Robo de banderas y una venganza en pleno Boca-San Lorenzo: el crimen de Saturnino Cabrera, una de las páginas más aterradoras de la violencia barra

Ocurrió en 1990 en La Bombonera: La Doce se tomó revancha por la desaparición de trapos en la casa de uno de sus referentes y La Butteler lanzó un caño que arrancó de uno de los baños. La víctima: un socio xeneize, padre de tres hijos y vecino del barrio

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Recreación de la triste escena
Recreación de la triste escena en una de las publicaciones de la época

Mañana cuando se enfrenten San Lorenzo y Boca se jugará uno de los clásicos más antiguos del fútbol argentino. Con una historia tan rica dentro de la cancha como trágica fuera de ella. Porque ambas barras han protagonizado algunas de las más aterradoras páginas del libro negro de la violencia en el fútbol argentino. Y quizá el crimen más recordado en los cruces entre La Doce y la Butteler sea el de Saturnino Cabrera, producido el 14 de diciembre de 1990, hace ya largos 31 años y que originó una de las canciones más aberrantes que se haya escuchado en una popular: “Saturnino, Saturnino, Saturnino se murió, le tiraron con un caño y el boludo cabeceó”.

La historia se remonta al Clausura 90. Se jugaba la decimoctava fecha y ambos equipos llegaban con una campaña mediocre. Pero, diez días atrás, había ocurrido un hecho poco conocido. Un grupo de jóvenes que quería escalar en la barra del Ciclón fue hasta la casa de Miguel Manzanita Santoro, uno de los laderos más conspicuos de José Barrita, alias El Abuelo, el líder de La Doce, y robó algunas banderas. Manzanita, que terminó condenado a 20 años de prisión por el homicidio de dos hinchas de River en 1994 y fue asesinado en 2006 tiempo después de salir de la cárcel, reconoció en su momento en la Justicia que le habían conferido el “honor” de guardar varios trapos de la barra, algunos de ellos en un conventillo de La Boca, otros en una guarida en Mataderos. Mientras que el resto de esos estandartes, los más importantes, estaban en un cuarto seguro de La Bombonera.

Lo cierto es que varios de los que tenía Manzanita terminaron en manos de los “nuevos valores” de La Butteler y, apenas se percató del hecho, la barra de Boca planeó la venganza. La idea era ir a cazar hogar por hogar, calle por calle, a los barras de San Lorenzo. Pero el Abuelo pidió calma: avisó que iría a hablar con Poli, líder por entonces de la Butteler, para recuperarlas y que la sangre no llegara al río. Cuatro días antes del partido, el Abuelo fue sin compañía hasta la puerta de la Ciudad Deportiva azulgrana. Poli lo esperaba en una de las canchas auxiliares. La charla duró algo más de media hora. Ahí, cara a cara, hubo reproches porque por entonces los códigos marcaban que “los trapos” se robaban en la calle los días de partido, no en la semana. Poli le explicó que él era de esa idea, pero que la sustracción de las insignias no la había producido su gente, sino un grupo de jóvenes que buscaba protagonismo dentro de la Butteler y que eran incontrolables.

Pero Barrita no entendía razones: el jefe responde por todo, para eso es jefe, le dijo. Después en el juicio por asociación ilícita contra La Doce intentaría desarmar esa frase, pero esa es otra historia. Y entonces le dio tres días a Poli para que se produjera la devolución de los trapos. El límite era el jueves 13 de diciembre. Si aparecían, la barra de San Lorenzo podía ir hasta la Bombonera con la garantía de que no habría ninguna revancha por semejante afrenta. Pero caso contrario, la guerra estaba declarada. Poli lo entendió, pero no podía comprometerse a nada. Sólo dijo que haría lo posible en un momento en que las drogas y las armas comenzaban a entrar fuerte en el mundo de la popular y los viejos códigos ya no se respetaban. Cuando llegó el jueves a la hora señalada, las banderas no aparecieron. Entonces el Abuelo citó a toda su tropa en una casa de la avenida Caseros. Y ahí se gestó la vendetta.

En aquellos tiempos la hinchada visitante iba a la tercer bandeja que da al Riachuelo. Esa noche sólo había 2000 fanáticos del Ciclón, porque a la mala campaña se sumaba el rumor de que algo podía pasar. Y pasó. En el primer tiempo lo único que se escuchaba en la cancha eran las amenazas de La Doce que parecía ajena a lo que ocurría en el césped, donde el Ciclón ganaba uno a cero desde los cuatro minutos de empezado el encuentro gracias a un gol del cordobés Víctor Hugo Ferreyra. Cuando llegó el entretiempo todo se desmadró: la barra de Boca abandonó la segunda bandeja que da a Casa Amarilla, bajó al playón, cruzó todo el estadio y subió derechito a la platea alta, pegada al codo de la popular visitante. Insólitamente había apenas 10 policías en ese sector. Y en esa zona liberada empezaron a tirarse de todo.

El caño cayó desde la
El caño cayó desde la tercera bandera de La Bombonera

Los hinchas comunes empezaron a replegarse. Los de Boca saliendo de la platea y dejando el lugar para su barra. Los de San Lorenzo amuchándose sobre la otra punta de la popular y dándole a la barra la zona de combate. Increíblemente la batalla duraba sin intervención policial, a punto tal que cuando los jugadores salieron para reanudar el juego, la tribuna era un territorio en guerra. Y al verse superados en número y proyectiles, cinco barras de San Lorenzo se dirigieron a los baños de esa tercera bandeja y arrancaron un caño de agua de 6,40 metros de largo, dos pulgadas de ancho y 20 kilos de peso. Volvieron a la popular, tomaron carrera y lo arrojaron contra la barra de Boca que estaba del otro lado de la reja. Pero el caño no pasó y empezó a caer escalones abajo rebotando. Picó un par de veces, sobrepasó la última baranda y cayó hacia la zona de la tribuna de socios Sur de la Bombonera. E impactó de lleno en la cabeza de Saturnino Cabrera, un hincha de Boca de 37 años, padre de tres hijos, que vivía en Brandsen al 100, estaba desocupado y hacía milagros para pagar el carnet de socio para seguir yendo a ver a su Boca. La muerte fue instantánea. Y el estupor también. El árbitro Juan Carlos Loustau suspendió de inmediato el partido y la desconcentración fue un caos con disparos de bala de goma, gases lacrimógenos y un herido por bala de plomo atendido en el hospital Argerich.

Hubo 39 detenidos pero sólo un culpable: Emilio Chávez Narváez, quien recibió una pena de cinco años y ocho meses de prisión por el delito de homicidio preterintencional, que es cuando una acción produce mayor gravedad que lo que se pretendía causar. En este caso se entendió que se quiso causar un daño y no lo que finalmente ocurrió, la muerte. Al día siguiente, Saturnino Cabrera fue velado en el hall de la Bombonera. Se convertía en la víctima 137 de la violencia en el fútbol según el listado que lleva la ONG Salvemos al Fútbol. No sería la última: 31 años después esa lista ya tiene 341 nombres que enluta a todos los argentinos.

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