticas con una carpeta plástica y varios papeles adentro. Allí garabatea las pruebas y ejercicios del día, los detalles tácticos a testear; son su globo de ensayo. Inmediatamente después de finalizada la práctica, rompe las hojas en pedacitos, la computadora en donde queda alojado el contenido de los entrenamientos es su memoria y la de sus laderos de extrema confianza. El ritual se repite día a día...
Si quieren encontrar al Gallego, de 61 años, fuera del ámbito de San Lorenzo, es muy sencillo: a diario cumple con el ritual de pasar por el bar en Villa Luro donde a veces desayuna y en otras almuerza; queda cerca de su hogar. Si los hinchas del Ciclón que viajaron a Junín en ocasión del duelo ante Sarmiento se sorprendieron al verlo abandonar el hotel para trotar por la ciudad, para los vecinos de su barrio es normal observarlo pasar con su tranco cansino pero constante, que solía llegar hasta el Parque Avellaneda. Una vez por semana, incluso, se arrimaba a las canchas municipales que están detrás del espacio verde y, como si no se tratara de una figura del fútbol argentino, se prendía en los picados con los ocasionales rivales, por el mero placer de jugar.
Aunque en el último verano se lo vio en Miami por una cuestión lógica (Robertino, su hijo mayor, juega en Estados Unidos y lo hizo abuelo), en temporada estival hay una localidad bonaerense que siempre recibe al DT con los brazos abiertos: Aguas Verdes. Allí, toda la vida tuvo su carpa y su lugar para reposar. Lejos del ruido y las estridencias.
Sacando, por supuesto, a los hinchas de San Lorenzo, existe toda una generación que está descubriendo a Insua, el entrenador contracultural que revolucionó al Ciclón, al punto de despojarlo de los temores de volver a pelear por el descenso y convertirlo en protagonista de las tres competencias que afronta (Liga Profesional, Copa Argentina y Copa Sudamericana, a la que el equipo accedió con su impronta). Lejos del lenguaje enredado de los entrenadores modernos, trasladándole al plantel el paraguas de su identificación con el club, edificó un conjunto confiable, que fue ganando aplomo y puntos, sin entrar en tensiones con la tesorería azulgrana.
El Gallego no cambió. 20 años después de su anterior gestión en la institución, que derivó en la obtención de la Copa Sudamericana (luego lo reemplazó Pipo Gorosito), las mismas características de su personalidad o costumbres que antes pasaban inadvertidas o eran miradas de reojo; ese pshysique du rol de antihéroe, hoy es bandera entre los hinchas y motivo de simpatía entre los ajenos. Ruben Darío es una especie de outsider, un personaje extractado de otra época. No caretea si algo no le gusta, no esconde las cábalas, abre una práctica por semana a la prensa y antes de los partidos habla en ronda junto a la cancha de entrenamiento, a la vieja usanza, a kilómetros de las leyes del marketing y el dictado del banner.
Marketing, tal vez, es lo que le faltó antes de este nuevo redescubrimiento de sus virtudes. El Insua futbolista fue un ícono de los 80. Mediocampista elegante, de pegada excelsa (que no envejeció) y polifuncional, al punto que llegó a desempeñarse como líbero sin que se le moviera un pelo de su inmaculada cabellera (que tampoco envejeció). Hincha de San Lorenzo al igual que su papá, fue figura en el regreso a Primera y anotó el penal decisivo en cancha de Vélez ante El Porvenir, que lo hizo subirse al póster.
Lo quiso el Barcelona, pero para fichar allí debía resignar el sueño de jugar en la Selección, y decidió con el corazón. Pasó por Las Palmas y volvió a Estudiantes, donde profundizó su afición por el pizarrón. En Independiente saboreó la gloria, luego se mudó al Barcelona de Ecuador, al Deportivo Cali de Colombia y colgó las botas en Quilmes. Fue en Guayaquil donde se sentó por primera vez en el banco. El suceso lo visitó casi inmediatamente.
Ganó el campeonato local en 1997 y un año después llegó a la final de la Copa Libertadores, que perdió ante el Vasco Da Gama de Mauro Galvao, Juninho Pernambucano, Donizete y Luizao. Sin embargo, con esa carta de presentación, su desembarco en el fútbol argentino representó un tropiezo. Llegó a un Ferro en una difícil situación con el promedio, respaldado por el impulso de un grupo empresario encabezado por Marcelo Simonian. Con él aterrizaron varios jugadores conocidos por el DT como los ecuatorianos Luis Gómez y Nicolás Asencio, o Carlos Alfaro Moreno y Pepo Morales, y otros que acompañaron el paquete. Dirigió apenas cinco partidos: empató uno y perdió cuatro. Algunos de los hombres que incluyó en la apuesta luego tuvieron éxito: por ejemplo, Asencio jugó el Mundial 2006 con su país y el brasileño Henrique Da Silva fue campeón de la Copa Libertadores con Olimpia. Pero el experimento no funcionó.
Tuvo un regreso a Barcelona, pero debió aguardar a que se abrieran las puertas de su casa, San Lorenzo, para una segunda oportunidad en Argentina. Sucedió en 2002, en otro contexto complicado. El Ciclón venía de ganar todo con Manuel Pellegrini, pero las deudas obligaron a la flamante dirigencia a cargo de Alberto Guil y Rafael Savino a desmembrar el plantel multicampeón y recostarse en la cantera, con múltiples juveniles en las selecciones nacionales. El elegido para surfear la tormenta fue Insua, con la popular sombra del chileno acosándolo.
Ante ese panorama afloró su personalidad en todos los sentidos, la misma que hoy se valora. Sumó algunos nombres para apuntalar a los chicos, como José Chatruc o el Potro Astudillo, se apoyó en las figuras o referentes que le quedaron, como Sebastián Saja, Aldo Paredes, Claudio Morel Rodríguez, Coco Capria, Pablo Michelini, Leandro Romagnoli y el Beto Acosta, y fue inyectando la sangre joven.
Cuando las comparaciones con Pellegrini sembraron ruido, no se amilanó. Por el contrario, muchas veces opuso tensión, con convicción obcecada. Durante un puñado de partidos fue criticado por no hacer modificaciones durante los 90 minutos. Incluso, desde la platea, llegó a sonar el “hacé un cambio”. Otro DT, quizá, para no enfrentarse a sus hinchas, hubiera cedido. Él, no. Cuando atronó la canción, los suplentes no pasaron del calentamiento.
No llama la atención, entonces que en esta etapa se haya mantenido firme ante diferentes situaciones. El torneo pasado sacó a Torrico, una leyenda, para ungir a Augusto Batalla en el arco, y no titubeó. A Ortigoza, otra deidad en el panteón de los ídolos, lo dosificó. Agustín Martegani, gema de la cantera, calentó banco hasta que lo vio pleno para formar parte de la rotación. El chileno Alex Ibacache arribó como alternativa para este semestre, aunque vio futbolistas con mejor ritmo y lo relegó. El lateral se enojó, regresó a su país, y no volvió a entrenarse. ¿Llegó Gonzalo Maroni como refuerzo de renombre? Su fantasista fue el Perrito Barrios, quien saltaba de préstamo en préstamo, y lo recotizó al punto de transformarlo en emblema de su alineación. ¿Se marchó Nicolás Fernández Mercau a España en medio de la competencia? Cualquier otro orientador hubiera bramado por una incorporación. “Tranquilos, no hay que dramatizar, ahí va a jugar Malcom Braida”, dijo en la intimidad. ¿Un delantero en función de carrilero? Corrección: un carrilero revelación, estandarte de la campaña.
Las cábalas, como buen pupilo de Toto Lorenzo o Carlos Salvador Bilardo, también son un puente entre una y otra etapa. En la Sudamericana 2002 el Santo sudario fue la camisa terracota que brillara también en Barcelona de Ecuador. Con ella alzó el segundo título internacional de la historia del club. Luego, cuando ganó visibilidad y popularidad, su efecto se fue diluyendo. “Me la salaste”, le llegó a decir a este periodista que escribió varias notas sobre el atuendo “mágico”. De todas maneras, mantiene su lugar en el placard, no vaya a ser cosa de que tenga que salir a jugar de urgencia en algún momento del ciclo.
En el anterior proceso, en la concentración ubicada bajo la popular local del Nuevo Gasómetro que quiere volver a convertir en bunker, se lo llegó a ver con un pijama al que también le adjudicaban su buena estrella. Hoy descolla la camiseta de San Lorenzo negra que le obsequió un hincha. Frente a Boca Juniors complementó con una campera negra de cuero. En ESPN, el Profe Pellegrini le preguntó si “hablaba español”. El Gallego sorprendió con su procedencia: “La compré en Nazca y Avellaneda”, en alusión a la avenida de Capital Federal con gran y económica oferta de indumentaria. Luego agregó que las zapatillas que lució habían sido un regalo de un ex jugador de la institución, Marcelo Vieytes.
Si “el baile de la botella” fue una pegadiza y famosa canción de los 90, Ruben Darío tuvo su reversión en este segundo período en San Lorenzo. Lo han captado las cámaras de TV: apoyaba su botellita de agua en un lugar específico del corralito designado para los entrenadores en el banco. Cuando tenía sed, tomaba, apoyaba el recipiente, y daba una vuelta alrededor suyo, como activando su energía. Difícil discutir los resultados de la ceremonia con el equipo escolta de River en la tabla de posiciones.
Como se ve, poco cambió de aquel Insua a este. Otra vez volvió a rodearse de gente de confianza, amigos, a los que cree capaces. Lo secundan el Lute Roberto Oste, Fabián García y Carlos Orsi. El preparador físico es Bruno Militano, quien supo trabajar con el Patón Edgardo Bauza en la única Libertadores teñida de azulgrana, en 2014. Más allá de que es un técnico “old school”, no es que desdeña la tecnología: la utiliza sin exageraciones. Por ejemplo, está muy atento a los GPS para medir el desgaste y recorrido de los jugadores. A su arribo, debió asumir con poco margen de trabajo para darle su toque al equipo. En consecuencia, las primeras prácticas eran extra large, duraban más de tres horas. Y eran de gran intensidad. El plantel no venía acostumbrado, lo fue semblanteando. Hoy es un canto al esfuerzo, al punto que a su círculo íntimo el coach le supo confesar que está al frente de uno de los grupos “que más compromiso mostró desde que dirijo”. Una de las piezas clave en el engranaje le dedicó un elogio tamaño monstruo: “Exige como (Marcelo) Gallardo, pero de otra manera”.
¿Cómo se lleva con las redes sociales y los medios? No pone trabas en las entrevistas mano a mano, incluso de visitante, en los estudios de TV y radio. Eso sí, según cuentan sus más cercanos, se jacta de que sólo le dedica “11 minutos” por las noches a leer lo que dicen en el mundo virtual sobre su San Lorenzo y sobre él. Luego vuelve a su pasión. Las largas tertulias con la pelota como eje son una constante. Pueden ser en el bar que frecuenta o en la mesa de concentración. En los almuerzos o cenas con el plantel reunido, es el último que abandona el salón comedor. Quienes lo secundan, saben que pedirá su café bien caliente y, como se extenderá en sus reflexiones, lo tapará con el platito, para que no pierda calor. Uno de los habitués en esas extensas charlas es Patricio Fucks, videoanalista, e hijo del periodista Diego Chavo Fucks.
Aquel Insua de 2003, sin tanta prensa, recorrió diferentes países de Sudamérica en pos de desarrollar su trabajo y retomar las oportunidades en el país. Dos veces dirigió Barcelona de Guayaquil, pasó por El Nacional en la misma tierra que lo acogió, fue campeón con Deportivo Quito en 2009, despuntó en Alianza Lima y Binacional de Perú, Jorge Wilstermann y Bolívar de Bolivia, Deportivo Cali de Colombia y llevó a la élite ecuatoriana al humilde Liga de Portoviejo en 2019. Sólo Talleres de Córdoba en la temporada 2007/2008 le dio su chance, cuando estaba en la B Nacional, pero a los 12 partidos se marchó. En el medio sonó en Independiente, llegó a reunirse para conducir a Estudiantes, pero nunca cerró su llegada.
Debió aguardar al río revuelto en San Lorenzo para que desde su hogar le tendieran la mano. No le importó el contexto, tal vez, en otro su teléfono no hubiera sonado. Y disfruta a pleno la posibilidad, la paladea, incluso esa ola de popularidad y reconocimiento fronteras afuera de Boedo, solo por ser como es. Bueno, tal vez algunas cosas cambiaron; hoy reconoce: “Me caliento menos”. En cada triunfo, cuando termina el encuentro, gira hacia la platea detrás de los bancos, levanta los brazos, se hace visera con la mano, identifica a su familia y la saluda con una sonrisa. Tras los partidos, después de hablar en conferencia, con los medios con derechos, luego en zona mixta, también se presta al diálogo con los socios que acceden a “la nave”, el estacionamiento y antesala del vestuario bajo la Platea Norte en el Pedro Bidegain. Lo acompañan al auto, se sacan fotos, le piden saludos y hasta le pasan el teléfono para que hable con familiares y amigos. El Gallego accede a todo.
Para él, ese espacio es sagrado. Por eso, desde que arribó, pidió que todo el sector quede reservado para el fútbol profesional. No se trata de un gesto de celo o persecusión: por el contrario. Propenso a observar y promover juveniles, entiende que si la Reserva tiene allí su vestuario, los chicos no entenderán el valor de merodear la élite, de verse en el umbral del sueño. Si en 2002 fueron los Gonzalo Rodríguez, Pablo Zabaleta, Damián Luna o Jonathan Bottinelli; en este ciclo brotan los Agustín Giay, Iván Leguizamón, Gonzalo Luján o Elián Irala. Es el mismo Insua, el del platito como techo del café, el runner al tranquito como si los casi 62 años fueran de mentira. No hay secretos en los secretos del sorprendente San Lorenzo que sacó del pozo con recetas nobles, pero conocidas.
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