Ni la incertidumbre ni los nervios del final, pueden nublar lo más importante, la Argentina es, otra vez, campeón mundial de fútbol. Una tierra de campeones, de futbolistas brillantes, incorpora a su galería a 26 nuevos jugadores, entre quienes se destaca por amplio margen el mejor jugador del Mundial: Lionel Messi. Fue la suya una actuación formidable en un juego único, quizás comparable por su desarrollo con la final de México 86. Este con el agregado del tiempo extra y los penales.
Algún axioma repetido, inclusive por quien este escribe dice ‘’en las finales no se ven grandes partidos’', que los nervios, que la especulación. Este enfrentamiento, especialmente por lo hecho por la Argentina y un crack como Mbappé borra aquella sentencia. Fue muy bueno, con picos de brillantes del primero al minuto 120.
Los argentinos salieron a aplastar a los franceses y lo lograron. Hasta los 70 minutos los de Deschamps no patearon al arco. La Argentina ocupó el terreno a los ancho, con un brillante Di María por izquierda y Molina, olvidándose de Mbappé por derecha. Messi como conductor y De Paul como fogonero. Alvarez no se cansó de picar y meter diagonales y atrás un muro, Romero y Otamendi. Borró de la cancha a sus adversarios.
Los franceses corrían detrás de los jugadores sin capturar la pelota. Más de una vez se elogió a este equipo por su carácter cuando el desarrollo era confuso. En esa pierna puesta, alguna vez, en exceso y en la fuerte personalidad de sus jóvenes jugadores estuvo gran parte de la clave.
Messi fue el conductor de un grupo de chiquilines, hoy ya adultos, que se movieron a gran altura. El crack del PSG ahuyentó sus viejos problemas y fue él. Ya no combatió fuera de la cancha. Se alimentó de fervor, fuerzas, la calidad, estuvo siempre, y enfrentó los adversarios que se le pusieron enfrente. Los gambeteó, les hizo goles y como, siempre, fue un pasador brillante. Hizo magia.
Francia fue un rival irregular, tambaleante, perdido hasta que Deschamps desesperado puso dos tanques en la cancha. Mbappé hizo memoria, se metió en el partido y lo empató.
Pero la Argentina fue más en el tiempo extra, Lloris y Upamecano, taparon millones de gritos de gol argentinos. El partido perdió centralidad y el espectador se convirtió en uno de otro juego, el tenis, bamboleaba su cabeza a izquierda y derecha, volaban en la cancha, cuando no quedaban energías. Excepcional, vibrante, lleno de emoción. Difícil concentarse y otra vez Mbappé.
El fútbol es un juego excepcional, que en su estado puro no logra comparación con otros muy promocionados y quizás hasta con más dinero. Permite que vuelen sueños, pasiones. Que se estructure y se enseñe. Que lo jueguen todos, altos, bajitos, chicas y chicos, pobres y ricos. El fútbol abraza, hace llorar y reír. Enojarse y ser feliz. El fútbol da permiso a que participen todos. El fútbol es más que correr detrás de una pelota, es un hecho cultural que cruza razas y religiones. Que detiene guerras, que proclama la paz. Une a padres e hijos, hace amigos. El fútbol es cultura porque aglutina saberes, creencias y modelos de conducta social.
El seleccionado lidera desde ese momento todo eso. Estuvo a la altura de la historia de un país, que muere y se fanatiza por ese juego. Es un premio para Messi y sus compañeros, pero lo es también para millones que emparentan sus sueños con aquellos y desde el lugar más humilde, son a partir de este hecho campeones del mundo. Para un argentino la más enorme felicidad.
La Argentina ganó un Mundial excepcional. Lleno de buenos partidos y la aparición de jóvenes jugadores. De jugadas brillantes, de goles increíbles y de un comportamiento, en general, irreprochable.
Fue el mejor, supo organizarse, correr como leones y contar con un jugador que ingresa en el podio de los indiscutibles. Fue el verdadero conductor y hacedor. Cerró todas discusiones. Messi guió a la Argentina a lo más alto... nadie podrá reprocharle más nada.
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