Hay quien dice, no sin razón, que “mejor de todos los tiempos” hay tantos como personas deciden opinar al respecto. No es asunto de hoy. Por cierto, lo que en la actualidad podría ser un Maradona vs. Messi, hace cincuenta años era la discusión entre quienes aseguraban que “con esa panza hoy no tocarían la pelota” y los que afirmaban que “estos burros de hoy no jugarían ni un picado con los de la Edad de Oro”. Nada grave. Todo inconducente…y permitido.
Sin embargo, estos tiempos agrietan cualquier cosa que se diga. Y lo que empieza como una opinión futbolera puede terminar en un bloqueo de WhatsApp.
Nosotros, gente de medios, tenemos bastante que ver con el asunto. Imposible no convertir cualquier discusión en un duelo berreta entre Montescos y Capuletos. Pasa en la inexplicable superabundancia de debates audiovisuales, en los espacios abiertos a comentarios de las publicaciones de los portales y, ni que hablar, en esa batalla de guapos a distancia en la que demasiado seguido se convierten las redes sociales (no importa que sean haters, trolls, bots o simples cibersicarios; todos sabemos de fútbol como Sir Alex Ferguson, de autos como Fangio y de milanesas como Doña Tota).
Dentro de esta lógica, cuando hablas de Charly no estás dimensionando a un genio musical imposible de dimensionar sino que ensalzas a un zarpado que se tiró de una ventaja en un hotel en Mendoza. Entonces, Amy Winehouse no fue una de las más maravillosas –inconclusa e insuficiente- voces del Siglo XXI sino una flaquita que murió de alcohol, drogas, fama y amor. Y Van Gogh se reduce a un chiflado que se cortó una oreja por no haber sido correspondido.
Ya no nos importa tener razón: necesitamos que la otra opinión deje de existir. Y, lo más curioso, muchas veces lo pretendemos en el mismo espacio (otra vez las redes) que, ante cualquier amenaza de límite, rescatamos como ese reducto sagrado de opinión libre y democrática.
No es extraño, entonces, que baste una opinión como la de Rodrigo de Paul (“Fuimos la mejor selección de todas”) para que muchos hinchas y no pocos referentes históricos de nuestro fútbol le saltaran al cuello. Solo para empezar, me cuesta poner seriamente en duda una opinión sobre el juego de alguien que lo practica como el volante –todavía- del Atlético de Madrid. No es que no me anime a discutirlo; simplemente, sospecho que los cracks deben tener una óptica algo más profunda en todos los aspectos de este deporte que un señor aficionado que lo más cerca que estuvo del Alto Rendimiento fue atajar en el Fútbol 4 de Ritmo de la Noche. Eso sí, con Diego de compañero (mi hijo Fermín está podrido de que le muestre el video de los dos goles que hice con “asistencia” de Maradona).
En todo caso, da la impresión de que Rodrigo pateó un hormiguero. Porque muchas de las reacciones estuvieron más cerca de una especie de cancelación histérica que de argumentos profundos. Y, por encima de todo, si de opiniones se trata, más que descalificar habría que aceptar que, quizás, la de uno valga tanto como la de cualquier otro. Especialmente cuando debaten entre semejantes.
Por suerte, todavía somos muchos los argentinos que vivimos los tres títulos mundiales. Cada uno tuvo el mérito de la superación. Lejos de lo que aún hoy plantean sus detractores, Menotti no llegó a junio del ‘78 con apoyo irrestricto ni mucho menos. Pocos meses antes, desde la revista Goles les armaban el seleccionado paralelo y se difundían encuestas sugiriendo al Toto Lorenzo, entonces técnico de Boca, como eventual reemplazo. Ni que hablar de Bilardo, que llego a la concentración del América de Mexico en la previa del ‘86 con la mochila repleta de reproches y un expreso pedido de sustitución por varios miembros del gobierno de Raul Alfonsin. A Scaloni le tocó una casi unánime descalificación profesional. ¿Cómo iba a hacerse cargo del seleccionado una persona sin experiencia, siquiera dirigiendo un equipo de primera? Fui uno de tantos, con la relativa virtud de haber hecho un mea culpa un tiempo antes de que la Argentina ganase la Copa América.
Recorrer cada detalle de aquellas tres historias maravillosas llevaría mucho más que este espacio… y unos cuantos más.
Podemos hablar del palo de Rensenbrink, del 6 a 0 a Perú, de la derrota con Italia y tener que cambiar el Monumental por Rosario y del primer equipo argentino que, sin perder la técnica ancestral de nuestro fútbol, incorporó una dinámica y un rendimiento físico dignos del más voraz fútbol del primer mundo.
Podemos hablar de la plasticidad de empezar un torneo con Clausen, Garré y Pasculli y terminarlo con Olarticoechea, Cucciufo y Héctor Enrique. De la magia de Diego y de haber potenciado a cracks como Burruchaga, Valdano o Ruggeri. Y de haber llenado la Plaza de Mayo dos meses despues de haberse ido de viaje con una imagen que no envidiaría ni el mas piantavotos de los candidatos.
Podemos, finalmente, hablar del ya mencionado escepticismo de buena parte de la opinión publica fogoneada hasta la indecencia por frantcotiradores con micrófono y de haber sobrevivido a ese abismo futbolero que habría sido quedar fuera de un Mundial, con Messi, en la segunda fecha de la fase de grupos. Tambien, como en el ‘86, de lograr que no haya pieza prescindente en el plantel. Fue, entre tantas cosas, el Mundial de Enzo, Julián y Alexis en lugar del de Leandro, Lautaro y Lo Celso; el del penal de Dybala, la definición con Países Bajos de delantero del Inter y la salvada onda Mascherano del Martínez del United.
Cada uno, en su tiempo y en su debida dimensión, significó una historia de una épica inolvidable.
Y aunque coincida con De Paul –poco importa mi opinión pero no quiero sacarle la nalga a la jeringa-, lo que más celebro es haber sido testigo privilegiado de cada una de ellas.
Sin ignorar el pasado remoto, el pasado reciente me pone, una vez más, frente a un equipo audaz, que jugó a jugar y que encontró soluciones a un montón de errores. Fue brillante y humano. Nos enseñó que no existe el equipo perfecto y que el que finalmente gana es aquel que esta mejor preparado para sobreponerse a esos contratiempos. Y que las finales no solo se ganan, sino que también se juegan…y cómo,
En todo caso, por alguna razón, a casi cuatro meses del penal de Montiel –recuerden: metió el último y entró como suplente a jugar el suplementario- muchos argentinos, cada vez que podemos, volvemos al Mundial de Qatar.
Lógico. A ver si todavía pretendemos borrar pronto del disco rígido una de las pocas alegrías colectivas que recuerdo en muchísimo tiempo: ¿Qué otra cosa, entre todos los títulos diarios, nos roba una sonrisa o nos hace moquear de emoción?
Eso sí debería ser motivo de debate.
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