Para algunos, las imágenes de la calles de París en modo campo de batallas representan un déjà vu de aquellas de mayo del ‘68 pero sin romanticismo. Para otros, aquellos que vivimos una parte importante de nuestras vidas en modo olímpico, huelen a apocalipsis e impiden imaginar que, dentro de menos de 500 días, cientos de miles de fanáticos caminemos apurados entre Trocadero y la Torre Eiffel tratando de ir del Estadio de Beach-voley al de Taekwondo. Quizás por eso y porque atravesamos un ciclo olímpico sin precedentes de solo tres años es que perdimos un poco de perspectiva ese milagro japonés del Siglo XXI que fueron los juegos de Tokio 2021.
Gente de decir mucho aún desde el silencio, los japoneses ya habían dado un mensaje contundente al mundo en 1964 cuando el último relevo de la antorcha quedó en manos de Yoshinori Sakai, un muchacho nacido el 6 de agosto de 1945 en la prefectura de Hiroshima: sus primeros segundos de vida fueron los últimos para miles de compatriotas en coincidencia, bomba atómica de por medio. La capacidad de superación no necesariamente involucra la pérdida de la memoria. Casi 50 años más tarde dejaron en claro que pocas sociedades como la suya serían capaz de reunir ciudadanos de más de 200 países mientras cientas de fronteras seguían cerradas hasta para los vecinos más confiables.
Entre una infinidad de imágenes tan inéditas como, esperemos, irrepetibles (los mejores atletas del mundo compitiendo ante tribunas vacías), algunas dejaron en claro que, a la par de la voracidad competitiva, el deseo de gloria y hasta algún camino desleal, el olimpismo todavía guarda espacio para reconocimientos que parecen de otros tiempos.
Paso con Luis Scola a quien, ante la inminente victoria de Australia contra Argentina, se le tributó un homenaje espontáneo reconociendo su enormidad especialmente jugadores y entrenadores rivales en los que ya eran sus últimos minutos como jugador internacional.
Y pasó con Oksana Chusovitina, una extraordinaria gimnasta uzbeca ícono de su deporte, incomparable en el ejercicio de salto y dueña de una historia de vida que trasciende los límites y, a la vez, atraviesa la historia de su disciplina.
Esta mujer de poco menos de 45 kilos y algo más de 1m50 comenzó su carrera olímpica en Barcelona 1992 representando al Equipo Unificado, artificio creado ante la disolución de la Unión Soviética. Desde entonces, no faltó nunca más a la gran cita. Lo hizo la mayor parte bajo la bandera de Uzbekistán, país al cual aún hoy representa. Si bien los números no dimensionan su real tamaño, ayudan a simplificar la admiración entre quienes no entendemos profundamente su deporte. Ocho Juegos Olímpicos, diez Campeonatos Mundiales, tres Juegos de la Buena Voluntad y tres Juegos Asiáticos navegan a la par de sus dos medallas olímpicas, seis asiáticas y once mundiales.
Fue justamente un juego asiático el que marcó un punto de inflexión en su vida y abrió definitivamente la puerta a la leyenda.
De regreso de las competencias realizadas en Busan, en 2002, ella y su esposo, el luchador Bakhtier Kurbanov, recibieron un llamado urgente de su mamá desde el departamento familiar en Tashkent: su hijo Alisher, de sólo tres años, había tosido sangre y en el hospital del barrio le diagnosticaban una posible neumonía.
La realidad fue devastadora. Alisher, en realidad, padecía leucemia.
Imposibilitada de darle un tratamiento en su país, una colega le advirtió sobre la posibilidad de buscar una solución en Alemania. Más precisamente en Colonia, donde viajaron poco tiempo después. Vendieron el departamento y un auto. Aún así, solo les permitía cubrir la mitad del tratamiento. La solución llegó gracias a la solidaridad de mucha gente y, sobre todo, a su enorme talento deportivo.
“Le pedí a las autoridades de mi país que me autorizaran a competir por Alemania. Solo con la finalidad de recaudar dinero que me permitiera completar el tratamiento. Descubrí entonces cuanta más gente buena que mala hay entre nosotros”, explicó tiempo más tarde Oksana
Efectivamente, comprometida a competir por el Turnteam Toyota Club -aún hoy sigue haciéndolo- y a representar a Alemania en los juegos de Beijing, le regaló a su nación de paso la medalla plateada en China. Y la Federación alemana le cubrió los gastos de un tratamiento exitoso que le permite a Alisher ver a su mamá desde las tribunas.
Más de 30 años después de su primer suceso como junior en la entonces Unión Soviética, Oksana anunció que los de Tokio representarían sus últimos juegos. Después de su último salto en la clasificación de la especialidad -quedó fuera de las ocho finalistas- el mundo de la gimnasia se detuvo para homenajearla. Rivales, entrenadores, dirigentes y voluntarios ovacionaron de pie y cada rincón del Centro de Gimnasia Ariake se conmovió ante lo que, imaginamos, era el cierre de una carrera insuperable.
Toda historia tiene detalles que se escapan y héroes que, por suerte, incumplen su palabra. Chusovitina no sólo no se retiró sino que, semanas atrás, ganó la medalla de bronce en la Copa del Mundo de Cottbus y siguió sumando puntos en otras pruebas soñando con conseguir un lugar en las pruebas de París 2024.
Un último detalle potencia la idea de que estamos ante un fenómeno irrepetible.
Oksana tiene 47 años, 30 más que muchas de sus rivales, a las cuales, además, supera con singular frecuencia.
Seguir leyendo: