Le quedaban apenas siete meses para recuperar la libertad. Para volver a por todo, como soñaba. Pero fuera de la cárcel había mucha gente que no quería que las cosas volvieran a ser como antes, cuando el jefe de la barra brava de Patronato, Gustavo Petaco Barrientos, dominaba a sangre y fuego no sólo la tribuna sino el negocio del narcotráfico en Paraná y sus adyacencias, y no le temblaba el pulso para mandar a asesinar o hacerlo personalmente si alguien osaba desafiarlo en alguna de sus múltiples actividades ilegales. Así, el sábado por la tarde, en una de las salidas familiares autorizadas por la Justicia y tal como contó ayer Infobae, un grupo de cinco sicarios haciéndose pasar por policías que realizaban un allanamiento irrumpió en su vivienda rompiendo la puerta y cuando lo divisaron, lo ejecutaron de una ráfaga de balazos. El barrabrava más famoso de Entre Ríos terminaba sus días. Pero la guerra, se dice, recién empieza.
Petaco en realidad no empezó como hombre fuerte de la tribuna del Patrón, sino que sus primeros pasos los dio como delincuente común. Nacido en Chajarí en 1976, se mudó en su juventud a la capital entrerriana y empezó a mostrar sus dotes para armar bandas delictivas en el barrio Municipal, que pasó a ser su patria chica. Según los reportes policiales tenía predilección por las farmacias y las casas de electrodomésticos y de a poco fue insertándose también en el fútbol. Pero antes de cumplir los 30 cayó preso y en la cárcel conoció e hizo buenas migas con varios barras de Colón de Santa Fe. Ahí entendió que había un negocio menos peligroso e igual o más redituable que el robo a mano armada: tomar una barra de fútbol. Y eso además le podía dar contactos políticos y policiales de alto nivel. Entonces, cuando salió, decidió forjar su nuevo destino con un ejército inicial de 50 personas del barrio que después fue ampliando con gente de otros barrios, como Lomas del Mirador e Hijos de María. Cuando descubrió que tenía más de 120 personas a su cargo, tomó por asalto la Barra Fuerte, como se denomina al grupo violento del equipo rojinegro y desde ahí armó un imperio. Primero se hizo fuerte en el club, después se amplió al negocio del narcotráfico con la caída de sus rivales. Y para 2010, justo con el ascenso al Nacional B del equipo, Gustavo Barrientos coronaba como el hombre con el que todo aquel tenía que negociar ya sea en el fútbol o en la calle.
Más intuitivo que racional y más violento que estratega, Petaco se acercó también rápido a la política. Las banderas en apoyo al ex gobernador Sergio Uribarri flameaban en la popular y eran su carta de presentación que esgrimía a toda hora. Pero como todos los barras, su afiliación política era lábil: cuando hubo que negociar con el gobierno de Sergio Varisco en Paraná lo hizo desde la cárcel a punto tal que le puso a su propio hermano, Rubén, a acompañarlo en el territorio, juntándole gente y poniéndole seguridad. Era una alianza perfecta para expandirse en el territorio repartiendo lo que la droga producía. Un verdadero escándalo que demostraba su poder infinito.
De a poco, Petaco también fue ganando terreno en el club. De manejar la reventa de entradas, el merchandising ilegal, los puestos de comida y bebida y la ropa no oficial, pasó a tener injerencia en pases y porcentajes de jugadores. Su nivel de vida creció tanto que en el barrio de siempre, el Municipal, su casa se destacaba sobre el resto por el tamaño, el diseño y el sistema de cámaras de vigilancia. Hasta allí desfilaban jefes policiales, políticos y jefes de otras barras de equipos de Primera y el Nacional buscando generar nuevos negocios. Tanta impunidad llevó a Barrientos a creer que nada podía ocurrirle. En dos años todos los que le querían hacer frente iban cayendo por balazos sicarios que siempre pasaban al olvido. Hasta que ese poder lo embriagó por demás: manejaba la distribución de la marihuana y la cocaína y ejercía tal nivel de violencia sobre los rivales que decía que era el Pablo Escobar de la Argentina, como bien narró el periodista de investigación entrerriano, Daniel Enz, en su libro “Los hijos del Narco”.
Eso fue generando una ola de rencor y los incidentes empezaron a sucederse. En la cancha y en las calles. Hasta que decidió dar el ejemplo a todos y fue directamente a asesinar a dos personas, Maximiliano Godoy y Matías Giménez, que le habían supuestamente mejicaneado un negocio de drogas. Uno de ellos murió instantáneamente, el otro, Matías, sobrevivió diez días y logró identificarlo. Parecía su final, pero no. Porque si bien a fines de 2012 fue a la cárcel, siguió manejando desde allí toda la organización delictiva. Tanto que logró hasta hacer una manifestación con más de 200 personas por las calles de la ciudad pidiendo por su liberación. En un juicio abreviado pactó una pena de 11 años de prisión por el doble crimen y se instaló cómodamente en una celda en Gualeguay, donde tenía a su disposición tres teléfonos celulares, la posibilidad de ver los partidos de su equipo, hacía poner banderas políticas y seguía regentenado el negocio de la droga. Nombró como su segundo en el paravalancha a Hugo Ceola, quien seguía fielmente todas sus órdenes y cuando éste terminó un par de años después también preso, decidió que la herencia debía quedar en la familia y puso como líder a su sobrino, Pablo Olivera, alias Pelado, que todas las semanas le reportaba la recaudación de la cancha y de la calle hasta que a mediados de 2018 también cayó detenido en una causa por otro crimen.
Se pensaba que desarmando la estructura familiar Petaco carecería de poder pero siguió manteniéndolo con su gente del barrio Municipal, por lo que la Justicia decidió trasladarlo al penal federal de Ezeiza para menguarle sus relaciones extramuros en la provincia. Ahí se empezaron a abrir grietas en el ejército que comandaba y, aunque seguía siendo respetado, veía cómo otros jugadores se apoderaban de cierta parte del territorio. Fue entonces que demostró otra vez su poder: logró que lo reubicaran nuevamente en Entre Ríos, primero en Gualeguaychú y desde el año pasado en Paraná, desde donde mandaba mensajes a diario de que estaba próximo a salir y que se agarraran, porque volvía por todo, por la tribuna y por la calle. Sus rivales sabían que Gustavo Petaco Barrientos era un hombre de palabra: lo que decía, lo cumplía. Entonces, antes que se formalizara su libertad, aprovecharon una visita familiar autorizada, tuvieron el dato de dónde iba a estar y lo acribillaron. Así, a los 47 años, el máximo barra que tuvo la provincia de Entre Ríos terminaba tal cual lo determina el popular refrán: quién a hierro mata, a hierro muere.
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