River se había fundado en 1901 en Buenos Aires, pero Gallardo lo volvió a fundar entre 2014 y 2022, y lo hizo a lo largo y a lo ancho de todo el continente americano. El técnico llegó y desde entonces el club se transformó en protagonista de los torneos internacionales como nunca antes. Como los libertadores, fundó desplazándose. A los pocos meses de asumir ganó la Copa Sudamericana y ya no paró: al año siguiente obtuvo la Libertadores, la Suruga Bank y la Recopa Sudamericana. Con el tiempo seguiría logrando campeonatos internacionales. Incluso, más allá de los títulos conseguidos, el equipo se destacó en aquellos certámenes en los que quedó eliminado: casi siempre lo hizo peleando hasta el final y casi siempre mereció otra suerte. De hecho hasta el año pasado no había tenido ninguna eliminación normal en la Libertadores: todas (Independiente del Valle en 2016, Lanús en 2017, Flamengo en 2019 y Palmeiras en 2020) habían dejado la sensación de que el equipo tendría que haber pasado. En 2022 sí quedó eliminado claramente por Mineiro, pero a cambio ganó el torneo local caminando.

Fue por esa notoria capacidad para dar batalla ante la adversidad y donde fuere necesario que Gallardo empezó a ser apodado en honor a Napoleón, el militar francés. Pero la denominación, que era precisa al reconocer su condición de estratega, era confusa al desconocer el ámbito de sus méritos. Napoleón Bonaparte fue un genio europeo, y las postales del River de Gallardo fueron, salvando las excursiones a Asia para jugar el Mundial de Clubes, americanas: Carlos Sánchez tomando medicinas para la altura en Oruro, Tabaré Viudez metiendo un pase increíble en Asunción, Éder Álvarez Balanta cabeceando sobre césped sintético en Chiclayo, Marcelo Barovero levantando el índice después de atajar un penal en Núñez, Leonel Vangioni sacando de la cancha a un delantero rival en La Boca, Rodrigo Mora calzándola de volea en el estadio de Tigres de Nuevo León, Teófilo Gutiérrez cruzándola al segundo palo en Belo Horizonte, Lucas Alario cabeceando bajo la lluvia porteña. No parecía lógico que un equipo tan americano fuera dirigido por alguien con un apodo intrínsecamente europeo.

Pero hasta eso logró torcer Gallardo. El día que River ganó la final madrileña de la Copa Libertadores, el técnico, que no había podido dirigir al equipo desde el banco de suplentes por una sanción disciplinaria, hizo su entrada triunfal en el césped del Bernabéu: había justificado la impronta europea de su apodo y, de paso, acababa de conquistar, como el otro Napoleón, la península ibérica.
El River itinerante de Gallardo funcionó, además, como el espejo virtuoso y redentor del River itinerante de Almeyda, que también se desplazó mucho pero por el interior y el Nacional B. En el mejor y en el peor de los sentidos, River nunca viajó tanto como en la década pasada.
De ahora en más, lo que ya sabemos: una gloria que se agrandará como la sombra.
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