Desde las tribunas baja el grito de aliento. Corean su apellido. Le imploran que aparezca, que frote la lámpara para que genere el juego que necesita la Argentina. Y él cumple. Lo hace religiosamente en cada uno de los encuentros.
La rutina es la misma. Entra en modo Messi, con goles, asistencias, amagues, arranques y frenos, vértigo y pausa… Despliega todo su repertorio, le otorgan el premio al mejor de la cancha y el comentario de la crítica es “este ha sido su mejor partido con la Selección”.
Así ocurrió con México. Abrió el camino con un golazo cuando todo era nerviosismo e incertidumbre. Con Polonia es cierto, malogró un penal, pero no se cayó. Por el contrario, esa acción llevó a doblegar los esfuerzos e ir en búsqueda del triunfo.
Con Australia, ya en octavos, su anotación volvió a ser la llave para tomar confianza. Países Bajos, por su parte, lo hirió en su orgullo con declaraciones poco felices y lo terminó pagando caro. Asistencia magistral a Molina en una maniobra que sólo él pudo ver y concretar y un penal efectivo. Luego llegaría la tanda desde los 12 pasos, que volvería a poner en primer plano al Dibu Martínez.
La semifinal se presentó complicada. Croacia manejaba la pelota y Argentina no podía hacer pie. Hasta que el árbitro sancionó la pena máxima y le posibilitó a Messi continuar con su costumbre: hacer delirar a casi la totalidad del estadio y poner en funcionamiento al equipo con más soltura y atrevimiento.
Lo que agiganta más su actuación es que no se encontraba pleno desde lo físico. Se tomaba una y otra vez el isquiotibial de la pierna izquierda alarmando a propios y extraños. Pero hace falta más que eso para detenerlo en este, que como ya dijimos, es su Mundial. Y cuando pensamos que quizás iba a ser sustituido arrancó con el ímpetu del pasado, pero sin esa velocidad propia de aquellos años. Entonces, recurrió al engaño, al freno, y desparramó Gvardiol para dejarlo solo a Julián y liquidar el pleito.
Su nombre y apellido se transformaron en un himno y los hinchas lo entonan convencidos de lo que puede hacer. Y agradecidos, además de aliviados, cuando lo ejecuta magistralmente como ya es habitual.
Soy consciente en estas líneas que puedo ser reiterativo en cuanto a los elogios al capitán argentino, pero es inevitable al intentar explicar cada triunfo albiceleste. Estamos en presencia del mejor del mundo, rótulo que ostenta hace ya muchos años pero que está decidido a ratificar aquí en Qatar.
Aquellas críticas crueles crueles y sin sentido del pasado han quedado lejos y se han caído por su propio peso. “No hace goles más allá de la primera ronda”, “A partir de octavos nunca aparece”, “En la Selección no juega como en su club”, “Sin él estamos mejor”. Hoy no dejó ningún resquicio para la queja o el reclamo. Es todo lo que siempre fue, y más.
Goleador argentino en los mundiales con 11 tantos. Mayor cantidad de partidos disputados en mundiales, con 25, igualando al alemán Lothar Matthäus. Con la final del próximo domingo lo va a superar. Primer jugador con participaciones directas en 20 goles (sus 11 goles más 9 asistencias).
El equipo que conduce Lionel Scaloni es muy bueno en todas sus líneas. Además de lo futbolístico, tiene un espíritu competitivo y un temple extraordinario. Difícilmente pierdan los duelos individuales, tanto en defensa como en ataque. Y disputar cada pelota como si fuera la última. Pero por sobre todas las cosas, tiene a Messi. Y eso lo convierte, quizás, en el mejor equipo de la competencia.
Bueno, eso lo sabremos el próximo domingo. Pero mientras tanto festejamos, disfrutamos, nos alegramos por el camino recorrido, que para mí es tan importante como el resultado final.
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