“En este momento me siento muy feliz de poder aportar mi granito de arena en River, trabajando en el área de captación. Por poco que sea, yo me conformo, porque de alguna manera estoy devolviendo lo mucho que el club hizo por mí. Es un orgullo ver cómo crecen y se desarrollan los chicos que son el futuro de la institución”. Con ese don de gente que siempre lo caracterizó, y que se mantiene inalterable, Pedro González sonríe por su presente, en coincidencia con un pasado glorioso, en el que no se cansó de dar vueltas olímpicas.
La historia levantó el telón en el comienzo de los años 60, en su amada provincia de Corrientes, donde una casualidad le abrió la puerta del fútbol: “El dirigente que era presidente del fútbol amateur de San Lorenzo, un ingeniero electrónico, por su trabajo viajó a Corrientes. Allí se encontró con Eduardo Seferián, presidente de la famosa textil Tipoití y creador del Deportivo Mandiyú, quien le dijo: ‘Andá a buscarlo a Pedro González, que, con 14 años, es el único futbolista destacado que tenemos acá y juega en el club Lipton’. No sé cómo me encontró, poque estaba sentado en la mesa de un club, en medio de un torneo de truco (risas). El problema es que yo tenía acordado ir a una prueba en Argentinos Juniors. Alí estuve 25 días hasta que me dijeron que no había quedado. Entonces, sin tener idea de la Capital, pregunté en un bar dónde quedaba la cancha de San Lorenzo. Era una mañana de un diluvio tremendo. Me indicaron y allí fue en colectivo. Aparecí a las 14, la gente de fútbol amateur llegaba a partir de las 18 y me quedé esperando al dirigente que había conocido en Corrientes. El afecto con el que me recibió me agrandó en el buen sentido. Al día siguiente fui a una prueba en el predio del Bajo Flores, donde hice cuatro goles y quedé. Siempre me quedó el recuerdo de que el portero que me recibió aquel día de lluvia fue la misma persona que luego sería mi utilero en Primera División. Las hermosas vueltas de la vida”.
Con la convicción que da el creer en sus condiciones, se fue insertando en un San Lorenzo que estaba atravesando una de las mejores décadas de su rica historia: “Cuando jugaba en las Inferiores, en la Primera todavía estaban los Carasucias, que eran un espectáculo, con el Bambino Veira, Nano Aréan, el Loco Doval y el Cordero Telch. Al poco tiempo me subieron, debuté en 1966 y al año siguiente llegó el brasileño Tim a la dirección técnica y fue una revolución. Cuando arrancó el Metropolitano de 1968, en el que formamos el equipo de los Matadores, en las primeras fechas el titular era el Bambino, formando la delantera con Fischer y Tojo. En el tercer partido, cuando enfrentamos a Boca, se desgarró, con una recuperación de más de un mes. Yo era el único que podría ingresar, pero era nueve de área, no actuaba por la punta. Entonces Tim me llamó tras una práctica para decirme que me necesitaba allí, a lo que le respondí que no, que yo era centrodelantero. Salí del vestuario y me encontré con un amigo. Al contarle la situación me dijo: ‘¿Vos son tonto? ¿No querés ganar plata y jugar en Primera?’. Este hombre fue el que me salvó, porque me hizo entrar en razones. No dormí en toda la noche y a la mañana siguiente ya estaba firme a las 7 en la cancha para esperar al entrenador y, cuando llegó, lo encaré: ‘Dígame dónde me necesita y ahí voy a estar’. Me llevó para adentro del vestuario y del bolsillo sacó las chapitas de gaseosas que siempre tenía encima y me explicó los movimientos por la punta. Allí comenzó a cambiar mi historia, conformando el ataque, conmigo sobre la derecha, el Lobo Fischer a la izquierda y el Toti Veglio al centro”.
Los Matadores fueron un cuadro equilibrado, sólido en defensa y explosivo en el ataque, que estaba llamado a quedar en la mitología del fútbol nacional: “Funcionábamos de memoria a puro toque, metiendo goles. En varios partidos, gran cantidad de gente se tuvo que quedar afuera, porque no daba abasto el Gasómetro. Le ganamos la final en la cancha de River al Estudiantes de Zubeldía, que era bravísimo. Se dio un partido muy chivo, pero nosotros teníamos una tremenda potencia en el ataque. Empezamos perdiendo y lo dimos vuelta con el golazo del Lobo Fischer en el alargue. La gente de San Lorenzo se fue caminando desde Núñez hasta el Gasómetro y nosotros, que obviamente llegamos antes, nos quedamos en los vestuarios esperándolos para salir al campo y dar juntos la vuelta olímpica. Tuvimos la suerte de contar con un entrenador revolucionario como Tim, que veía muy bien el juego y lo explicaba simple. Dejó una frase maravillosa, para explicar que un equipo deber ser tener sus líneas juntas: es una manta corta, si te tapás la cabeza, te destapás los pies. ¡Y es cierto!”.
Los Matadores dejaron un recuerdo que se eternizó en la leyenda del cuadro de Boedo. Ese equipo siguió siendo protagonista de los siguientes torneos y desplegando su buen juego. Pedro estuvo allí hasta que llegó el momento de marcharse por diferencias con Rogelio Domínguez, que era el entrenador en 1971: “Desde que llegó le lavó la cabeza a los dirigentes para que me fuera. Además, no le gustaba trabajar. Se quedaba en el café y le daba las instrucciones al preparador físico. Por eso un día lo encaré y le dije: ‘Encantado de conocerlo ¿Usted es el técnico?’ (risas). Ahí me vendieron a Perú, donde no llegué a conocer al presidente que me había comprado, porque lo asesinaron. Era un hombre millonario de 45 años, que manejaba un puerto propio y era amigo de Onassis. A tal punto que él fue el primer invitado al casamiento de él con Jaqueline Kennedey. Fue un misterio lo ocurrido. En Defensor Lima me fue muy bien, ya que marqué muchos goles, compartiendo equipo con dos compatriotas que también la rompieron, como Tojo y Converti. Tuve chances de jugar en México y Colombia, pero decidí regresar, porque las ofertas no eran tan buenas”.
Lo que no pudo ser, ya que no lo satisfacía en la faz económica, le permitió la vuelta al país y, sin planearlo, empezar a escribir otro capítulo brillante de su rica carrera deportiva, a partir de 1975: “Para no perder estado físico, en los meses finales del 74, fui a pedir permiso en San Lorenzo para que me dejaran entrenar con el plantel. El técnico era Osvaldo Zubeldía, que me autorizó, pero me dejó una cosa en claro: ‘Acá no tenés lugar’. Le contesté que no tenía problemas, que me utilizara en los amistosos. Cuando me vio jugar… Me quiso recomendar para Estudiantes, pero yo quería cruzar el charco, que para mí era el Puente Pueyrredón (risas). En el mes de diciembre jugaron en cancha de Boca, San Lorenzo contra Talleres por la rueda final del Nacional. Fui al estadio a ver el partido y en un momento, en que me estaba haciendo una entrevista José María Muñoz para radio Rivadavia, pasó Labruna por al lado, que era el técnico del cuadro cordobés y me dijo: ‘Llamame que te necesito’, porque ya estaba armando el equipo de River. Apenas comenzado el año 75, por pedido de él, firmé el contrato. Al día siguiente partimos con Roberto Perfumo desde Constitución en tren rumbo a Necochea para la pretemporada. Fueron como 14 horas de viaje (risas). Apenas llegamos, Ángel hizo una práctica porque necesitaba vernos. En una de las primeras jugadas, actuando para los suplentes, se la tiré larga a Passarella, que me dio un codazo tremendo en el brazo. Me la banqué y seguí como si nada. En el momento de ducharnos, no podía levantar el brazo para enjabonarme del dolor. Daniel estaba al lado y le dije: ‘Me mataste’, a lo que respondió: ‘Perdón Pedro, no te vi’, ‘menos mal’ fue muy respuesta (risas)”.
La racha de 18 años sin títulos era una carga demasiado pesada para los hinchas de River Plate. Por eso, la llegada de Ángel Labruna actuó en dirección de renovar más que nunca las esperanzas, por tener una impronta sumamente ganadora: “Tenía tres meses de inactividad, pero enseguida fui titular. Ese era uno de los méritos de Labruna, que sabía elegir a los futbolistas, conociendo sus momentos. En ese equipo, el crack era J. J. López, que tenía tanta claridad que te podía hacer ganar los partidos él solo. Con el correr de las fechas, comenzó a funcionar el Beto Alonso. Le di muchos pases a Morete que luego fueron goles. Fue un cuadro que se entendió desde el arranque y ganamos un partido tras otro, pero cuidado que era una parada brava, porque había que salir campeón sí o sí. Tuvimos la ventaja de contar con Roberto Perfumo, un líder nato, con tremenda personalidad, que de entrada dijo que debíamos estar unidos para dar la vuelta olímpica, porque el periodismo y la gente iban a tener la lupa encima nuestro para detectar si nos equivocábamos. Y el arquero… mamita, un fuera de serie (risas). Al terminar las prácticas todos se iban, pero yo me quedaba como una hora peloteando a Fillol, que siempre quería más. Le tenía que decir: ‘Pato, me duele la pierna, mañana seguimos’. Era un fenómeno, sacaba todo lo que le tirábamos”.
Ese equipo hizo historia, no solo porque cortó la racha adversa sin títulos, sino porque ganó muchos en el ámbito local. La cuenta pendiente fue la Copa Libertadores. Cuando más cerca estuvo fue en 1976, al ser derrotado en la final por el Cruzeiro. En la semi, Pedro González fue el autor del único gol en el desempate ante Independiente, que cortó el ciclo brillante de los Rojos de cuatro trofeos continentales seguidos: “El partido fue en la cancha de Velez y le dije a mi papá, hincha fanático de Independiente, que se viniera desde Corrientes. Así lo hizo y le indiqué que mi auto iba a estar en el estacionamiento de la cancha, que me esperara allí al terminar. A los 80 minutos marqué de cabeza el gol y lo salí festejando con todo, por lo que significaba para nosotros. Cuando me encuentro con él, lo primero que me dice es: ‘Me lo gritaste a mí', a lo que le respondía: ‘Pero como te lo voy a gritar a vos si hay 50.000 personas’ (risas). No hubo caso. Estaba convencido de que la cosa había sido así. Entonces lo encaré: ‘Cuando llegás a casa, te abrís un buen vino y te olvidás de todos tus compañeros de trabajo que vos pensás que te van a cargar’. La final con Cruzeiro me duele todavía hoy. Fuimos al desempate en Chile diezmados, y esa fue una enorme ventaja, porque físicamente estábamos mejor que ellos. Nos faltaron Fillol, Passarella y J. J. López por lesiones”.
Al durísimo golpe de haberse escapado la chance dorada de ser campeones de América, se sumó el hecho de perder la final del Nacional en diciembre, nada menos que ante Boca, en la cancha de Racing. Sin embargo, aquel era un plantel de hombres con personalidad, que se reponía ante la adversidad, y lo demostró ganando el Metropolitano de 1977, en el que Pedro tuvo una actuación decisiva: “Faltando dos fechas fuimos a la Bombonera, con Independiente siguiéndonos solo a un punto. Pernía hizo el primer gol y luego empató Passarella. A pocos minutos del final, me metieron un pelotazo en cortada de izquierda a derecha y cuando me salió Gatti, le hice un amague y pasó de largo. Definí con el arco libre el gol que valió un título, porque los Rojos habían empatado, les sacamos dos puntos y en la jornada final jugábamos con Ferro, que ya había descendido. Quise dar la vuelta olímpica en la Bombonera, porque éramos virtuales campeones, pero Roberto Perfumo, que era un señor, me paró: ‘Falta un partido, vamos a ser educados y esperar’. Tenía razón”.
Sus buenos rendimientos en River llevaron a que Menotti lo tuviera en cuenta para la serie internacional de 1977 en cancha de Boca contra selecciones europeas: “La pandemia nos llevó a Leopoldo Luque, pero justo antes tuvimos una charla en la que me dijo algo que jamás me había mencionado: ‘Menotti te quería ahí, sobre la derecha, pero bajando para colaborar con Ardiles, con Kempes de centro delantero y Bertoni a la izquierda’. El Flaco tenía muy claro el equipo y sus ideas, pero no pude estar en el Mundial porque unos meses antes tuve una distensión de ligamentos y me quedé afuera. No era para mí”.
Luego de perder la final del Nacional 78 ante Independiente, una vez más, River se rehizo, pero ahora de manera espectacular, al lograr el tricampeonato, con los dos títulos del 79 y el primero del 80, bajo la batuta de Labruna. Pero la Copa Libertadores seguía siendo la deuda pendiente y la eliminación en la fase de grupos del 81 fue el detonante y los dirigentes decidieron el cambio. Di Stéfano por Angelito: “Llegaron buenos jugadores como el Tolo Gallego, Olarticoechea y Búlleri. Alfredo me ponía en el banco, pero bien cerca de él: ‘Entrá Pedro así ganamos’ (imitando la inconfundible voz de la Saeta Rubia). Era como una cábala. Salimos campeones, pero a final de ese año los dirigentes fueron claros conmigo: ‘Hasta acá llegamos’. Me fui a Talleres donde estaba Labruna. Hicimos una gran campaña y solo nos paró Ferro, que era el mejor, en las semifinales. En la fase de grupos, Central, de la mano del Negro Palma, nos dio un baile bárbaro en Córdoba. Nos ganaban 3-1 y se lo dimos vuelta 4-3, con un enorme esfuerzo. Faltando dos minutos fui a ejecutar un córner, pero estaba agotado. Pateé, pero al banderín (risas). Me quedé en el piso pidiéndole al árbitro que lo terminara ahí. En ese torneo lo volví a salvar a Morete (risas), que vino muerto de Boca y lo ayudé, como en River, a que fuera goleador”.
El final inexorable estaba cerca. Apenas disputó un partido para Renato Cesarini en 1983 y siete en All Boys en Primera B, un año más tarde. El jugador dijo adiós para darle la bienvenida al entrenador: “Dirigí mucho tiempo en el Ascenso, casi 15 años. El mejor recuerdo lo tengo de Deportivo Laferrere, donde logramos el ascenso al Nacional B a mediados de 1990, con un apoyo impresionante de la gente, que nos respaldaba increíblemente. Me quedó la cuenta pendiente de All Boys, un club que quiero y donde me hubiese gustado ser director técnico”.
Desde hace casi 15 años, regresó a su casa, donde se encuentra en la actualidad: “Cuando volví a River estaba el Negro Jota Jota López de coordinador y me dijo que me quería para la parte de captación. Y desde ese momento estoy con esto que me apasiona, ya que vamos viajando por todo el país en busca de los futuros talentos para el club. Uno de mis orgullos es haber detectado a Lucas Martínez Quarta, que actuaba como volante central en Kimberley de Mar del Plata”.
Los ojos de Pedro denotan esa alegría que no se puede comprar. La satisfacción de hacer lo que a uno le gusta, no tiene precio. Y un valor inmenso, como el de ser un aliado de la suerte, gracias a sus goles y asistencias, que lo llevaron a ser un verdadero coleccionista de vueltas olímpicas.
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