Messi escuchó el final del partido y se desmoronó en el césped del mítico Maracaná. Sus compañeros, algunos más felices por él que por ellos mismos, corrieron a abrazarlo. El mejor jugador del mundo lloraba de emoción no sólo porque había salido campeón de América. El título era especial, un logro que había buscado desde que decidió jugar para la Selección aunque España hacía de todo para seducirlo. El contexto lo potenciaba porque enfrente había quedado derrotado Brasil y sin público en las tribunas porque eran tiempos estrictos de pandemia. Pero detrás de esa foto había algo que no todos podían ver. Messi lograba sacarse la presión de aquellos que durante años le habían hecho bullying porque ganaba siempre con Barcelona y nunca con la Selección. Ese día por fin consiguió, 16 años después de ese Sub 20 que maravilló al mundo, tener la aprobación de todos en la Argentina. Aunque suene extraño en tiempos de romance mundialista, y pese a que hoy parezca que nunca nadie lo cuestionó violentamente, en la única parte del mundo que tenía contra era en nuestro país. Al volver a Rosario con la Copa en la mano le impresionó tanto el recibimiento, que Leo se lamentó porque tenía programado irse rápido de vacaciones a Miami. Los jugadores siempre sacan pasajes un par de días después que termine la competencia sin conocer el resultado. El no sabía que le iban a hacer guardia como nunca para demostrarle ese amor.
Leo siempre fue reservado con su intimidad. Recién con el nacimiento de sus hijos dejó ver algo de su detrás de escena. Ahí contó una vez que Thiago, el mayor de sus tres varones, cerró la ventana de Youtube en su computadora y le fue a hacer una pregunta que lo sorprendió: “¿Por qué te matan en la Argentina, papi?”. El Messi mayor intentó calmarlo. “Son algunos. La gente me quiere. Vos viste cuando fuiste y me pedían fotos”. El nene lo pensó sin profundizar y se fue. Leo confesó ese diálogo en marzo del 2019 y había ocurrido unas semanas antes. O sea, no fue en otra vida sino hace poco menos de tres años. Ya había jugado cuatro Mundiales sin final feliz y lo pagaba. No había una gran defensa en la mala porque Messi no tenía hinchada en la Argentina. Sólo la gente de Newell’s lo defendió siempre por considerarlo uno de sus grandes embajadores en el mundo junto al Loco Bielsa. A Riquelme y a Tevez, por ejemplo, siempre los bancaban los de Boca; al Burrito Ortega, cuando se cruzó con Van der Sar en Francia 98, lo salieron a defender los de River. A Leo muchos lo miraban de lejos y con cierto recelo. Se llegó a sospechar un costado español pese a que jamás dejó de hablar en rosarino. Hasta se cuestionó absurdamente que no cantaba el Himno porque no sentía al país. Fue un tema de conversación hasta en los grupos de la Selección. Una vez, la Bruja Verón me chimentó que le mandaba estrofas por Whatsapp para fastidiar a su compañero de concentración en Sudáfrica 2010. Entre los jugadores era chiste. Cuando llegaba de un mundo exterior dañino a Leo le dolía.
A Messi se le cobró durante años no ser Maradona. O no manejarse como Diego, aun cuando en el fondo a más de un argentino le gustaría ser respetado en el mundo como Leo. Esa comparación que pudo ser un sello de calidad se transformó en un puñal. Aunque ahí hay una grieta generacional. Los mayores de 40 años somos esclavos emocionales de Maradona y varios minimizaron la aparición de Messi. Los chicos -y los no tan chicos ya porque crecieron con él- jamás fueron opositores de Leo. Hace más de diez años que en los clubes de cualquier barrio del país los nenes y nenas van con la camiseta 10 de Argentina, de Barcelona o ahora del PSG. No importa si es la línea nueva, el escudo original ni dónde se compró. El tema es que tenga las cinco letras que parecen transformar al que la lleva en jugador o jugadora de fútbol de verdad. Al hincha lo marca la adolescencia, entonces es lógico que alguien de 14/15 años le haga la reverencia a Messi. La Copa América hizo más fanático ese sentimiento indiscutible. Los jóvenes sub 30 no habían visto ganar a la Selección. Les quedaba en blanco y negro hablar de México 86, los penales de Goyco en el 90, Ruggeri levantando las Copa América del 91 y el 93 con el Coco Basile como entrenador. Desde la abstinencia, la Copa América 2021 tuvo valor de Mundial. Pasó también la historia de los clubes. Mostaza Merlo se convirtió en estatua en Racing con el título local del 2001 porque ganó después de 35 años. La Supercopa del 89 con el Cai Aimar de entrenador, la que levantó con el penal de Giunta a Independiente, para Boca se festejó como una Libertadores.
Ganar fue la varita mágica. Aun cuando hay que tener cuidado, porque significa que perder puede hacer resucitar alguna contra agazapada. Y no tiene que ver con que esté prohibido cuestionar y mucho menos modificar la opinión. “Sólo los imbéciles no cambian”, solía decir Carlos Bianchi. Los propios hinchas, o los que estaban en la cancha de Colón esa noche, silbaron a Messi en un 0 a 0 con Colombia por la Copa América 2011. Alguna vez se golpeó una mesa con energía para pedir en público que el 10 deje de jugar en la Selección porque había perdido otra final. O se vio en internet cómo se agredía a un jugador descomunal que hace 15 años que está en el podio del fútbol mundial. Se descalificó a una generación notable con la frase del Club de Amigos. No lo entendían en Barcelona ni en el resto del planeta, donde Leo es adorado. Una vez -y eso que pasaron más de 10 años, en una gira- Messi pudo caminar unas cuadras tranquilo por New York y lo contó sorprendido. “Fue lindo ser un chico común en la calle”, me reconoció en una entrevista que hicimos en mi habitación en ese hotel que compartimos con la Selección. Sólo allá podía pasarle. Hoy esa película quedó atrás. Todos disfrutan que él disfrute. En fin, Messi siempre fue el mejor, pero ser campeón hizo que lograra la unanimidad en Argentina.
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