Los periodistas tenemos el privilegio de presenciar eventos trascendentes y conversar mano a mano con personas destacadas y celebridades. Es parte de nuestro oficio. Lo que no es tan habitual es cruzarse con la historia antes de ser historia. Toparse con la prehistoria de lo que más tarde se convertirá en leyenda. Más extraño aún, si el personaje en cuestión no pertenece al área en la que uno se especializa.
Llevo ya un par de décadas como cronista de política e internacionales. Tuve la suerte de conocer a mucha gente de esas “importantes”, cubrir cumbres internacionales y entrevistar presidentes. Hubo notas que me demandaron mucho esfuerzo, algunas me dieron grandes alegrías, pero ninguna regresa una y otra vez a mi cabeza como la que me cayó del cielo hace casi 20 años de manera totalmente fortuita y, a esta altura, debo decir milagrosa.
Era agosto de 2003. Había terminado de cursar la maestría en periodismo de la Universidad de Barcelona y en pleno verano boreal fui de becario al diario La Vanguardia, el más importante de Cataluña y uno de los principales de España. Allí me enviaron a la sección deportes. Siempre me gustó el fútbol y los deportes en general, pero nunca antes ni después me dediqué al periodismo deportivo. Fueron sólo tres meses en que la pasé genial. Pero lo que nunca podría haberme imaginado es que cuando me asignaron a Deportes me estaban sirviendo en bandeja el billete ganador del Gordo de Navidad.
Una tarde, llegó una editora (sí, una editora mujer en la sección Deportes hace 20 años) y me dijo: “Oye, hay un chaval argentino en los alevines del Barça que dicen que es la hostia. Conozco a su representante, si quieres te lo presento y haces un reportaje”.
Ketty Calatayud, la editora, no sólo me confió ese dato que yo ignoraba por completo sino que, pasándose de generosa -y quizás dudando un poco de la capacidad del becario-, me acompañó al día siguiente al encuentro.
Recuerdo todo como si fuera hoy: era una tarde calurosa y sobre el bulevard de la Gran Vía de Carlos III, en el barrio de Les Corts, a pocas cuadras del Camp Nou, nos esperaban Horacio Gaggioli y Fabián Soldini -los representantes que habían sido clave para la salida de Rosario y el fichaje con el Barcelona-, Jorge Messi y un adolescente de pelo largo y la cara salpicada por el acné. “Hola, Lionel, mucho gusto”, me saludó cuando le estreché la mano. Mientras caminábamos hacia un bar a pocos metros, me explicó que aunque su nombre era “Lionel” y no “Leonel”, siempre lo habían llamado “Leo” y no “Lio”. También me dijo que su segundo nombre era Andrés. Asombrado, le comenté que entonces compartíamos sobrenombre, segundo nombre y las mismas tres iniciales, LAM. Estupideces que uno dice para romper el hielo. Aunque quizás me debería haber percatado de que asomaba ahí alguna señal cósmica.
Nos sentamos en una mesa sencilla junto a la ventana, Leo pidió una coca y comenzamos a charlar. En realidad, fueron Jorge, Horacio y Fabián los que hicieron el relato completo que después se escribiría mil veces: los comienzos en el baby fútbol de Grandoli, los años deslumbrantes en Newell’s, los problemas de crecimiento, las inyecciones hormonales imposibles de pagar, un intento frustrado en River y, justo cuando Jorge empezaba a explorar la posibilidad de emigrar a España de la mano de unos parientes en Lleida, la oportunidad de esa prueba en el Barça en septiembre de 2000 que maravilló al coordinador de inferiores Charly Rexach y marcó el destino para siempre.
La adaptación a Barcelona no había sido sencilla. Leo sufrió una lesión a poco de llegar que lo tuvo unos meses sin jugar y su mamá se había regresado con sus hermanos que extrañaban Rosario. Así y todo, el “enano”, como lo habían bautizado sus compañeros, ya llevaba más de dos años ganando campeonatos infantiles, batiendo récords de goles y saltando categorías en La Masía, la cantera del Barcelona.
Jorge me mostró una carpetita artesanal con ganchos y tapas azules donde mamá Celia había pegado las primeras notas de diarios rosarinos que hablaban del enganche que brillaba en las inferiores leprosas, el escaso registro periodístico que existía hasta entonces del niño Messi. Ni en Buenos Aires ni en el resto del mundo se tenía aún noticias sobre la joya argentina que se estaba terminando de pulir en Europa.
A Leo, con esa timidez casi monosilábica de los primeros años, apenas le pude sacar algunas respuestas: me contó que no le gustaba mucho la escuela pero se esforzaba por terminar el secundario y en cambio sí le encantaban tres cosas: jugar al fútbol, a la Play y ¡dormir la siesta! Y que en su habitación del departamento de 3 ambientes en el que vivía con su papá, justo encima de ese bar, tenía la biografía de Maradona que le habían regalado, aunque la había abandonado a medio leer.
Después volvió a su coca y su silencio mientras los adultos extendimos la charla sobre fútbol, la crisis argentina y la vida en Barcelona.
Ya tenía bastante información para contar su historia pero quería ver con mis propios ojos si de verdad era tan bueno como decían.
En pleno receso de las competencias oficiales, me volví a juntar con los Messi unos días más tarde en una canchita suburbana de Sant Adrià de Besòs, donde el Juvenil B del Barcelona jugaba un cuadrangular amistoso. A los 6 minutos del partido, el pibe argentino con la 10 tomó la pelota pasado el círculo central, encaró recto hacia el área, dejó a tres rivales por el camino y, cuando le salió el arquero, se la tocó suave hacia el palo más lejano. Leo se dió vuelta y señaló a su papá, que festejaba el gol con un gesto parco de puños apretados a mi lado, en la platea de una decena de escalones. El Barcelona goleó y Leo mostró varios destellos de su destreza. Volví al mismo lugar dos días después para la final del torneo con el Real Madrid. Bajo la lluvia, a Leo le pusieron una marca personal que no lo soltó en todo el partido. Intentó pero no pudo hacer la diferencia. El Madrid ganó 1-0 y se quedó con el trofeo.
¿Y entonces? No había dudas de que el chico era muy habilidoso. ¿Pero cuántos había como él? ¿No exageraban un poco su padre y sus representantes cuando contaban de sus hazañas infantiles? Es verdad que muchos lo comparaban con Maradona, pero era casi un lugar común en aquella época. A todo chico que era bueno con la pelota en cualquier potrero argentino lo apodaban Maradona. ¿Cómo no hacerlo con un argentino que jugaba en el Barcelona? ¿Cuántos maradonitas habría dando vueltas por el mundo? Pero llegar a jugador profesional es otra cosa. El embudo es tan exigente que la mayoría queda por el camino y se dedica a romperla en los picados con amigos.
Mientras bajaba los escalones de la plateíta de Sant Adrià pensaba que quizás el pibe llegara a jugar en primera, a lo mejor no en el Barça pero en otro equipo de la liga española, lo que ya era un sueño para cualquiera. Quizás hasta hiciera algunos goles y yo tendría una anécdota curiosa para comentar entre amigos: “¿Viste ese que hizo el tercer gol en el Getafe-Mallorca del otro día? Lo ví jugar un amistoso cuando era chico en Barcelona”.
Por suerte, a pesar de mi impericia para percibir la real dimensión de lo que se gestaba ante mis ojos, ocurrió el segundo milagro de esta historia.
Bajé al vestuario, y mientras Leo y sus compañeros se cambiaban, me acerqué a su DT, el también argentino Ángel Guillermo Hoyos, que brilló como jugador en Talleres y Boca en los años 80. Hoyos tenía una particularidad que valorizaba su veredicto: había compartido con Maradona la selección juvenil campeona mundial en Japón ‘79. Si había alguien con autoridad para comparar a los adolescentes Maradona y Messi, ése era Hoyos.
Primero me definió las cualidades de aquel chico: “Esa capacidad de jugar cerca del suelo, eludir a uno, a dos, y cuando lo traban y te parece que se va a caer, no se sabe cómo logra mantener el equilibrio, da dos zancadas, elude al portero y la mete… eso sólo se lo ví hacer a Diego, y ahora a Leo”.
Uf. Tranqui.
Pero como si fuera poco, agregó un pronóstico que me pareció exagerado y algo pomposo: “Ojalá pueda jugar pronto en el primer equipo del Barça y lo puedan disfrutar los argentinos en la selección. Tiene arte y magia para escribir muchas páginas en la historia del fútbol”.
Chan.
¿Es posible sintetizar la clave del estilo de un jugador durante toda su carrera cuando apenas tiene 16 años y aún no debutó en primera? ¿Es posible pronosticar su futuro con tanta precisión y poesía?
Hoyos lo hizo.
Nunca supe donde quedó el cassette en el que grabé la conversación con el clan Messi en aquel bar de Les Corts ni las palabras que intercambié con Hoyos en ese vestuario, pero por suerte lo fundamental quedó impreso en una página del nuevo suplemento deportivo de La Vanguardia que se presentó unos días más tarde. El jefe de la sección, Dagoberto Escorcia, lo tituló “Maradona en La Masía”. Yo me reía para mis adentros. Por las dudas, alerté a algunos amigos periodistas en Buenos Aires de que había un pibe argentino en las inferiores del Barça sobre el que había que estar atentos. Vaya uno a saber en qué termina.
La nota publicada en La Vanguardia el 8 de septiembre de 2003
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Pocos días después dejé Barcelona y pensé que me olvidaría del tema. En todo caso, ya me enteraría si este chico Messi debutaba en el Getafe, el Leganés o algún otro lado.
Pero apenas dos meses más tarde, me tuve que empezar a comer mi escepticismo. Fue cuando Frank Rijkaard, entonces DT del Barcelona, lo hizo jugar unos minutos en un amistoso con el Porto y lo convirtió en el tercer jugador más joven en debutar en primera en la historia del club. A partir de ahí, su carrera tomó un ritmo vertiginoso. Al año siguiente llegó el debut oficial en la Liga y en Argentina se organizó un amistoso de la sub-20 para calzarle de una vez la albiceleste antes de que se lo robara la selección española. En 2005 ya era campeón mundial juvenil en Holanda. Jorge me envió un par de fotos para una nota que publiqué en un diario hispano de Estados Unidos y que le mandé por carta al departamento de Les Corts para que la pudiera sumar a la carpetita azul que imaginé ya comenzaba a desbordarse con recortes de todo el mundo.
Desde entonces, seguí las aventuras de Leo a la distancia, asombrándome como el resto del planeta por sus proezas, con ese plus íntimo de que cada vez que me sentaba frente al televisor a disfrutar de sus maravillas, volvían a mi cabeza las imágenes de aquella coca en el bar, el gol en el cuadrangular veraniego y el vaticinio desmesurado de Hoyos que se iba tornando cada vez más certero. Así, hasta este 18 diciembre en que la Argentina entera y gran parte del planeta se emocionó cuando el enano pudo al fin conquistar la última cima, la más esquiva y deseada, y lo primero que hizo fue buscar a su familia en la platea del fastuoso estadio de Lusail, igual que en aquella tarde de 2003 en la canchita de Sant Adrià cuando todo eran sueños por cumplir.
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Buscando encauzar de alguna manera la felicidad que nos mantiene en el aire por estos días, decidí contactar a Hoyos, con quien no había vuelto a hablar desde aquel vestuario.
Para mi sorpresa, este trotamundos que tras su etapa en las inferiores del Barça dirigió equipos de primera en Grecia, Chipre, México, Colombia, Chile, la selección de Bolivia y, últimamente, a Aldosivi y Talleres, me atendió el teléfono en su casa de Lloret de Mar, al norte de Barcelona, como si fuésemos amigos de toda la vida. “Nunca me olvidé de tu nota. ¡Cómo me voy a olvidar!”, me dijo de entrada y me confesó que se le ponía la piel de gallina al recordarla. “No me preguntes por qué te dije aquello sobre Leo. Fue una locura. Hay cosas que no tienen explicación. Yo lo había conocido apenas dos meses antes, pero enseguida entramos en confianza por ser argentinos. Viajamos a un torneo en Japón en que la rompió y después fuimos a Italia donde goleamos a la Juventus. Su rapidez visual era única y ni hablar su destreza y velocidad con la pelota. Pero a mí siempre me gustaron los jugadores con su personalidad, sencillo, humilde, bondadoso y lleno de valores. Era un líder silencioso. Me enamoró desde el primer momento. En ese cuadrangular que estuviste vos, le di por primera vez la capitanía. Me pareció que le iba a ayudar a consolidarse como referente del grupo”, me confesó este cordobés muy devoto que, al igual que Leo, cree en los designios divinos: “Por algo viniste a hacer esa nota y se publicó un 8 de septiembre, el aniversario del fallecimiento de mi papá”.
Sin egoismo y a pesar de que su equipo se resintiera, Hoyos enseguida presionó para que Leo saltase de categoría y comenzara a entrenarse con la primera: “Era perder el tiempo que siguiera con los más chicos. Tenía que codearse con Xavi, Iniesta, Deco, Ronaldinho... Yo sabía que ellos lo iban a adoptar y ahí iba a terminar de formarse como jugador”.
Aunque lo entrenó poco tiempo, forjaron una relación para siempre. Hoyos guarda los detalles con celo y no quiere revelerar nada de los diálogos que mantienen hasta hoy. Alcanza con decir que Leo lo definió en 2005 como su “papá futbolístico”, alguien que le “ayudó muchísimo, aconsejó, enseñó cosas e hizo todo los posible para que pueda estar en Primera División”. Mucho tiempo después, fue el único entrenador al que invitó a su casamiento, lo que le otorga a Hoyos un curioso récord: es la única persona que estuvo en las dos bodas más importantes de la historia del fúbol argentino, la de Diego en el Luna Park en 1989 y la de Leo en Rosario en 2017. “Soy un privilegiado y un agradecido a Dios por haber podido estar cerca de dos fubolistas extraordinarios y mejores personas. Los argentinos deberíamos disfrutarlos y estar orgullosos de ambos sin necesidad de compararlos”, ruega.
“Sufrimos y lloramos mucho cuando a Leo no se le daban las cosas y lo maltrataban en Argentina. Conozco todos los sacrificios que hizo para estar siempre con la selección. Pero esta vez presentía que se le iba a dar”, se emociona y cuenta que rezó por Leo antes de cada partido del Mundial en un pequeño altar que armó en su casa.
Con el logro consumado, no cree que este sea el final del camino. “Aunque te parezca que ya no puede llegar más alto, Leo va a seguir aprendiendo y creciendo. Siempre quiere ir por más”.
Y entonces, no pude dejar de preguntarle por el futuro.
Hoyos no dudó: “Llegar a su sexto mundial como jugador sería único en la historia, el éxtasis total, y Leo lo puede lograr. Aparte confío mucho en Scaloni y en este equipo de hermanos que armó. Podemos soñar con la cuarta estrella en 2026”.
Si Hoyos lo dice, ya aprendí: elijo creer.
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