Hernán Díaz y Gabriel Batistuta no dejaron la misma huella en River Plate. Mientras el primero conquistó varios títulos y se erigió como una de las grandes figuras del equipo en los 90, al otro le costó hacer goles y terminó yéndose por la puerta de atrás al año de su arribo. Sin embargo, ambos guardan una historia cómica en común y que tiene que ver con el primer día que llegaron a Buenos Aires para transformarse en refuerzo del equipo Millonario.
Hernán Díaz contaba con cinco años en primera luego de su debut en Rosario Central en 1985. Tras un breve paso por Los Andes, le llegó el gran salto a River Plate en la temporada 1989-90. Gabriel Batistuta venía de dar sus primeros pasos en la vereda de enfrente, Newell’s Old Boys, y tuvo la oportunidad de sumarse al Millonario. Sin embargo, no le fue bien, al año siguiente se fue a Boca Juniors donde tuvo revancha y terminó coronándse en el fútbol italiano.
“Llegamos juntos a River. Él era igual que yo, campechano, gringo del interior, aunque yo negro”, bromeó el histórico lateral derecho en una entrevista con ESPN Show. El Hormiga, como lo apodaban, contó que si bien no era amigo de Batistuta, sí tenían una relación por los enfrentamientos que tuvieron en varios partidos. Así fue como acordaron en sumarse juntos al elenco de Núñez que los acababa de contratar.
“Llegamos juntos con un Fiat 128 que tenía Bati. Yo tenía un Reanault 11. Nos pudimos de acuerdo, no había celulares ni nada, y vinimos de Rosario. Nos conocíamos de jugar en contra y agarramos los bolsitos y cuando entramos a General Paz nos agarró una lluvia torrencial. Imaginate, dos campechanos en Buenos Aires...”, continuó.
“Recuerdo que nos habían dado un departamento a cada uno, el de él estaba en la calle Aguilar y mío en calle Cuba, pero en vez de bajar para Cabilo bajamos para Maipú, y le pegamos... Yo creo que estábamos llegando a Rosario cuando preguntamos...”, reordó entre risas Hernán Díaz que desde entonces solo jugó en River Plate hasta su retiro en 1999 en Colón de Santa Fe.
Otras frases de Hernán Díaz:
“El Mono Burgos era un crack. El 70 por ciento de todos esos logros es del Mono. Los que jugaban eran monstruosa, de otra galaxia, Ortega, Gallardo, Francescoli, Salas. Pero el Mono era el espíritu, el estandarte del sueño que perseguíamos. Vamos a pelear. El Mono era Leónidas. ¿Cómo? Siempre riendose, tenía algo que te hacía ir para adelante”.
“Al Mono Burgos le acababan de hacer un gol de 70 metros en Vélez, Chilavert. Un gol que iba a recorrer el mundo. Subo al micro y yo estaba muy mal, porque lo adoro. Me dolía el gol que le habían hecho más a él que a River. Me dice ‘ey, loquito ya se hizo cáscara así que dale que tenemos otra cosa. Ya cicatrizó’”.
“Eso fue una constante en mi vida. Siempre tuve sueños y los voy a perseguir hasta el día que me muera. De todo tipo, no tiene que ver solo con mi carrera. Sino con la vida cotidiana. Soy un tipo muy alegre, muy amigo de mis compañeros. Hoy guardo la relación con ex compañeros”.
“Cuando me di cuenta que mi papá se dejó ir cuando dejó de escuchar tangos. Escuchaba tango desde la mañana y se iba a dormir con la radio abajo de la almohada. Después que falleció mi mamá, dejó de escucharlo y sentía que él ya no estaba más”.
“El sacrificio y el esfuerzo no es solo mío. Es de mis viejos, amigos y la gente que me conocía y me prestaba un pantalón. Son muchos en el camino al sueño. Al día de hoy le hago apagar las luces a mi hija, sé lo que es y cómo cuesta. La canilla de agua, vale mucho. La comida, todas cosas que tengo de aquella época de jugador. Si no van a comer todo no pidan, les digo a mis hijas. Todo tiene mucho valor, porque todo me costó”.
“Yo dormía con mis viejos, teníamos una sola pieza. Cuando llovía, teníamos techo de chapa y caían las goteras, me acuerdo dos o tres de la mañana con los fuentones. Era muy común eso”.
“Viví en un departamento de un dormitorio en Los Andes, éramos cuatro. Entramos al departamento y había una persona adentro. El pibe se sorprende. Yo ya me voy, agarro mis cosas y me voy. Era una raqueta de tenis, dos pelotitas, un calzoncillo, un pantalón de gimnasia y una remera. “A dónde vas a ir, no quedate, nos arreglamos”, le dijimos. Se trataba de Carlos Muguruza, dueño del restaurante Volver en París. Era profe de tenís. Vivía ahí por su amigo. Vivió con nosotros un tiempo y se fue. Un día nos hace un homenaje en Los Andes. Ahí me enteré que estaba en París, se puso de novia con una bailarina del Colón, le tocó viajar, no lo podíamos creer”.
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