Algún distraído pudo haber pensado que el estreno de la miniserie sobre la vida de Oscar Bonavena produjo corte de calles, una pequeña manifestación embanderada y la presencia de cientos de policías y varios carros de asalto. A él, a Ringo, le hubiera encantado. Hubiera pensado que no merecía menos. Pero no. A la misma hora a la que estaba citado el público y a menos de 100 metros de distancia, Cristina Kirchner hablaba en el CCK.
Las veredas del Luna Park se fueron colmando cerca de las siete de la tarde. El programa prometía: alfombra roja, el primer capítulo de Ringo: Gloria y Muerte, la miniserie biográfica sobre Bonavena y después cuatro peleas de box, la última con la presencia de Maravilla Martínez.
En la vereda de Madero había unas pocas y módicas celebridades: la Tigresa Acuña, Coco Fernández y su esposa, el promotor Osvaldo Rivero enojado porque tenía que hacer una fila para acreditarse. También pasó Látigo Coggi y sonriente posó para algunas fotos.
Cuando me mandaron a la entrada número 7, ubicada sobre Avenida Madero me desilusioné. Para mí al Luna, para una velada de boxeo, se entra por Bouchard. Eso, al menos, es lo que tengo grabado a fuego en mi memoria. Mi papá era neurólogo de la Comisión Municipal de Box. Muchos de sus sábados de los setenta y principios de los ochenta los pasó en el ring side del Luna Park (y muchas veces terminó acompañando a la guardia del hospital a los boxeadores). Algunos de esos sábados me llevaba a mí, a pesar de que era muy chico: eran otros tiempos, la paternidad tenía menos remilgos. Me puse contento cuando, una vez que me entregaron mi entrada, me indicaron que debía entrar por Bouchard. Me acordé de que cuando tenía 10 años me fascinaban las fotos que colgaban en el hall de ingreso del Luna: eran de los argentinos campeones del mundo. Me los sabía de memoria. Es más sin googlear les puedo decir todos y sólo dudaría en el orden de Cuello y Corro (estoy casi seguro de que después de Castellini vino Miguel Ángel Cuello: estaba hechizado por ese bigote ancho). La primera vez que fui había diez de esas fotos. El último era Laciar. Unos meses después se sumó Gustavo Ballas. Las fotos hace muchos años que no están. Aunque Ringo Bonavena nunca estuvo en esa galería.
De los boxeadores más convocantes de la historia del boxeo local, sólo Nicolino Locche, El Intocable, ostentó el cinturón mundial. Luis Ángel Firpo, Justo Suárez (el Torito de Mataderos fue posiblemente junto a Bernabé Ferreyra, el primer ídolo deportivo), la Pantera Saldaño y Ringo Bonavena atraían multitudes, fueron los púgiles más taquilleros, pero no pudieron ser campeones del mundo.
Al entrar se ve el ring sobre uno de los laterales, anulando el pulman de Madero. Debajo de las populares que dan a la Avenida Corrientes, dentro del estadio, armaron la alfombra roja. Un corralito que cubre todo el ancho del estadio, las cámaras, los micrófonos y los grabadores preparados para sacar alguna declaración a los integrantes del elenco y a las celebridades que van llegando. En la otra esquina, del otro lado del ring, en un rincón, un cartel de neón del Mustang Ranch, el prostíbulo de Joe Conforte en el que Ringo encontró la muerte. Es una réplica exacta del original. Colorido, con la imagen de una chica con piernas largas, botas altas con tacos y sombrero de cowboy. No parece una gran idea. Es como promocionar una biopic de Lennon con una gigantografía de Mark David Chapman.
Me asignaron un lugar en el ring side. Estoy en la cuarta fila. Alrededor hay mucha gente de la industria cinematográfica. Hablan de proyectos casi cerrados, alguno da consejos sobre cómo seducir a las plataformas de streaming, critican a algún colega. También hay boxeadores y ex boxeadores; más que por los músculos, los reconozco por las narices anchas, chatas y asimétricas, las orejas arrebolladas y los ojos alertas.
En la alfombra roja se produce un pequeño revuelo, los que estaban ordenados se amontonan: llegó Juana Viale. Esplendorosa y con una sonrisa casi tatuada atiende cada consulta. Su hermano es uno de los productores de la miniserie. Juana elige quedarse en un costado, le deja el centro de la alfombra a Marcela Tinayre, su mamá. Pasan también casi todos los integrantes del elenco. A muchos no los reconozco. Me avergüenza la situación. Nunca creí que me convertiría en esa persona (y eso por no mencionar lo que me sucede con los intérpretes de la lista de Spotify de mis hijos). En el otro extremo de la alfombra está Jerónimo Bosia, el protagonista, el Ringo de (no) ficción. Está muy elegante con smoking negro y un moño. Mastica un chicle, como si su mandíbula estuviera accionada por un pistón. Se lo ve algo nervioso pero igual está disfrutando su (gran) momento. Le piden que se ponga en guardia, como hacen los boxeadores, y los flashes lo ciegan.
El público va llenando el estadio. No había entradas a la venta. Todos somos invitados. La gente está muy bien vestida. Muchos hombres de traje y saco sport. Muchas mujeres con brillos y vestidos largos. Me genera curiosidad saber qué les interesa más, a qué vinieron: a una premiere o a ver boxeo. Tal vez lo que les sedujo fue el programa completo.
En los sectores habilitados ya no hay lugares vacíos. Llega Guillermo Coppola a la alfombra roja. También se pone en guardia pero a él nadie se lo pidió. Grita bien fuerte: ¡Ringo! ¡Ringo! Responde las preguntas sonriendo y repleto de certezas. Cada tanto vuelve a gritar: ¡Ringo! ¡Ringo! Cuando deja atrás a los periodistas, lo sigo, me intriga saber qué hace cuando no están las cámaras. Hace lo mismo. Continúa a revoluciones altísimas. Nadie en todo el Luna Park saluda más gente y reparte más abrazos que él (abraza bien: un talento que no hay que despreciar). Hasta que llega a su butaca y lo abandono, nunca deja de ser Guillote. Debe ser agotador.
Vuelvo a mi lugar porque ya está por empezar. A mi lado se sentó Látigo Coggi. Mañana me va a doler el cuello porque, con disimulo, me estiro para escuchar qué está diciendo. Habla de Ringo, también de Maravilla. Los de alrededor lo escuchan con respeto.
En el pasillo sigue repleto. Son todos del mundo del cine. Creo que ya tengo respuesta a mi pregunta: vinieron a ver el capítulo, a ser vistos, a hacer contactos, (algunos) a encontrarle errores a la serie y varios a que alguna cámara los tome, al menos, de refilón.
Suena fuerte The Passenger de Iggy Pop. Los seguidores planean por la platea haciendo que cerremos los ojos cuando nos dan de frente. Están el ring, los carteles con la imagen de Bosia como Ringo por todos lados, la pantalla gigante repitiendo una y otra vez los avances, y el estadio a esta altura, colmado. Alguien me muestra al hijo de Bonavena que recibe saludos de decenas de personas; debe conocer a pocos de esos.
Es imposible no pensar que Ringo hubiera adorado todo esta parafernalia. En especial porque él es el centro y porque el Luna Park es la meca.
Los productores, guionistas, directores se siguen saludando en los pasillos. Atrás mío, un hombre de unos sesenta años le dice a otro, más joven, mientras deshacen el abrazo: “Mirá si le hubiesen dado toda esta máquina a tu serie. Hoy serías Spielberg”. Al otro, al más joven, una mueca amarga se le cincela en la cara.
De pronto se apagan las luces. Empieza el show. Matías Martín sube al ring. Hace una presentación fluída. Me maravilla el oficio de estas personas que se pueden parar frente a miles de extraños, en circunstancias que no son las habituales para ellos, y hablan con solvencia, articulados, y sin derrapar. Cada vez que dice Ringo y refuerza la erre pienso que la resonancia del nombre es perfecta, que alguien con ese apodo difícilmente puede fracasar. En el nombre está la cosa. Después es el turno de Fernando Barbosa, el responsable de Disney en Latinoamérica y fanático del boxeo. Dice que el Luna Park es un estadio mítico por primera vez en la noche. Después la van a repetir otros en diversas ocasiones. Eso sí cada vez que lo digan, Látigo Coggi va a asentir con la cabeza, muy convencido y hasta algo emocionado. Mientras tanto Látigo, que tiene una espléndida boina/gorra negra de cuero, come Sugus confitados.
El tercero en subir al cuadrilátero es Leo Montero que oficia de presentar de una pelea. Muy pronto nos vamos a dar cuenta que es la de una noche histórica, aquella en la que Ringo ganó el título argentino. Entra Ringo con sus segundos. Jerónimo Bosia se mueve muy parecido a Bonavena. Hace gestos estentóreos, agita al público que a esta altura no puede aplaudir por casi todos están con sus celulares levantados por sobre su cabeza filmando (yo tampoco puedo aplaudir porque estoy tomando apuntes en mi libreta). Montero ahora anuncia al campeón argentino, a Luis Peretti. Se ve que los productores no consiguieron los derechos de los familiares de Gregorio Goyo Peralta o que lo convirtieron en un villano con fines dramáticos y prefirieron cambiarle el nombre.
Hay dos o tres anacronismos en la escena que me molestan: los segundos de Ringo, el falso Peralta y también los de su esquina arengan al público: la gracia es que eso sólo lo hacía Bonavena, los demás eran solemnes, serios, casi afectados. Ringo fue tan disruptivo, entre otras cosas, por esa clase de efusiones. El otro detalle es que ingresó una chica mostrando el cartel de Primer round algo imposible en 1965 y diría que en cualquier momento del Luna con Tito Lectoure a cargo: le hubiera dado un infarto. El último anacronismo: el público que estaba anoche en el Luna aplaudió a Ringo y no a su rival. En la pelea real sucedió exactamente lo contrario.
Antes de seguir hagamos un poco de historia. Nadie llenó el Luna como Ringo esa noche que ahora recrean en el ring. El récord de entradas vendidas: 25.236. Y a eso hay que sumarle los colados. En las populares no se podía ni respirar, a mitad de la pelea de semi fondo ya nadie pudo ir siquiera al baño, era imposible moverse. En el resto del estadio no había espacios en blanco. La gente ocupaba hasta las escaleras del pulman y estaba parada en los pasillos del ring side. Fue la noche del 4 de septiembre de 1965. Gran parte del público había llegado atraída por Bonavena. Pero eran pocos los que hinchaban por él. Fueron a ver como Goyo Peralta, el campeón argentino de todos los pesos, le arrancaba la cabeza a ese joven bocón. Un fanfarrón al que, suponían, iban a callar por siempre. Pero, como ocurrió a lo largo de su carrera, ante los grandes desafíos, Bonavena respondía, daba lo mejor de sí. Tiró a Peralta y ganó por puntos sin dejar dudas. El petulante que hacía semanas que provocaba desde los medios se puso a llorar como un nene –que lo era- apenas terminó la pelea. Y apoyó su cabeza en el hombro del vencido y le agradeció la oportunidad. Esa imagen fue la tapa de El Gráfico. Había nacido un ídolo.
Los dos actores comienzan la coreografía de la pelea sobre el ring. Se mueven bien. Bosia se agacha como lo hacía Ringo y se desplaza hacia adelante. La acción, de pronto, pasa a la pantalla. En blanco y negro vemos la pelea. Está tan bien recreada que por un momento parecen tomas documentales. Los insert con las caras de los relatores, de los periodistas con las máquinas de escribir o el público en el ring side son excelentes. Esas ideas y la manera en que está filmada la pelea son deudoras directas de Scorsese y de Toro Salvaje. En dos años, con la steady cam y con sus nuevas ideas, Stallone (o Avildsen) con Rocky y Scorsese con su película marcaron la gramática definitiva del boxeo en el cine: a partir de ese momento fue difícil no abrevar allí.
Cada tanto vuelven a Leo Montero y la acción en el ring. La acción en la pantalla es trepidante. El público está atento y en silencio. Al terminar el combate, ya de nuevo en el ring proclaman campeón a argentino a Ringo en fallo unánime. Le dan un cinturón de tela que representa una bandera argentina con una hebilla dorada, cuadrada y algo más grande que lo normal. Uno de los acompañantes de Látigo Coggi le pega en el hombro y le dice que es como el suyo, como el que tiene él. Látigo se ríe algo emocionado y asiente.
Después comienza el primer capítulo de Ringo: Gloria y Muerte. La estructura es inteligente. Dos líneas narrativas en paralelo. Por un lado narra la vida y los grandes hitos de Bonavena; por el otro, cuenta los últimos tres meses de vida de Ringo en Reno, Nevada, en el Mustang Ranch de los Conforte. Por un lado, la vida, los triunfos, el ascenso; por el otro, la caída, el camino inexorable hacia una muerte temprana, violenta y absurda.
A pesar de que es demasiado joven y tal vez demasiado ingenuo para la sordidez del Ringo final, muy pronto nos convencemos que Bosia es Bonavena. Es una gran actuación que elude la imitación y logra meterse dentro del boxeador de Parque Patricios. El resto de las interpretaciones tienen un nivel altísimo (mucho más para este tipo de producciones que suelen presentar desniveles notorios).
Cuando aparece María Onetto, el elenco, que tenía un sector reservado en la platea, comienza un aplauso que continúa todo el estadio (al final del capítulo, los creadores le dedicaron una placa “en memoria”: recibió una nueva ovación). Tal vez la decisión de casting más sencilla o evidente de la historia haya sido la de Pablo Rago como entrenador: los entrenadores de Ringo eran los hermanos Juan y Bautista Rago. Desecho la idea de que Pablo sea descendiente de alguno de ellos cuando recuerdo que lo conocemos por su nombre artístico: el apellido real de Pablo es Ragonese.
La trama del primer capítulo se toma pocas licencias dramáticas, se ajusta bastante a lo sucedido en realidad. Muestra a Ringo en Reno persiguiendo su sueño de volver a los primeros planos. Y para él había una sola manera: enfrentar de nuevo a Muhammad Ali. Eso añoraba él. Los años de gloria en que era el centro de atención. El récord de rating histórico de su combate con Ali, las tapas de revistas, las mujeres, el dinero, el teatro de revistas, el Pío Pío, los programas de TV, las invitaciones presidenciales. En un país exitista nadie parecía recordar que había perdido con el más grande de todos los tiempos. O sí. Pero todos le reconocían que había dado la talla. Pero ese anhelo de enfrentar a Alí en 1976 se había convertido en algo imposible. Todos parecían saberlo. Excepto él.
Un recuerdo familiar: en una de las (muchas) veladas en la que mi papá fue médico en el Luna Park, la atracción principal era Ringo. Fue en su regreso al ring después de la pelea con Ali, casi un año después. Su rival era un macizo norteamericano, Alvin Lee. Ringo lo tiró en los primeros rounds. Después la pelea se emparejó aunque Bonavena seguía ganando. Lee metió algunas buenas manos y en algún momento hasta conmovió al argentino, lo hizo tambalear. Después se fue ensuciando el trámite. Golpes en la nuca, piñas después del clinch, algún dedo en el ojo. Hasta que en el séptimo, Lee le pegó un cabezazo seco en la ceja. La infracción fue clara. La sangre cubrió la cara de Ringo. El referí paró el combate y llamó a mi papá al ring. Tito Lectoure, sentado a tres butacas de distancia, se agarró la cabeza. Sabía que papá iba a parar la pelea, no iba a permitir que continuara boxeando (unos años después un mexicano quedó colgando de la segunda soga después de un piñazo de Castellini, se levantó como pudo y quedó groggy deambulando por el ring; al árbitro no le importó y le dio el pase pero mi papá parado en el borde del ring se lo impidió: Lectoure le dejó de hablar por varios años, él quería nocauts, no médicos responsables y cautelosos). La herida era muy profunda. De haber considerado que era casual hubieran ido a las tarjetas que encabezaba Bonavena. El árbitro juzgó que fue adrede y descalificó a Lee. Como después de cada pelea, el médico iba al vestuario a revisar a los boxeadores. Mi papá ese día fue con mi abuelo, su suegro. Mi abuelo era un hombre discreto y elegante. Mientras lo revisaba, Ringo le dijo a los demás: “Déjenme solo con el Doctor”. Cuando todos salieron, miró a los ojos a mi papá y le preguntó: “¿Cómo salió la pelea, tordo? Desde que me pegó esa ñapi en el quinto no me acuerdo nada”. Después de que le contara que había ganado, Ringo lo invitó al día siguiente a almorzar a su casa los ravioles a esa altura ya famosos de su mamá, Doña Dominga (hasta tuvieron su propio programa televisivo producido por Gerardo Sofovich). Mi abuelo miró con ilusión a mi papá, como instándolo a aceptar. Al final, rechazaron la invitación.
Al terminar el capítulo, la gente aplaude con ganas. Todos, creo, tenemos ganas de ver los otros seis episodios. Ya queremos al protagonista y está bien plantado el derrotero hacia esa muerte anunciada aunque el punto más flojo sea que está demasiado subrayado Ross Brymer, el brazo armado de Joe Conforte, y también demasiada exacerbada la ingenuidad de Ringo, en una etapa en que lo dominaba la sordidez.
Mi Ringo Bonavena está compuesto de retazos. De esa historia familiar y de alguna otra noche de sábado, de las revistas El Gráfico viejas que me compraba cuando era chico y, en especial, de la lectura de Díganme Ringo, la biografía que escribió Ezequiel Fernández Moores, uno de las grandes exponentes de ese género editados en nuestro país. Fernández Moores forjó el Ringo de varias generaciones, vimos a Bonavena con sus ojos. A partir de Ringo. Gloria y Muerte, muchos (supongo, en realidad, que muchísimos) verán a Ringo con los ojos de esta serie. El personaje, su historia, su épica y su decadencia se meterán dentro de miles. Hasta ahora para ellos Ringo Bonavena sólo era un buen nombre que resonaba y dos extraordinarios one-liners. Ahora va a tener una historia.
Ya son más de las diez de la noche y es hora del boxeo. Se fue la mitad del público. Muchos de los que estaban en posiciones más alejadas, bajan a ocupar los sitios libres del ring side para estar más cerca. Látigo Coggi se queja de que desde dónde estamos no se ve bien. El piso no tiene inclinación, el ring está muy alto y las cuatro cuerdas –anchas para que entre publicidad en ellas- nos cortan los cuerpos por la mitad. Látigo decide irse. Se para más lejos a un costado para que nada le tape el campo visual. Me quiero morir, se me rompe la ilusión de escuchar sus comentarios durante los combates. Tengo suerte. Atrás mío se sienta un periodista muy joven con su computadora, está con un colega. Sabe muchísimo de boxeo, tiene muy buen información y es muy sensato. Sus comentarios me van iluminando cada acción.
La primera pelea es frenética. Castillo y Arce se pegan de verdad. No hay coreografía, no hay efectos. A veces se pegan tanto que los tres minutos se hacen largos, intensos, feroces. A mi izquierda están los familiares del que peor la está pasando. Los miro más a ellos que al ring. La esposa tiene un hijo chico en brazos. La mujer tiene los ojos fijos en el ring, no habla. Cada tanto baja con fuerza sus párpados y los mantiene apretados un buen rato. Cuando termina el último round está transfigurada: en 20 minutos la tensión cambió sus rasgos.
Siguen las peleas. Hay un buen nocaut y otra que llega a los diez rounds con dos boxeadores con destreza y bien entrenados. Es intensa. En mi cabeza llevo mi propia tarjeta. Los jueces fallan algo bastante parecido. El vencedor, parece, era evidente.
Cuando faltan dos rounds para que termine esa tercera pelea, aparece en el ring side el perdedor de la primera. Besa al nene, abraza a la esposa, toma Coca de una botella de un litro y medio y sonríe. Se lo ve bien. Sólo un pómulo marcado y la ceja con un leve hinchazón. Se sienta a esperar la pelea de Maravilla.
El presentador continuó como en toda la noche algo sobreactuado y sin conseguir que se entendiera una frase completa, como si su micrófono sufriera de distorsión. Sube al ring el colombiano Jhon Teherán. Esa hache mal colocada en su nombre parece (será) un mal augurio.
Cuando anuncian a Maravilla, vuelven a blandirse en el aire los celulares, vuelve la música (un trapero precede a nuestro boxeador), vuelve la pantalla gigante a interactuar. Vuelve el show. La noche es circular.
El colombiano consigue estar mucho tiempo en el ring aunque no en combate. Su ingreso, el saludo al publico, el himno de su país, la entrada de Maravilla, el trap, el himno argentino, las instrucciones del referí. Y después, un minuto y veinte segundos más.
Maravilla salió a atacarlo de entrada. Jhon no sacó ni una mano. Levantó la guardia y trató de resistir. Pero tampoco se las ingenió para escapar. Ochenta segundos después del inicio del primer round, un mazazo de Martínez desparramó al colombiano en la lona. Todos supimos que se había terminado la jornada. Teherán no se iba a levantar. Tampoco lo intentó. Hizo bien.
Maravilla tomó el micrófono. Agradeció al público, habló de su sueño de volver a pelear por el título y repitió varias veces como un consejo, como una advocación: “No dejen que les digan que 48 son muchos años”. Para Ringo eran un montón: 15 más de los que vivió.
El Luna se fue vaciando. La pantalla se apagó, no quedó nadie arriba del ring, los vendedores ambulantes descargaron sus mochilas y bandejas. Se fueron todos los espectadores. Sólo quedó prendido en un rincón el cartel del Mustang Ranch.
El neón del lugar en el que lo asesinaron despide la noche del gran regreso de Ringo Bonavena al Luna Park.
Seguir leyendo: