Alejandro Ortiz se crió en una familia de clase trabajadora de José C Paz. Su infancia fue “como la de cualquier argentino de clase media”. “Cuando era pibe, si quería unas zapatillas Adidas me compraban unas Flecha; pero nunca me faltó para comer. Simplemente, a las cosas de primera línea mis viejos no llegaban y me tenía que acostumbrar a las segundas marcas”, dice en diálogo con Infobae.
Sin la figura de su padre, quien abandonó el hogar cuando él era muy chico, el Búfalo se aferró al amor de su mamá. Todavía recuerda cómo se quedaba paradito en la misma esquina en la que lo había visto por última vez con la esperanza de encontrarlo nuevamente. “Pero nunca volvió”.
“Con el tiempo me enteré de que se había ahogado en un río de Neuquén”, reconoce con dolor. Pero cuando tenía 7 años, la ausencia de su papá afectó sensiblemente a su personalidad. Sobre todo porque nunca pudo generar un vínculo de confianza con su padrastro. “Cuando estuve detenido, pensaba que mi hijo sentía lo mismo que había sentido yo: él me estaba esperando. Fue un martirio por mucho tiempo...”.
En la cárcel permaneció durante tres años, siete meses y 25 días. Pero antes de ser detenido en un robo que “terminó mal”, el Búfalo Ortíz ya se había convertido en un pirata del asfalto. Durante su juventud, un primo le ofreció comenzar con “los laburos” que hacían en las calles. “Empezamos haciendo camionetas. Salíamos al voleo y si veíamos algo que nos gustaba, lo hacíamos. Siempre vehículos, porque se pagaban bien”, recuerda.
Empezó como chofer de la banda. En una época en la que no había tantas cámaras de seguridad en la vía pública, en su primera salida cobró el equivalente al sueldo mensual que ganaba trabajando en una fábrica. “De a poco me fui metiendo cada vez más, hasta que un día arrancamos con los camiones. El primero que hicimos fue uno de cemento y la ganancia era como un año de trabajo. Ahí dije: ¡Es ésta!”
El mundo delictivo pasó a ser su principal y única fuente de ingreso. A medida que se fue involucrando cada vez más, entendió que “no existe el robo perfecto, sin el contacto adecuado”. “Siempre nos decían qué mercadería llevaban los camiones. En un momento entraban las zapatillas Nike, Reebok o Adidas de Brasil; pero las del pie derecho ingresaban al país con camiones y las del pie izquierdo por barco, entonces no nos servían esos robos”, revela.
“Hemos afanado toneladas de lombrices, que son carísimas, o unas piedras cancerígenas que salen de las vacas y los chinos las compraban para los laboratorios que hacían medicamentos. Pero lo habitual eran cubiertas y puchos. Y hoy en día creo que sigue pasando”, continúa en su relato.
Según su mirada, era dinero fácil que rendía para tener una vida de lujo. “A plata de hoy la cuenta es fácil: si hacíamos un camión que transportaba 500 cubiertas, a 100 lucas cada una nos quedaban 50 millones de pesos para repartir entre cuatro, con el contacto incluido. Eran 12 palos y medio para cada uno”.
Ajeno a una realidad laboral, en la que difícilmente una persona que se desempeña bajo relación de dependencia pueda acceder a dichos montos, el Búfalo dilapidaba los billetes en sus amistades, la noche y los gustos personales. “La plata que entra fácil se va rápido. La reventábamos en la buena vida. Yo jamás cambié a mis amigos, pero me gustaba ir a lugares lindos. Jamás me vieron tomando una cerveza del pico en la calle, porque me gustaba vestirme bien, ir a los lugares de moda en San Miguel, Palermo o cualquier lugar de Capital. Incluso cuando me compré una camioneta 4x4, la tenía que dejar en un estacionamiento a unas cuadras de mi casa para que no me vieran llegar con ese monstruo; sino me iban a preguntar de dónde la había sacado. Viví en una mentira”...
Sin dudas, aquellas incursiones nocturnas en las rutas tenían un riesgo. Y un día el operativo salió mal. En la intersección de la Panamericana con la Ruta 197, efectivos policiales impidieron el asalto a un camión que trasladaba cemento. Como los delincuentes respondieron con armas de fuego, la balacera se extendió por varios minutos hasta que uno de los impactos le quitó la vida a su primo y otro terminó en la pierna del Búfalo. “Fue todo tan rápido que uno no puede ponerse a pensar en que fue una lástima, porque sabía lo que estaba haciendo. Es como lamentarse cuando uno va a pelear y lo terminan noqueando. Me queda ese momento de bronca, porque fue una pérdida muy grande. Sabíamos a lo que estábamos jugando. Hoy en día sigo luchando conmigo mismo para hacer un cambio de 180 grados. Pero cuesta más vivir con lo bueno que con lo malo, porque uno quiere hacer las cosas bien y la sociedad no lo permite. Hoy todavía siento prejuicios por lo que hice en el pasado”, dice a la distancia.
Su estancia tras las rejas le cambió la forma de pensar. “Hice lo que pude. Formé amistades y un tipo me terminó escribiendo una canción. Pero lamentablemente las prisiones no están preparadas para reinsertar a los condenados en la sociedad. Hay algunos que duermen entre cucarachas. La cárcel se toma como un castigo, pero debería ser para rehabilitar a las personas”, analiza.
Cuando ingresó por primera vez al penal penitenciario de La Plata entendió que no le sería fácil. “Apenas me metieron en el calabozo, vi a un tipo cagando. No daba saludarlo y me tuve que hacer el boludo. Era un lugar muy chiquito, porque éramos cuatro en un pasillo con un baño. El que diseñó las cárceles la pensó re bien, porque a los 10 minutos de estar ahí uno ya se arrepiente y quiere evolucionar”, advierte con culpa.
En sus reflexiones hay arrepentimiento. En el pabellón tuvo que ganarse el respeto del resto de los reclusos con violencia y diálogo. “El 80% de las veces es con peleas, pero también se puede de otra manera. En las fiestas de fin de año los tipos preparaban la mesa y no se comía un pan hasta que no estuvieran todos sentados. Había gente que sufría mucho por los recuerdos de sus familiares”, recuerda.
Fueron tres años, siete meses y 25 días. La fecha la tiene marcada en el calendario de su memoria. Y cuando recobró la libertad se dio cuenta de las dificultades que le había generado su pasado. “Fue muy jodido conseguir laburo. Creo que muchos terminan volviendo a lo mismo por necesidad. Yo tuve la suerte de salir y jamás volví a tener un problema con la policía. Sin embargo, todavía siento la mirada ajena de algunos vecinos o los padres de los compañeritos del colegio de mi hijo. Y en las redes sociales también me maltratan”…
Sin oportunidades en el mercado laboral, el Búfalo Ortíz comenzó a ganarse la vida en peleas clandestinas. “Al principio tuve que empezar a laburar en la construcción, porque en todos lados me pedían antecedentes penales. Fui a los ponchazos hasta que se fue dando lo mío. Gracias a esos combates dejé de pasar hambre y con ese dinero podía darle una educación a mi hijo”, revela.
Atrás habían quedado sus movimientos delictivos por Paso de los Libres, en la frontera entre Brasil y Argentina. Las fechorías realizadas a miles de kilómetros de Buenos Aires fueron episodios que jamás volvió a repetir.
El deporte fue una herramienta de escape. Una vía en la que podía descargar todas sus broncas de forma legal. Con talento, sacrificio y perseverancia logró desafiar al campeón de kickboxing, Arturo Contreras, a quien derrotó por la vía rápida en el primer round. “Quería sacarme algo de adentro. Había puesto un gimnasio en el sindicato del cuero y un amigo me propuso ir a pelear a México. Yo no sabía lo que era, pero me metí de lleno. Igualmente, gané más plata con las apuestas que con la pelea. Fue una manera de tener unos pesos encima”.
Su vida es propia de un guión cinematográfico. Por ello el director Nicanor Loreti le pidió a Sergio Maravilla Martínez que encarnara el papel de Alejandro Ortíz para contar su historia en la pantalla grande.
A pesar del profesionalismo de los protagonistas, el Búfalo comprende que la ficción “no tiene nada que ver con la realidad”. Según su mirada, los recursos audiovisuales en las escenas de acción pueden resultar exageradas con “explosiones, tiros o vehículos que salen volando”. “El pirata del asfalto tiene que hacer una logística que no es fácil. Hay que tener un galpón para guardar las cosas, buscar la mercadería, saber a quién venderle”…
Él asegura que al escuchar el ruido que hacían las gomas de los camiones, sabía qué transportaban. “Es un negocio gigante que se mantiene hasta el día de hoy. A medida que fue pasando el tiempo, se fueron modificando las tecnologías. Nosotros lo hacíamos hace 14 años y hoy es todo muy distinto. Cuando salíamos a la ruta, lo mejor que podíamos ver era un camión Mercedes 1620 y hoy hay cada bicho que no lo podés parar ni en pedo con un auto”.
Durante el rodaje del filme se desempeñó como asesor de Maravilla, porque quería una mirada real. Sin embargo, los productores tuvieron que contratar a un especialista en hacer coreografías de combates, porque los consejos del Búfalo eran extremadamente violentos: “Un día a Sergio le rompieron la nariz y de la calentura terminó noqueando a uno. Otro terminó con un brazo dormido de una patada”, recordó entre risas.
Su experiencia en el set de grabación la había adquirido cuando participó de la popular serie El Marginal. Su satisfacción también se relacionaba a que “se sumaba gente de la calle a las grabaciones”. “Sirvió para ayudar a muchos indigentes, porque les pagaban y le daban de comer mientras trabajaban”, subraya.
Alejandro Ortiz se transformó en un personaje de ficción. Arrepentido de su pasado, el Búfalo construye un futuro con dignidad, empleo registrado y sacrificio. “Cuando salí de la cárcel, me liberé de todo lo que hice mal, pero sigo siendo el mismo vago y atorrante de siempre. Aunque ahora hago las cosas por derecha”.
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