El niño de anchas espaldas y gruesas piernas camina zigzagueante por el cañadón de la calle Cuenca buscando piedritas para pegarles con la punta de un palo cualquiera. Instintivamente echa su cuerpito robusto hacia atrás y no yerra: les da a las pequeñas piedras con el extremo de su improvisado objeto hasta verlas tomar un leve vuelo y caer nuevamente a la tierra. Mientras sigue su marcha hacia el almacén para hacer las compras ordenadas por su madre el chico juega con un palo adherido a su mano derecha y elige las piedritas a las cuales impactar con un solo golpe seco y preciso.
Todo el mundo en el barrio Villa Pueyrredon conoce al pibe Roberto, el hijo de un tano laburante y proletario que se esforzaba cada día para que sobre la mesa hubiesen platos con comida humeante en plena crisis de los 30′. Eran tiempos difíciles y todos los integrantes de cualquier familia debían trabajar para ayudar a transitar la miseria.
Roberto, elegido por el golf cual inexplicable prodigio celestial, se iba todas las tardes hasta el Club Argentino de Migueles que quedaba cruzando una avenida de cien metros de ancho, divisoria entre la Capital y la Provincia que hoy es la Gral. Paz. Al llegar se ofrecía como “caddie”. Y a los 9 años comenzó portando sobre sus hombros firmes las pesadas bolsas con los “palos” verdaderos.
Aquel niño de tez blanca cuya prominente nariz elegía el sol para tornarla siempre colorada, habría de jugar su primer torneo empírico, ciertamente lúdico, a los 10 años y debutaría oficialmente cinco años después, a los 15.
El golf y él se eligieron por amor y aunque sólo la muerte los separó cuando Don Roberto tenía 94 años, transitaron juntos –el golf y él – un simbiótico idilio de 73 años que abarcó desde Juvenil hasta Senior sembrando siempre admiración, respeto y reconocimiento hasta transformarse en el mejor golfista argentino de la historia y un venerado paradigma mundial.
Durante esos prolíficos 73 años, Don Roberto obtuvo 231 títulos profesionales de todo tipo: desde el “Open Británico” en 1967 ganándole a los excelsos Jack Nicklaus y Gary Player, hasta “Liberty Mutual Legends of Golf” (del “Senior PGA Tour” tres veces), el “US Senior Open” en 1980, el “PGA Senior Championship” en 1974, el Campeonato de “Majors” y además representó 17 veces a la Argentina en lo que se denominaba “Copa Canadá” (hoy Copa Mundial) que ganó en 1953 “por equipos” y de manera individual en 1962 y en 1970.
También se impuso en 15 Campeonatos Abiertos Nacionales: Argentina, Alemania, Bélgica, Brasil, Chile, Colombia , Francia, Holanda, Jamaica, México, Panamá, Perú, España, Uruguay y Venezuela. Una de sus frases que lo explican: “Tengo suerte, pero cuanto más entreno más suerte tengo…”
Estos son algunos de sus notables triunfos que le valieron los más valiosos reconocimientos: el “Bob Jones Award” en 1970 que la Asociación de Golf de los Estados Unidos otorga a quien ha demostrado inequívocamente “Deportividad en el Golf” y el ingreso al “Hall de la Fama del Golf” en 1989. En las vitrinas del “Complejo Cultural Museo del Golf Roberto De Vicenzo” en Berazategui podrán apreciarse cientos de trofeos de todo el mundo, incluyendo los dos “Olimpia de Oro” que otorga el Circulo de Periodistas Deportivos (1967 y 1970) y el “Konex de Platino” (1980).
Sin embargo, Don Roberto no fue el mejor sólo por lo que ganó; fue el mejor por lo que dejó. Y entre aquellas incomparables cosas de su inolvidable legado, valdrá la pena recordar una lección de deportividad, ética y hombría tan ausentes y necesarias en el deporte de hoy.
Este hecho se produjo durante el prestigioso “Abierto de Augusta” el domingo 14 de Abril de 1968, justo el día en que De Vicenzo cumplía 45 años. Ocurrió en el Hoyo 17°. Tommy Aaron, su compañero, anotó “un par” en lugar de un “birdie” realizados por Don Roberto. Tal error de Aaron fue convalidado por la confiabilidad, el cansancio y el especial momento de De Vicenzo quien firmó la tarjeta con un golpe de más lo que le significaba perder el torneo en lugar de ir a un desempate con Bob Goalby, a la postre ganador de Augusta.
Ni protestas, ni maldiciones, ni quejas, ni reclamos… Siquiera una mínima sospecha a la actitud de Aaron. Para De Vicenzo, se trató de una desgracia, de un involuntario error sin mas culpables que él al repetir: “La culpa fue mía, soy un estúpido…”.
La revista El Gráfico, tras el conmocionante hecho ocurrido envió a una de sus plumas más excelsas, la de Emilio Lafferranderie (“El Veco”) para que reporteara a Roberto De Vicenzo en Augusta antes de ir a competir a Wilmington, paso previo a los abiertos de Houston y Dallas en Texas.
De aquella extensa y magistral nota de “El Veco” hemos seleccionado el testimonio de Don Roberto para hallar en su explicación una luz a tanta “injusticia”. He aquí una parte de aquella memorable nota:
“Las piernas estiradas de Roberto, su calma, todo forma una calle ancha para meternos otra vez en “eso que ocurrió” en ese domingo 14 de abril que encierra un gran yerro. En ese domingo donde un lápiz anuló todo lo hecho en la cancha, donde el peso del grafito le ganó insólitamente a la contundencia del “fierro”. Las manos grandes se entrecruzan sobre el pecho, los ojos buscan el piso, y otra vez al “racconto”, otra vez a vivir esa última jornada, con tres rondas anteriores de 69, 73 y 70, y con la satisfacción de haber vencido por un golpe a Goalby (quien se favoreció del error y terminó siendo el vencedor). De Vicenzo nos recuerda que el sábado anterior había vencido a Goalby por un golpe y lo refiere con una anécdota ocurrida tras aquel partido: un niño de ocho años se acercó a Roberto, tras el último hoyo, para comprarle el gorro:
— “Le doy 60 centavos; no tengo más”, le dijo el niño.
Fue entonces cuando De Vicenzo, abrazándolo, dejándole un beso en la mejilla, se quitó el gorro, se lo colocó al pibe y le dijo sonriente: “No me debes nada, es tuyo… Llevateló”.
La voz sale cargada, se compone el pecho, como si costara retomar el hilo de aquella jornada: “En el hoyo uno hice “águila” (dos golpes para un par de cuatro). Salí con un driver al centro de la cancha, quedé a unas 140 yardas del hoyo, y la metí en el segundo golpe con el fierro nueve. La gente empezó a cantar el “feliz cumpleaños”, cumplía 45 ese día y, la noticia había corrido por todos lados. El clima era de gran presión, no sólo para mí sino para todos. En el hoyo dos marqué un “birdie” 4 (uno bajo el par de cinco); en el tres hice birdie tres (uno bajo el par de cuatro) y pasé a encabezar el torneo con los otros golfistas; seguí haciendo un par en el cuatro, en el cinco, en el seis y en el siete; anoté un “birdie” cuatro en el ocho; par en el nueve; par en el diez, par en el once, uno de los más difíciles; “birdie” dos en el doce; par en el trece, par en el catorce; “birdie” cuatro en el quince, con el putt de tres yardas, y quedé solo en la punta; hice par en el dieciséis…”.
“Y luego el “maldito” 17, donde hice un birdie que vieron 20 millones de personas. Realicé el segundo golpe con un fierro 10, dejé la pelota a 80 centímetros del hoyo, y metí el putt. Un birdie tres claro, indiscutible. En el hoyo 18 el driver (primer golpe) me dejó en la mitad de la cancha, evitando caer en un búnker (trampa de arena) sobre el lado izquierdo; procuré asegurar el segundo golpe y mi “caddie” me obligó a jugar el fierro 4, con la recomendación de que tirara derecho, pero fallé, ya que la pelota se me fue a la izquierda; me recuperé en el tercero con el viejo: “sand wedge” (palo para corta distancia) y quedé a 1.30 del hoyo, para malograr el putt… La pelota besó el orificio y salió, tarde (uno por encima del par). Y allí empezó lo otro”.
“Me fui desconcertado a firmar la tarjeta, reprochándome la falla, y pensando que con ese “bogey” el torneo se me iba de las manos. Cuando juego sólo pienso en la pelota, en mis manos y en el fierro, y miro al público sin verlo, como si estuviera solo. Cuando me alcanzaron la tarjeta me ocurrió lo mismo, la miraba sin ver los números; la revisé tres o cuatro veces, pero mi cabeza estaba en la falla del hoyo 18… No creo, ya se lo dije, en que Aaron me haya querido perjudicar. No concibo que en el golf pueda caber la deshonestidad. Si somos profesionales, debemos ser profesionales en todo. Cada uno debe luchar con sus armas, sin pensar que nadie pueda ayudar al otro. Firmé la tarjeta y la entregué sin haber sido sumada al encargado de hacerlo. Yo estaba a diez metros de él, pero con indecisión no me llamó, y optó por entregarla a los oficiales de reglamento y exponerle la situación. Un periodista de TV me entretuvo en esos momentos, y todo contribuyó a la confusión. Yo no dije que en la Argentina no ocurría esto, sino que en la Argentina se juega más amigablemente y que con un poco de buena voluntad el error de mi tarjeta pudo ser corregido. Estoy de acuerdo con el reglamento, con la decisión, pero tengo mis dudas si también debo estar de acuerdo con la persona que sumó, que no fue Aaron, que no fui yo, que no sé quién es. En un campeonato mundial para damas la hawaiana Jackie Poun fue penada en la misma forma por haber anotado un golpe de menos, pero el asunto se deliberó bastante. Aquí todo pasó en diez segundos (sic)”.
“Muchas veces se corrigen tarjetas en otra clase de torneos y en otras colocaciones, pero en este caso la situación era distinta porque el torneo es uno de los más importantes del mundo: lo sé. Puede ser que Augusta no admita ningún tipo de elasticidad. Yo no soy más que un jugador. No hice el reglamento. No soy abogado. Soy un profesional y me debo atener a las consecuencias. No quiero echar culpas. El único culpable he sido yo, pero en mi fuero íntimo sigo creyendo que todo esto pasó demasiado rápido como para haber perdido por el solo hecho de firmar algo que no era lo real. Y lo real fue que yo hice 3 en el hoyo 17, no porque lo diga, sino porque tengo a 20 millones de testigos, 20 millones que siguen creyendo que en el torneo no tiene un ganador, sino dos ganadores, y que quedará en la historia como el Torneo Inconcluso”.
El mensaje de Don Roberto De Vicenzo suena a ingenua rapsodia del pasado como si los valores del deportista tuviesen tiempos. Su mensaje, expresado un tiempo después, luce tristemente inadecuado en estos tiempos. Dijo textualmente: “Con la trampa le sacas algo al otro y te sacas todo a vos mismo. Una trampa anula todo lo bueno que pudiste haber hecho antes. Si se respetaran reglas, reglamentos y leyes, el mundo sería mejor y la vida resultaría más agradable. Hay que ser correcto aunque a veces no te convenga o te duela”.
Hoy más que nunca éste mensaje adquiere un enorme valor para todos los deportistas y especialmente para los jugadores y dirigentes del fútbol que atraviesan una enorme crisis de ética y credibilidad. Y comprende a todos: simuladores, contorsionistas, dolosos, ventajeros, llorones, especuladores, reclamantes, hipócritas, mentirosos, desleales… Hay deportistas que al abandonar la actividad o la vida dejan récords; otros cientos de anécdotas, muchos de ellos entrañables recuerdos o memorables triunfos. Escriben la historia, marcan los hitos, son los grandes y únicos protagonistas.
Don Roberto De Vicenzo, además de todo ello, dejó un legado para los deportistas de cualquier tiempo que quisieran tomarlo: amor por el deporte, humildad para vivir, respeto por el rival, modestia en el triunfo, grandeza en la derrota y el cumplimiento incondicional del juego limpio.
Un espejo del ayer que nos conduce al futuro.
Archivo: Maximiliano Roldán
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