Líder. Apenas una palabra, pero que encierra un inmenso significado. Para cualquier grupo es imprescindible tener uno que marque el camino. Y en estos tiempos, que tanto se habla en el mundo del fútbol sobre los negativos y positivos, Jorge Higuaín se inscribe en este último grupo, a fuerza de franqueza, bonhomía y claridad. Dejó su marca en cada plantel que integró, vistió la camiseta de tres de los cinco grandes y abrió el camino de una prosapia futbolera que se ha extendido en sus hijos.
“Me inicié en 1974 cuando me probé en Nueva Chicago, ya que me quedaba cerca, porque vivía en Villa Celina. No fue fácil el comienzo, porque el principal enemigo estaba dentro de mi casa y era mi papá, que no quería, bajo ningún punto de vista, a un hijo jugador. Nunca me vino a ver. Cada vez que salía a la cancha en Mataderos, miraba para el sector destinado a nuestros familiares y jamás estaba. Un día llegué a mi casa tras un partido de reserva y me dijo: “Hoy anduviste bien, eh”. Fue una sorpresa muy linda, porque se había enterado y fue sin decirme nada. El Ascenso de esos años era muy bravo y se hacía complicado por los campos de juego, con poco pasto. Los clubes no generaban casi nada de ingresos y se mantenían como podían. Es cierto que el futbolista de ese tiempo era tremendamente pasional, poniendo el orgullo y la camiseta que defendía por sobre todas las cosas, independientemente de lo económico, ya que no había demasiada plata para ganar. A comienzos del ‘81 me fui de Chicago a Gimnasia con una ilusión enorme, porque era un grande para la categoría y supuse que ascendíamos enseguida. La historia fue distinta porque ese año nos costó mucho y en el ‘82 anduvimos mejor. Ahí tuve buenos rendimientos y San Lorenzo, que jugó ese año en Primera B, se fijó en mí y se hizo el pase inmediatamente”.
El Ciclón lo fue más que nunca en aquella temporada en la B, reventando todas las canchas con un fervor admirable. Rápidamente regresó a Primera, donde iba a realizar una campaña fantástica: “Tuvimos un plantel increíble, con muchos muchachos que quizá, no éramos de renombre, pero sí de una fortaleza grupal enorme, que enseguida entendió lo que significaba San Lorenzo y que, cada uno dentro de sus posibilidades, pusimos el corazón. En el ‘83 salimos subcampeones de un Independiente magistral, que quedó en la historia. Para nosotros y para la gente del Ciclón fue inolvidable, a tal punto, que, hasta el día de hoy, me lo recuerdan por la calle. Es justo decir que fue el equipo más descompensado que integré (risas), ya que solo pensaba en atacar. Con el Gringo Biaín formábamos una dupla de centrales temible, que, amparados por el reglamento, pegábamos cada patada… (risas). También estaba el Ruso Hrabina en el lateral izquierdo. Éramos duros, ¡pero en el medio no paraban a nadie! Hubo mérito en el Bambino Veira, que fue un gran técnico, con mucha sagacidad y capacidad para cambiar cosas en segundos en medio de un partido”.
Aunque haya tenido varios pasos como DT del Ciclón, incluso siendo campeón en 1995, por siempre el San Lorenzo del Bambino será aquel del ‘83 que rozó la gloria, como lo hizo en el Nacional del ‘84, cayendo en semifinales con River. Su ida precipitó una caída en el rendimiento del equipo y el paso de varios entrenadores. Primero Roberto Rogel, luego la dupla López – Cavallero, hasta llegar a Juan Carlos Lorenzo, de quien el Pipa guarda un gran recuerdo: “Siempre me gustó estar con personas mayores, que tienen sabiduría. Me quedaba horas escuchando al Toto y sus historias, un verdadero personaje y muy divertido. Su preparador físico era Oscar Dean y un día estaba llenando de conos naranjas la cancha para un ejercicio. Era en la Ciudad Deportiva de San Lorenzo, donde no había protección para el frío tremendo que hacía. Lorenzo estaba con sobretodo y bufanda dentro de su BMW y me mandó a llamar: “Dígale al profe que esto es fútbol y que saque ya todos esos conos porque armó una pista de aterrizaje (risas)”. Fue un club donde la pasé muy bien, pero que terminé mal, porque me enteré por los diarios que me habían echado un 24 de diciembre. Como capitán peleaba los premios del plantel, pero no nos pagaban nunca. Yo ya tenía hijos y comíamos fideos con manteca casi todos los días. Al tesorero González Araujo le pateé la puerta de la oficina porque se negaba a atenderme”.
Fue una Navidad donde Jorge tuvo poco para festejar. Pero días después le llegó el llamado de Mario Zanabria, que había sido ratificado como técnico de Boca y allí comenzó a cambiar su vida y su carrera: “La única oferta que tenía era de un equipo de Colombia, pero mi mujer me dejó en claro que no me iba a acompañar y en ese momento apareció Boca. Llegamos juntos con Claudio Zacarías, que es mi cuñado. Era una institución que estaba en plena reconstrucción y su principal capital era estar manejado por dos personas idóneas como Antonio Alegre y Carlos Heller. A los seis meses tuve la enorme satisfacción de protagonizar la increíble final de la Liguilla contra Newell´s en Rosario. Perdimos 2-0 en La Bombonera y allá ganamos 4-1 sobre la hora. En la arenga previa me llamó la atención que Loco Gatti estaba muy enchufado para alentar a los muchachos, porque él no era de hacer esas cosas. Fue una hazaña, un poco empañada porque Scalise se sacó la camiseta en la vuelta olímpica, porque debajo tenía la de Central. Si eso pasa hoy, no salimos de la cancha”.
En el verano del ‘87 el ambiente del fútbol argentino se vio sacudido por una noticia estruendosa, como lo fue el arribo de César Menotti a la dirección técnica de Boca. De inmediato, produjo un cambio en la mentalidad de un plantel que llegó a pelear un torneo que parecía imposible: “La llegada del Flaco potenció mi carrera, fue algo increíble, aunque en mi cabeza tenía otra idea. El día de su presentación íbamos juntos en un taxi con Hrabina y le dije: ‘Ruso, acá vamos a tener poca vida, porque nuestro estilo no tiene nada que ver con el de él, que le gusta los que juegan bien y vos y yo somos horribles con la pelota en los pies’ (risas). Estábamos en el vestuario esperándolo y cuando ingresó fue un impacto, porque te deja mudo cuando lo escuchás. Arrancamos la pretemporada en la Villa Marista y también comenzó mi relación con él, que mantengo hasta el día de hoy. Nos faltó experiencia en partidos decisivos para poder haber sido campeones. Me dejó marcado la primera charla con Menotti, al día siguiente de asumir: ‘Usted es respetado por los rivales y compañeros. Es líder y ganador. Solo le voy a pedir una cosa: cuando agarre la pelota, trate de dársela a uno que tenga la misma camiseta’. Un monstruo”.
Mucho tuvo que ver Higuaín en aquellos seis meses del primer Boca de Menotti, ya que manejaba la defensa que aplicó en forma sistemática el achique de espacios para recuperar la pelota, que muchas veces le dio resultado y en otras, más de un dolor de cabeza. Era una pieza clave de la última línea, pero a mediados del ‘87 decidió emigrar: “Me apareció una linda oportunidad para ir a Francia. Lo consulté a César y me respondió que me fuera, porque él no sabía si iba a seguir en Boca y a los pocos días se marchó también. Estando en Brest fue que nació Gonzalo. El club me puso una profesora, a la que le pedí que me enseñara de arranque las palabras que necesitaba comunicarme con mis compañeros: vení, no salgas, quedate, etcétera (risas). Firmé contrato por tres años, pero cuando estaba terminando el primero, un día me sonó el teléfono como a las cuatro de la madrugada y me sobresalté, pero era Menotti, para contarme que iba a ser el técnico de River y me quería en el equipo. Yo pensé que estaba loco (risas), porque en ese puesto estaba el Tano Gutiérrez, que había ganado todo. El hincha de River me hizo recordar mi paso por Boca apenas pisé el Monumental. Hubo un amistoso con el Verona, que no pude jugar por estar lesionado. Fui a la platea con los otros muchachos que no iban a actuar y cuando me estaba por sentar uno me gritó: ‘Higuaín bostero, desinfectate’. Los miré a los pibes que me acompañaban y les dije: ‘Y eso que todavía no me vieron jugar (risas)’”.
Esa frase quedaría en risueña anécdota, porque el Pipa se iba a convertir en símbolo y baluarte de la banda roja. Pero fuera de la cancha, las cosas no arrancaron tan bien: “Apenas llegamos al país, Gonzalo, que era un bebé, tuvo una meningitis. Lo salvaron en el Hospital de Niños donde estuvo internado y luego pudo hacer su vida en forma normal. Mi relación con la gente de River fue y es hermosa por todo lo que conseguí, ya que para mí era un desafío enorme ponerme esa camiseta. Soy un agradecido eterno a la institución, porque no solo formó a mis hijos como deportistas, sino que también estudiaron en el instituto. Me tocó integrar un plantel lleno de figuras esa primera temporada, pero no se dieron los resultados. En la segunda me di el gusto de salir campeón por primera vez en mi carrera, con Passarella como técnico, a quien había tenido como compañero hasta seis meses antes. Tuvimos una relación con altibajos y estuve muchos años peleado con él, porque me tuve que ir por una decisión suya. Luego recapacitamos, tuvimos una reunión donde se aclararon las cosas y me ofreció ser parte del cuerpo técnico en el Mundial ‘98. Hice de espía de los contrarios y le pasaba mis informes a un crack de persona como Alejandro Sabella. Debo reconocer que Daniel fue muy buen entrenador y que en River dejó una base excelente para muchos años”.
A mediados del ‘92, tras dejar atrás la banda roja que defendió con el alma por espacio de cuatro años, fue a Banfield, que estaba armando un gran equipo en el Nacional B, con la idea de ascender, logro que finalmente conquistaría. Pero Higuaín apenas disputó un partido y medio, ya que se rompió el tendón de Aquiles y fue el momento de decir adiós. Había llegado la hora de la dirección técnica, que no duraría mucho tiempo: “Ser entrenador fue darme un gusto y cuando más preparado me sentía, tomé la decisión de dejar y acompañar a mis hijos: Gonzalo a España y Federico a Turquía. Fue como una pyme familiar con mi esposa y Nicolás, el más grande. Al hacer el balance, pienso que tan mal no les fue. Con Gonzalo, por ejemplo, viví una situación que me llenó de orgullo y fue cuando Domenech, el técnico de la selección de Francia, lo fue a buscar al campo de deportes del Real Madrid y él le respondió que nunca iba a actuar para ese país, por más que hubiese nacido allí, porque era argentino. Su debut con la celeste y blanca fue de película, porque ocurrió en el histórico partido contra Perú en cancha de River, con Diego como DT, la noche del diluvio. Él marcó el primer gol, luego nos empataron y llegó el tanto de Palermo para acercarnos a la clasificación. Gonzalo era un pibe, pero atravesaba un momento fantástico, siendo titular en el Madrid, rodeado de unos monstruos increíbles. Por sus goles y su forma de ser, generó de inmediato una gran empatía con la gente, similar a lo que le ocurrió en Juventus. Tengo un orgullo inmenso por la carrera que han desarrollado mis hijos en los mejores equipos del mundo”.
Como en toda charla futbolera, apareció Maradona, y si bien el Pipa no lo enfrentó, con el paso del tiempo se formó una hermosa corriente de afecto entre ambos: “En el Mundial de Sudáfrica, los familiares de los jugadores, teníamos la posibilidad de visitarlos en el predio donde concentraban. Y cada vez que me veía, Diego me daba unos abrazos tremendos. Se notaba que era un tipo cariñoso y debo confesar que me conmovía con esos gestos tan afectuosos, como si fuéramos amigos de toda la vida. Se generó a partir de allí una linda relación. Fui al velatorio de su padre, pero al de él no quise ir, porque soy medio sensible y me pegó mal su muerte. Fue una persona que más allá de algunas cosas puntuales de su vida, era un tipo todo corazón. Se hacía querer”.
Higuaín es un agradecido de este deporte que le permitió ser un referente, aunque luego de la pandemia, no volvió a jugarlo. Está en impecable estado, gracias a las rutinas en el gimnasio, que también lo ayudan a pasar un tiempo difícil, desde el fallecimiento de su esposa el año pasado. En la actualidad, ve poco fútbol, pero siempre a River: “Lo que sí me enganchan son los partidos del Ascenso, porque hay gambeteadores, que escasean en Primera, donde observo poco compromiso. Lo mismo con ciertas limitaciones técnicas en defensores o arqueros, que terminan en goles. O cuando están en mitad de cancha y en lugar de avanzar, retroceden. Es un estilo que instaló Guardiola con un equipo lleno de cracks y que no la pasaban hacia atrás. Eso no es para cualquiera”.
Como tampoco era para cualquiera tener que enfrentar a las figuras con las que compartió cancha en sus tiempos de jugador. Antes de la despedida, llegó una anécdota con Bochini: “Era tremendo para marcarlo. Una tarde, en el Monumental, vi que le iban a tirar una pelota, no lo pude anticipar y le di un patadón terrible. Quedó tendido en el piso, boca arriba y con los brazos tendidos al costado del cuerpo, por lo que me asusté y lo fui a ver. Le pregunté si estaba bien y me respondió: ‘Sos un burro, Higuaín. ¿Cómo vas a pegar esa patada?’ (risas). Mi viejo, a la salida, me dijo: ‘Jorge, no hagas más una cosa así: ¿Sabés como se acordaron de tu madre en la cancha? (risas)’.
La carcajada contagiosa del Pipa quedó flotando en medio de la tarde soleada de Palermo. Hay personas que merecen todo lo lindo que la vida les ha regalado, como el caso de Higuaín, ese líder positivo, que, por suerte, nunca dejará de serlo
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