La Copa Davis es, muy probablemente, el más conocido y prestigioso trofeo anual del deporte. Tiene leyenda, mística, épica y un historial de campeones que supera al de los cuatro Grand Slams juntos. Y está en crisis.
Lo está no solo por las últimas noticias que señalan que Kosmos, la empresa china asociada con Gerard Piqué y que se adueñó del torneo a partir de 2019, decidió dar de baja el contrato que firmó con la Federación Internacional de Tenis una vez que concluya la edición 2023 del certamen. Obviamente no es menor el detalle referido al lucro cesante: el acuerdo con los asiáticos implicaba una inversión de 3.000 millones de dólares por 25 años. Por mucho resarcimiento que consigan sus abogados, la ITF retrocederá varios casilleros hasta ubicarse, una vez, en el Via Crucis por conseguir patrocinantes que generen los ingresos imprescindibles para seducir, oremos mediante, a los principales exponentes de este deporte que, por cierto, en la última década larga han tenido más ausencias que presencias coperas.
Para colmo de males, el tenis masculino atraviesa una transición muy compleja de resolver: se terminó la Era de los Tres Grandes (Federer, Djokovic y Nadal ganaron entre ellos más de sesenta grandes títulos desde que comenzó el Siglo XXI) y es altamente improbable, sino necesario, que no tengamos una sucesión sino algo así como una herencia atomizada entre varios jugadores tan insinuantes como inestables. Dicho de otro modo: si hubiera que gastar millones en seducir a un puñado de figuras que aseguren atractivo y audiencias en las próximas Davis no sería sencillo establecer con certeza a quiénes apuntar.
Curiosamente, la Davis es una competencia que, aún ante las más altisonantes ausencias, sabe disfrutar del encanto de un espectáculo tan lleno de tensiones y misterios que hasta pareciera prescindir de las deserciones: jugadores y público terminan claudicando ante la emoción de quienes están disputándose el trofeo y abundan las series apasionantes. Sin embargo, para sostener esa mística da toda la impresión de que el certamen debería recuperar un detalle muy sensible que se perdió desde que Piqué y sus socios vendieron el formato con varias series en una sola o pocas sedes. Es intrínseco de la Davis la cuestión de la localía que implica jugar en casa con un público mayoritariamente propio, elegir ciudad, superficie y hasta marca de pelotas. Doy fe de que el encanto también pasa por el desafío de ganar de visitante. Así lo hizo la Argentina en 2016, cuando paseo por Polonia, Ítalia, Escocia y Croacia camino a su único título en el certamen.
Los nuevos formatos, que seguramente serán reformulados a partir de este sacudón deportivo/financiero, también implicaron el final de los partidos al mejor de cinco sets, aspecto distintivo de la historia del torneo y cuya reinserción difícilmente se contemple en tanto complicaría aún más la presencia de los mejores jugadores.
Hay quien sugirió alguna vez discontinuarla como torneo anual y hacerla cada dos años. Quizás volvamos a escuchar al respecto bastante pronto. Sería acortar un poco más al vínculo entre la Davis y los Juegos Olímpicos. La relación entre el tenis y el COI ha tenido algunos vaivenes curiosos. Por ejemplo, que este deporte debutó en los Juegos cuatro años antes de la primera Copa. Fue en 1896 y sólo jugaron varones. El vínculo se mantuvo hasta 1924 en la que fue la primera vez que el programa olímpico se jugó tal cual sucede actualmente, es decir, con singles y dobles de ambos géneros y dobles mixto. Curiosamente, la relación se rompió por diferencia de criterios respecto de la presencia de jugadores profesionales un tabú que el tenis recién superó a fines de la década del 60: durante mucho tiempo hubo tenistas que, con cierto grado de cinismo, cobraban para jugar como amateurs.
Como sea, desde Seúl 88 hasta hoy, ganar una medalla olímpica representa para los tenistas algo tanto o más valioso que un gran torneo de esos en los que se ganan muchos puntos y mucha plata. Otro punto en común con la Davis: la gloria, el prestigio y hasta la bandera por encima del dinero. Muchos de los más grandes tenistas de la historia, esos a los que no les temblaba el pulso a la hora de un match-point en la final de Wimbledon, sucumbieron ante el misterio de la copa o los anillos.
Es incuestionable que, así como la cita olímpica es un compromiso ineludible para la mayoría de los cracks, a la Davis le cuesta cada vez más encontrar ya no a las principales figuras sino los espacios suficientes en el calendario para armar un esquema de competencia razonable. Tanto es así que las finales de 2022 coincidieron con la primera semana del Mundial de fútbol: ¿Cómo seducir audiencias superponiendo las series decisivas jugadas en Málaga a la friolera de 31 partidos de primera fase jugados en Qatar?
Por encima de todo, no imagino al tenis sin la Copa Davis. Ni a la Copa Davis tal cual la conocimos hasta ahora.
Seguir leyendo: