Prende un Philip pero no le dará ni una sola pitada. El tiempo que transcurre entre que el tabaco se convierte en cenizas se lo llevará un análisis del mediocampista que lo obnubila de Sarmiento de Junín o los relevos del Real Madrid en la Supercopa de Europa. Daniel Córdoba sonríe con alegría cuando habla de fútbol. El Profe, que sembró una semilla revolucionaria en los 90, tiene en la pelota su motor vital después de los cachetazos que tantas veces lo pusieron de rodillas. “Mi vida, la verdad, es un golpe de Tyson, arriba... Otro golpe de Muhammad Ali, arriba...”, ejemplifica. Cualquier pregunta termina emparentada a la redonda. Prende el transmisor y no se detiene. Su discurso, siempre con honestidad brutal, será más mesurado cuando tenga que elegir las palabras para hablar de la dolorosa pérdida de un hijo o el accidente vial que le demandó seis años de rehabilitación.
Su último trabajo fue en el 2016 en un paso fugaz por Independiente Rivadavia de Mendoza, pero apenas Infobae desembarca en su duplex de City Bell no duda en reconocer sus ganas de volver al ruedo en el país o el exterior. No le importa la plata, aclara mientras prepara un mate con edulcorante y otros yuyos que le durará un sorbo porque está “intomable”. “Si me llaman, antes de terminar la nota, mando unos mensajes y ya tengo armado cuerpo técnico eh”, advierte y se calza su mejor traje para una entrevista que se extenderá a lo largo de tres horas. El Profe odia que le digan Profe, pero no escatima a la hora de repasar sus días como guardavidas o líder de cátedras universitarias que fueron la precuela de su irrupción en el fútbol.
“Fue indudablemente la etapa más maravillosa. La energía que junté ahí me va a durar toda la vida. Era una forma de vida silvestre: poníamos la carpa ahí, los espineles, los trasmallos, íbamos en kayak a buscar pescados a los barcos y los vendíamos”, repasa sobre esos días lejanos de hace más de cuatro décadas.
Daniel Córdoba vive en una especie de minimalismo desarreglado en una casa agreste en las profundidades de City Bell donde sus tres “mastines” son el timbre a puro ladrido como en toda casa del Conurbano que se jacte de serlo. Su etapa gloriosa en el fútbol le permitió hacer algunas inversiones que hoy le permiten vivir con poco, sin las estridencias de los pelos con bucles teñidos con agua oxigenada que lo convirtieron en un bicho raro cuando apenas apareció en el ambiente para ser preparador físico de Cambaceres. Córdoba siempre fue un cuerpo extraño en el ojo futbolero con sus innovaciones y sus declaraciones florecientes de conceptos. Sus lujos o la ostentación son las palabras, poco le importa que el mate plástico no sea tan instagrameable o que el tótem de un sapo de madera en la puerta de la casa se adapte a algún feng shui. La modestia del hogar contrasta con la fastuosidad de su discurso. Le importa la vida de verdad, no las escenas de cartón que las redes sociales pusieron de moda para mostrarle al planeta algo que no es. Y su vida es el fútbol.
“Tengo 65 años, estoy en plenitud, me muero por dirigir, voy a dirigir donde sea porque es mi pasión. A tal punto que por mi pasión el hijo que perdí casi ni lo conocí. Casi no vi la infancia de mi hija que hoy es abogada o de mi hijo mayor que hace cinco años vive en Francia. No los vi crecer. No era por egoísmo, era pasión por el fútbol, la misma que tengo hoy. Tengo la misma pasión, la misma fuerza. Me gustaría estar trabajando, estoy impecable. Entreno todos los días con pesas y demás, juego al tenis todos los días, cada vez que puedo juego al fútbol. Estoy pleno, es una picardía”.
El Negro habla. Y habla. Y habla. Procesa fútbol sin cesar a velocidades meteóricas. Salta del Boca del Toto Lorenzo al River de Gallardo con facilidad y coherencia. “¿Por qué no estoy trabajando? Es muy difícil cuando uno no tiene un buen lobby, un buen empresario, es cada vez más imprescindible. No está bien, pero es así. Tengo un defecto que es clave: no sé hacer lobby. No me gusta”, aclara. Polémico, innovador, hábil declarante, el perro verde en un mundo de perros verdes, tuvo su pequeña porción de éxito a fines de los 90 cuando salvó del descenso a Estudiantes de La Plata dando una patada a la normalidad instalada: pasó de ser el PF de Eduardo Luján Manera a dirigir ese mismo equipo. “Nos habíamos ido de Estudiantes. Ya habían pasado unos diez días, yo no hablé con nadie. Leía: le ofrecieron a tal, no quiere venir. Llegó a mi casa el presidente De La Fuente: estamos pensando en vos”, recuerda. Entre idas, vueltas, dudas, miedos y deseos terminó aceptando: “Llamé para avisarle a Manera, me atendió y me dijo de frente manteca ‘usted tiene condiciones, pero yo lo voy a matar’. Eso para mí tiene valor, tener las bolas para decirme de frente así”.
No cree en el destino, en la fortuna, ni en las religiones, pero su trayectoria es difícil de describir desde la lógica futbolera. Empezó como guardavidas en Gimnasia de la Plata y en la playa “de los policías” en Punta Lara. “Soy muy nostalgioso, de vez en cuando vuelvo a la escuelita donde daba clases, vuelvo a la cancha de Cambaceres, pido permiso y la camino. Vuelvo adonde estaba el balneario”. Un alumno de la facultad lo tentó para el fútbol. “Che Negro, si vos haces lo mismo que nos das a nosotros en la cátedra de fútbol te tiene que ir bárbaro”, lo sedujo. Y arrancó bajo el ala de Don Miguel Ignomiriello: Cambaceres, Talleres de Remedios de Escalada, Lanús y el Pincha. De repente, para el soplido del nuevo milenio, ya era una estrella entre grosos como el Menotti, Brindisi, Ramón Díaz o Bianchi. Dejó una marca indeleble también en Colón, pero además pasó por Lanús, Chacarita, Platense y unos tantos clubes del exterior... La conversión de PF a DT en La Plata, con alguna polémica en el medio, también plantó una semilla que recién germinará dos décadas más tarde: Lionel Scaloni.
“Le respondí ahora cinco o seis mensajes cortitos, hablándole como le hablaba cuando vino, medio en broma y medio en serio. Hice hincapié en dos cosas: ‘No te gusta que le digan la Scaloneta eh, y está muy bien, la figura son los jugadores’. Lo cargaba por ahí. Por otro lado le dije que era un Irureta ilustrado”. Se emociona cuando cosecha los frutos de esa semilla que plantó hace tanto tiempo. Habla cerca de 40 minutos sobre “Leo” que deben ser resumidos en un párrafo para facilidad del lector. Viene y va entre los seis audios de Whatsapp que le mandó para agradecerle, al vínculo “jovial” que mantenían y los conceptos que tomó Scaloni de Javier Irureta, el técnico que tuvo en La Coruña. El DT de la Scaloneta viene de embadurnar en elogios a Córdoba mientras prepara su equipo para el Mundial: “Era un adelantado en esa época, jugábamos diferente al resto”. No es para menos, Scaloni llegó como un desconocido desde Newell’s con su hermano y buscando su destino como delantero se convirtió en un carrilero que poquito después llegó a la selección juvenil, ganó el Mundial de Malasia y dio un salto a Europa. Entre el pibe colgado en la Lepra al futbolista de elite hubo un factor: el Profe. Lo cambió de posición y hasta le pagó el hotel en sus primeros meses en La Plata.
El Profe tuvo rango de celebridad en ese fútbol noventoso resonante. Surfeaba la ola con un perfil alto que le trajo algunos dolores de cabeza ante la homogeneidad irreal que falsamente pintan los vestuarios. Pero de repente el camino encontró un golpe de nocaut. La marca que lleva de por vida. Indeleble y a la vista. En la piel que recubre su corazón hay un nombre al revés: “NAUJ C. M.”. Juan escrito al revés para que siempre “pueda leerlo cuando miro al espejo”. Juan Cruz tenía cuatro años en 1998 cuando fue hallado sin vida en la pileta de un vecino del country. “Daniel Passarella me dijo una vez que es un palo que vas a tener siempre adentro del trasero y que en algunos momentos se va a acomodar y no te va a doler y en otros momentos te va a hacer llorar. Dicho y hecho, es así”.
Estuvo dos años sumergido en la oscuridad del dolor. “Estaba en la casa del Country, bajaba, iba al auto, del auto al Country. No miraba TV, no comía, dormía solo. No me importaba nada, y tenía dos hijos todavía...”. Hasta que escuchó un consejo, buscó ayuda terapéutica y se cobijó en el amor de sus otros hijos. Volvió al ruedo. Para el 2006 otra vez estaba en el candelero como uno de los comentaristas estrella de la cadena Fox Sports en el Mundial de Alemania. Pero la vida le dio el segundo cachetazo del que ya casi no se levanta: se despistó con su auto y se estrelló contra una columna de alumbrado público en Villa Elisa. “Estuve muerto literalmente, me revivieron. Pasé tres años en un instituto de rehabilitación motor y otros tres años en un gimnasio para recuperar algo de masa muscular. Venía de hacer el Mundial con Fernando Niembro y de buenas a primeras desaparecí”, explica.
Estos hechos sí lo hicieron creer en algo: “Yo tuve la suerte de transformar todo esto en energía positiva. Yo creo mucho en la energía, en los ciclos de energía”. Y otra vez hilvana su relato con el fútbol: “Ponele, cuando uno ve energía negativa en el vestuario... Creo que a River le hayan llegado tantas incorporaciones lo perjudicó tanto para que el DT tome decisiones como en el clima del vestuario. Cuando tenés un clima armónico, maravilloso, incorporás como mucho a uno o a dos, pero tienen que ser muy buenos. Porque cuando se crea esa duda, ese clima de invencibilidad, de unión de camaradería, se puede romper. ¡Y vos lo único que hiciste fue traer a aun jugador”. El fútbol aparece como un rayo y otra vez los ojos se le inyectan de pasión.
“¿Qué cosas hice mal? Tuve un perfil muy alto. Ahora me limitaré a hablar de fútbol en conferencia de prensa dos veces por semana y punto. Después seré igual que siempre. Cuando vos aparecés de otra manera, sin seguir los cánones normales, lo primero que dicen es ‘este es un sanatero’, ‘qué quiere inventar’, ‘en el fútbol está todo inventado’, lo sufrí eh. Después el otro te empieza a aceptar, pero para eso ya te comiste 400 cachetazos”, expresa con cierta autocrítica.
Ahora está allí, sentado en una silla plástica en su living entre un libro de Pep Guardiola que lo aburrió a la mitad, unas pizarras deportivas, un cuadro de Colón que le regalaron y sus tres “mastines” como le dice a esos tres amigables perros negros que van desde el tamaño mediano al gigante pero sonríen a puro lengüetazo ante una caricia desconocida. Podría irse a la gigantesca casa en el country, pero prefiere alquilarla. Esa vivienda humilde alejada del ruido citadino tal vez se acomode más con la historia de lucha familiar que cimentó su viejo, el obrero socialista del frigorífico Swfit de Beriso. “Era mi ídolo, como lo son mis hijos”, lo define a la distancia.
Lamenta que su hija mayor se vaya a probar suerte a España porque la va a extrañar, pero entre el tenis semanal, el cuidado de sus mascotas y los partidos de su hijo menor consume el tiempo a la espera de un llamado laboral que lo saque del letargo. “Me gusta ir a ver a jugar a mi hijo, cuando veo a Simón... ¡Qué bien entiende el juego! Toca de primera cuando tiene que tocar, le pega de punta cuando debe. Le digo ‘¡lo tuyo es toda la cancha!’”. Y así deja que el tiempo se consuma como se consume ese segundo cigarro al que sí le dará alguna que otra pitada. Pero al fin y al cabo, la única bocanada que le interesa es la del aire fresco del verde césped que da vida, como alguna vez Julio le dijo a Diego.
SEGUIR LEYENDO: