De tanto en tanto, para encarar un tema es necesario construir un puente con otro que pareciera no tener nada que ver. En este caso no se trata ni de una confusión ni de una extravagancia. Apenas, una licencia para graficar “desde afuera” algo que se necesita explicar “desde adentro”. La Copa Davis es al tenis lo que la Copa del Mundo de la FIFA al fútbol. En 2016, la Argentina la ganó por primera y, hasta ahora, única vez. Lo hizo dejando dos lecciones fundamentales para fanáticos y periodistas: que el tenis, deporte individual hasta cuando se juega en dobles, necesita a veces del trabajo en equipo. Y que nadie, ni el más sabio conocedor de la disciplina, sabe mejor lo que pasa con los integrantes de ese equipo que quienes forman parte de él.
Les dejo un breve repaso respecto de ese trabajo en equipo y del rigor y la excelencia de las decisiones tomadas por el cuerpo técnico encabezado por el capitán Daniel Orsanic.
Primera rueda. En Sopot, Polonia, y sobre cancha rápida bajo techo. Federico Delbonis elige jugar torneos en canchas lentas en la previa de la serie pese al pedido del capitán de que todos los elegibles lo intentarán en superficie veloz. El mismo Delbonis que no fue a Polonia, lejos de cualquier histeria o rencor, fue decisivo en los cuartos de final en Italia y, pese a no haber jugado ni un punto en las semifinales en Glasgow, ganó el punto decisivo en la final.
Guido Pella, clave en Polonia y en Italia –acompañó en dobles a Del Potro en su regreso a la copa-, sumó un punto clave en Escocia y miro desde el banco cada tanto del match decisivo en Croacia.
A Leonardo Mayer le tocó, apenas, la responsabilidad de disputar el quinto punto contra los británicos, que ganó en cuatro sets. Venía de no ser siquiera convocado para la serie anterior en Pesaro.
Los ejemplos siguen, pero en algún momento hay que acercarse al foco.
Gran parte de las decisiones tomadas desde adentro fueron motivo de cuestionamiento público por parte de un sector del periodismo y de polémicas de final del día en off hasta entre gente que conoce este deporte mucho más que cualquiera de nosotros: por mucho que uno sepa del juego, de ninguna manera podría tener tantos elementos de juicio como quienes forman parte de la intimidad de los grupos. Aun equivocándose –hasta en el alto rendimiento, el deporte tiene como variable los intangibles, eso que los convierte en algo apasionante-, quienes deciden manejan el mazo de cartas completo y no simplemente un palo del naipe.
Pasada la noche mágica del 974, quedó en claro, entre tantas cosas, que ninguno de quienes miramos todo esto lejos de las habitaciones del campus de la Universidad de Qatar está en condiciones de sacar las conclusiones que atraviesan Scaloni y sus asistentes antes de firmar la planilla con los once titulares… o las que le entregan al cuarto árbitro para cada cambio durante el juego.
Más allá de la incalificable actuación del seleccionado polaco –cuesta recordar en la historia un equipo que haya merecido menos que éste un pase a octavos-, la performance argentina terminó siendo extraordinaria de la mano de una combinación poco frecuente entre experimentados y cuasi debutantes.
Mientras a muchos nos da vértigo poner en los pies de jugadores sin rodaje la mayor cantidad de pases de un partido, Enzo Fernández volvió a dejar en claro que, además de tener una calidad descomunal, tiene un ángel aparte.
Mientras unos cuantos periodistas –me incluyo- ponemos en duda la razonabilidad de poner en la cancha a un equipo que nunca antes jugó así constituido, Scaloni & Friends eligió la variable de elegir a los mejores para su idea antes que temer cualquier desacople. ¡¡¡En un partido decisivo!!!
Mientras nuestras estadísticas señalan que, hasta el comienzo del Mundial, Lautaro Martínez era el goleador de la Era Scaloni, el que sale a la cancha con la misión de evitar que los utileros empiecen a preparar los baúles para el viaje de regreso se llama Julián Álvarez.
Mientras aún hoy, y con razón, todos nos lamentamos la ausencia de Gio Lo Celso, el cuerpo técnico decide que esa posición, aun reformulada hasta por perfil predilecto, quede en manos de Alexis Mac Allister. Hoy, nadie duda de que ese lugar en la cancha tiene cobertura indeleble.
Y así hay muchos “mientras” más por desplegar. Usted debe tener unos cuantos en mente a esta misma hora.
En todos los casos, se trata de una mezcla de evaluación del rival en ataque, del rival en defensa, de los recursos individuales y colectivos propios y, seguramente, de las variables anímicas que, así como parecían sentadas en un tobogán después de Arabia Saudita, hoy asoman dentro de un montacargas emocional que hay que sujetar camino al partido del sábado.
Hay mucho más por analizar y discutir. Que el liderazgo de Otamendi, que el cuidado para Di María, que la noche agridulce del enorme Lionel. Que le enormidad de un equipo capaz de, en un partido tan sensible, construir dos golazos de más de 20 pases consecutivos.
Aflojemos un poco y prolonguemos un poco más la sobremesa después de la cena soñada. Ya habrá tiempo para dar vuelta la página y asumir que, así como la Argentina superó el enorme desafío de jugar un partido sabiendo que solo un triunfo le daba garantía de suceso –a su rival, como vimos, le sirvió hasta perder por paliza-, Australia ofrecerá una oposición bien distinta en lo físico, en lo técnico y hasta en lo espiritual.
Mientras tanto, disfrutemos. Desde casa llegaron imágenes de festejos en todo el país, con un Obelisco repleto como referencia inequívoca. Parece demasiado en tanto lo que se logró fue, apenas, superar la fase de grupos. Verdad a medias.
Al fin y al cabo, las alegrías y las tristezas son solo momentos que atraviesan nuestras vidas. Sucede que, en algunos lugares del planeta, unas son más frecuentes que otras. Y ya sabemos en la Argentina qué es lo que nos toca.
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