La final dirá lo suyo, pero lo de ahora es maravilloso

Hay un compromiso en público y del público diez años después de desplantes fomentados por un par de sicarios con micrófono que llevaron a que el propio Messi dudara en volver a jugar para la Argentina

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Simpatizantes argentinos celebran el triunfo de Argentina ante Croacia por 3 -0 y el pase a la final del Mundial de Qatar en el centro de Buenos Aires, Argentina (REUTERS/Agustin Marcarian)
Simpatizantes argentinos celebran el triunfo de Argentina ante Croacia por 3 -0 y el pase a la final del Mundial de Qatar en el centro de Buenos Aires, Argentina (REUTERS/Agustin Marcarian)

Una vez más, el fútbol, esa banalidad generadora de emociones tan desmesuradas como disfrutables, nos explica un montón de cosas de nuestra coitidianeidad. Una cotidianeidad que, en nuestra amada Argentina, te lleva a la perplejidad apenas uno se pone a charlar con cualquier desconocido que quiere saber algo más sobre esa tierra que no deja de sorprender al mundo con la excelencia de sus líderes futboleros, la frescura y atrevimiento de los recién llegados y la inconmensurabilidad de Lionel Messi, ese hombre que destroza cualquier recepto geométrico corriendo permanentemente los límites.

¿Hace falta explicarse por qué una multitud trasnochó en el Obelisco después de la maravillosa versión anti-Croacia? ¿Necesitamos algo más que no parar de reír con la saga de la Abuela La La La La y preguntarnos si en algún otro lugar del mundo convertiríamos en talismán del seleccionado a una simpática señora que, según propia confesión, ni siquiera es abuela? ¿Tiene que ser profundo y existencial aquello que demora la cena de miles de vecinos en la esquina de Triunvirato y Olazabal porque no se puede dejar de saltar al ritmo de nuestro flamante himno celeste y blanco modo reversión de La Mosca? ¿O en Rosario? ¿O en Mar del Plata? ¿O en el bufet del club de Calchín, el pueblo natal de Julián Álvarez?

Ya hemos discutido sobre la incuestionable necesidad que tenemos los argentinos de celebrar, aunque sea un ratito, el mero hecho de sentirnos representados como merecemos. No recuerdo en más de medio siglo haber tenido demasiadas razones para hacerlo por cosas que no hayan llegado de la mano de esa trivialidad llamada deporte. Fundamentalmente, el fútbol. Pasó en el ‘78, cuando ni siquiera la dictadura pudo evitar que la gente saliera a la calle masivamente sin que nadie la obligara a circular, como sucedía en cualquier rincón del país por cualquier motivo. Y pasó anoche un poco más, pero tanto como viene sucediendo desde el triunfo ante los mexicanos cuando, más que llegar a la final, disfrutábamos de haber zafado de quedar afuera en el segundo partido.

Nada que comparar entre un momento político y el otro. Salvo por una particularidad. La salida a la calle masiva y, sobre todo, espontánea: debería haber perplejidad en referentes de ese artificio llamado espacios políticos –flor de excusa para tener jugadores de todos los equipos jugando por derecha, por el centro y por izquierda- viendo semejante marea humana poblando las plazas y las calles sin que nadie obligue a nadie a nada. A propósito, sugiero que nadie mire de costado ni se haga el distraído. A esta altura del Siglo XXI, gran parte del arco político parece haber desarrollado una exitosa estrategia de desmovilización popular.

Julián Álvarez festeja con Lionel Messi el segundo gol argentino contra Croacia (Foto: REUTERS/Carl Recine)
Julián Álvarez festeja con Lionel Messi el segundo gol argentino contra Croacia (Foto: REUTERS/Carl Recine)

Insisto en la posibilidad de que buena parte del fenómeno tenga que ver con la representatividad. Después de la derrota del debut, el mismísimo Lionel Messi encaró las cámaras para advertir que “este grupo no los va a dejar a pie”. Y vaya si fue cierto. Tanto que, pasada la inolvidable noche del Lusail –otra más del estadio que nació maldito y hoy es el antro de nuestra celebración pagana-, el equipo de Scaloni no solo ganó todas y cada una de las cinco finales que enfrentó hasta el momento, sino que mostró compromiso, inteligencia, talento y energía para saber cómo superar siempre a rivales que le propusieron oposiciones diversas.

Repliegues absolutos, presión alta, equipos anchos y cortos o rivales como el croata que le quitó la pelota y que, aún con un dominio infructuoso, parecía desactivar la faceta creativa del seleccionado. Mas allá de la lógica euforia que genera una evolución semejante –de pronto, todos somos lindos, limpios y buenos-, que no haya habido mayormente ningún brote de histeria después de la derrota inicial y que la necesidad de celebración se reiteró después de cada encuentro sin importar necesariamente la fase a la que se accedía, ratifica la sensación de que, alrededor de este equipo, hay decenas de millones de fieles que sentimos que no nos van a defraudar. Eso incluye lo que suceda en la final que tan bien nos hemos garantizado.

Hay un compromiso en público y del público: diez años después de desplantes fomentados por un par de sicarios con micrófono que llevaron a que el propio Messi dudara en volver a jugar por la Argentina, en Qatar no alcanzan las horas para seguir con esa especie de ritual ricotero pospartido entre hinchas y jugadores.

Se imagina una especie de pacto íntimo que permite que se naturalicen las decisiones del cuerpo técnico. Hubo cuatro cambios de un partido ganado al otro y hubo ausencias que hoy se sienten más a poner cartas bravas a mano en caso de emergencia que a desplante respecto de íconos de la dimensión de Di María o Lautaro.

Queda la sensación de que fluye una combinación entre consenso y respeto por las decisiones “superiores” cuya única finalidad es el objetivo común. Y el respaldo a quien tiene que hacerse cargo: los ejemplos más recientes fueron el penal decisivo de Martínez contra Países Bajos y la extraordinaria performance de Tagliafico en la semifinal, dos jugadores que por distintos factores podían estar anímica y físicamente condicionados.

En todos los casos, vemos gente haciéndose cargo de lo suyo, comprometiéndose, honrando la idea del trabajo en equipo, regalándonos un rato de felicidad. Eso, nomás. Un rato. Efímero pero de goce intenso. Imborrable. De esos que hay que disfrutar ahora mismo, sin proyectar, sin dejarlo condicionado a lo que venga. Sin caer en ese pregón vacío de que solo sirve el que sale campeón. Aprendiendo a gozar de comer y no de haber comido.

Este ya es un Mundial repleto de momentos inolvidables para cualquier hincha argentino. Demasiados como para dejarlos condicionados al resultado de una final que, obviamente, soñamos con ganar; que este equipo merece ganar.

De antemano, les aviso. Nada de lo que suceda el domingo borrará de mi memoria, mi corazón futbolero y mi garganta haber visto a Van Gogh pintando La Cosecha mientras Julián Álvarez esperaba el pase del tercer gol.

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