“Yo estudié la carrera de contador público en la Universidad de Morón y con la permanente inquietud de formarme, porque hay algo que está claro: nada te viene servido, nadie te va a venir a golpear la puerta para hacer un negocio. Es fundamental la iniciativa. En todos los emprendimientos estoy apoyado por mi hermano y siempre decimos lo mismo: hay que intentar diez veces y sale una. Es como el volante por derecha que pica al vacío y no le llega la pelota. Si lo hacés solo una vez, nunca vas a convertir un gol, ahora si te mandás en muchas ocasiones, en alguna se te va a dar. Esto es lo mismo”.
La analogía es bien futbolera y ensambla los dos mundos de Pablo Michelini. El otrora particular y especial, como lo fue el de jugador profesional, y el actual de destacado empresario en más de un rubro. Hay vida después del fútbol, más allá de la número cinco.
“Una vez que te retirás, los días son completamente diferentes, porque no vivís con la adrenalina de tener que salir el domingo a la cancha, con esos cambios de ánimo que se dan tan rápidamente en el fútbol, donde pasás del aplauso al insulto y viceversa. Eso no lo tenés en la vida empresarial, pero disfrutás también de otras cosas, como apuntar a tener otro tipo de objetivos y tener los fines de semana libres, por lo que al principio te sentís medio raro (risas). Cuando llega el momento del retiro, algunos hacen un corte, dan vuelta la hoja, dejando de ver partidos y desligándose de ese ámbito. Otros quedan pegados y comienzan a ir a las peñas, a la cancha, ven videos de sus actuaciones o recortes de revistas. Son dos grupos bien marcados”.
Cuando se terminaba el siglo, Pablo comenzó a interesarse por la posibilidad de hacer inversiones y así se fue vinculando con distintas personas que conocían el ámbito de las estaciones de servicio. Las primeras fueron en el Gran Buenos Aires, cuando todavía era futbolista, más tarde llegaron las de la Capital y ahora llegan a 10 (“es el rubro que más conozco y donde estoy cómodo”). También en el sector de la construcción, con un apart, hace 20 años, en el entonces incipiente Mar de las Pampas, y con un hotel espléndido en la provincia de San Juan.
“Es innegable que se extraña el hecho de disputar partidos y con la cancha llena, pero es decisivo que el jugador tenga un horizonte claro para el día después, porque tenés la cabeza ocupada y llegás cansado a la noche, con ganas de dormir y no de ponerte a repasar tu carrera. Te ocupás de lo que viene y no lo de que pasó y, para mí, éste es un punto fundamental. Es sano poder hacer un corte y comenzar como una segunda etapa de la vida. Tengo contacto con algunos de los muchachos con los que compartí planteles, sobre todo en San Lorenzo, como Pusineri, Campagnuolo y Tuzzio, con quienes, además, somos socios en un emprendimiento. También me hablo seguido con Bernardo Romeo, Leo Rodríguez, el Beto Acosta, Diego Capria y Félix Benito”.
Pablo decidió decirle adiós al futbolista que habitaba en él en el año 2005, con la clara idea de poner su norte en otro lado. Sin embargo, poco tiempo después, dio el sí a una oferta que lo vinculó nuevamente con San Lorenzo
“Estuve como manager en la época que Rafael Savino era el presidente y Oscar Ruggeri el entrenador. Fue un período muy cortito, de apenas unos meses; acepté con la condición de no cobrar un solo peso, así podía seguir también con mis otras actividades. Iba todos los días a la Ciudad Deportiva, pero sin descuidar mis empresas. Duró poco porque cuando el equipo no andaba bien, me insultaban y me gritaban ladrón, cuando no percibía nada y le daba tiempo de mi vida. Me peleaba con los representantes de los jugadores, porque me parecían altas sus pretensiones y yo me ponía del lado del club, obviamente. Tampoco me sentía cómodo en la discusión de los premios con el plantel, sobre todo porque algunos de los muchachos habían sido compañeros míos. Me di cuenta de que no lo disfrutaba y nunca más me vinculé con el fútbol. La única excepción fue con el Chacho Coudet, que me vino a ver cuando iba a comenzar su carrera como técnico para que fuera su ayudante de campo. Me insistió, me dijo que lo pensara, pero yo tenía claro lo que quería. Me alegré mucho por él, ya que está haciendo un gran trabajo como DT”.
La pandemia golpeó también sus actividades, como le ocurrió a la mayoría de los argentinos. Sin embargo, el ojo siempre atento lo hizo incursionar en nuevo rubro: “Voy por la calle y observo los negocios, porque algunos abren en determinada zona, a quiénes no les va tan bien, etcétera. Y apenas comenzó la cuarentena vi un gran auge de las bicicletas y empezamos a venderlas en las estaciones de servicio, hasta que me llegó una denuncia. Obviamente era del bicicletero de acá a dos cuadras (risas). Entonces, como tengo uno de los locales con salida a dos calles, cerré una parte del bar de la estación, armé un pequeño negocio para seguirlo allí y puse a mi hijo de 21 años a cargo, para que vaya teniendo sus primeras experiencias”.
Su debut en Primera División fue en febrero del ‘92, formando parte de un equipo de Deportivo Español que tenía al cuello la soga del promedio. En ese Clausura hizo una extraordinaria campaña que lo llevó a salir segundo a tan solo dos puntos del Newell´s de Bielsa y olvidarse del descenso. Su trajinar en la mitad de la cancha le parecía que estaba pasando inadvertido, sin embargo, alguien se había fijado en sus condiciones
“A mediados del ‘94 me comentaron que Racing estaba interesado en mi pase y enseguida se hizo. Cuando pasé la revisación médica, apareció Bilardo. Me empezó a hablar y me dijo que hacía un tiempo que me seguía. En ese momento, estaba como asesor de Torneos y Competencias y de allí se había hecho el vínculo con el club. Yo creo que a mí no me conocía nadie (risas), pero Carlos sabía de todos los jugadores. A fines de ese año, vino el presidente Juan Destéfano para informar que el nuevo técnico iba a ser Diego. Fue una experiencia única, de la que me quedó su calidez dentro del vestuario y el estar cerca del jugador en los momentos difíciles. Pude darme cuenta lo difícil que era su vida en el día a día: no podía salir a la calle, porque la gente lo quería tanto que lo acosaba sin parar. Dos años después, en 1997, me tocó enfrentarlo en un Boca – Racing en la Bombonera, en la que fue su última vuelta. Yo era un futbolista que iba fuerte y esa fue la única vez que estuve en la cancha con temor de poder lastimar a alguien, aunque sea sin querer y por eso tuve más recaudos que lo normal. Él era imponente, tenía como un aura especial que te hipnotizaba como persona. Nunca supe por qué, pero era así”.
En Racing transcurrieron cinco años de su carrera, donde disputó 167 partidos oficiales y vivió un poco de todo, en esa montaña rusa de emociones que era La Academia en el lustro final del siglo pasado: “El Turco García era muy importante para el grupo y de los más divertidos. Yo llegué de Español, donde actuábamos con muy poca gente en las tribunas y Racing era un hervidero, entonces me dijo que cuando saliera al Cilindro, era como entrar al circo romano, salir a los leones (risas). Ayudaba a distender un vestuario donde la presión se sentía mucho. Ya había atravesado una convocatoria de acreedores en Español, la iba a tener en San Lorenzo y también me tocó ahí, sumado a la quiebra, que fue un momento impactante. La deuda era inmensa y por eso se llegó a la situación límite, al punto que lo poco que cobrábamos nos lo pagaban en un juzgado de la ciudad de La Plata. Llegó la primera fecha del Clausura ‘99 en el mes de marzo y no pudimos jugar por el problema judicial. Los hinchas se autoconvocaron en el estadio y nosotros nos fuimos llamando y también nos sumamos. Fue conmovedor y emocionante, al igual que la semana siguiente cuando nos autorizaron a actuar y fuimos a Rosario para enfrentar a Central. Era una caravana de autos impresionante por la ruta 9″.
En julio del ‘99 se produjo una transferencia que lo marcaría para siempre, pasando de un grande a otro, ya que el nuevo destino era San Lorenzo: “Me pidió Oscar Ruggeri, que era el técnico, para reemplazar a un gran número cinco como Fernando Galetto. En total fueron 6 años en los que tuve la suerte de participar de muy buenos equipos. Muchos de nosotros estábamos en la plenitud de las carreras y con Manuel Pellegrini explotamos para ganar el Clausura 2001, la Copa Mercosur de ese año, primer título internacional del club y, ya con Rubén Insúa de entrenador, la Sudamericana 2002, donde tuve la suerte de hacer un gol en la final contra Atlético Nacional en Medellín”.
La parábola del destino le tenía reservado a Michelini un cierre idílico y soñado para su trayectoria dentro de un campo de juego: “Fue a mediados de 2005. Tenía 31 años y una osteocondritis en la rodilla derecha que me impedía rendir al máximo y, por mi posición, debía estar siempre al 100%. Podía operarme, pero lo descarté y decidí retirarme en el mes de junio, con la fortuna de que el último partido del torneo era contra Racing en Avellaneda. Me preparé durante un mes y medio para disputarlo, aunque sea un rato. Y así fue, con la fortuna de que recuperé una pelota apenas empezó y en esa jugada hicimos el gol. A los cinco minutos se hizo el cambio y se terminó. Recuerdo que jugaba Simeone, que me vino a saludar. Fue un cierre perfecto porque ambas hinchas me ovacionaron”.
El despliegue, la ubicación y la capacidad para recuperar un balón tras otro fueron las características que distinguieron a Pablo Michelini, quien dejó hasta la última gota de sudor en cada una de las casacas que vistió. Debió marcar a excelentes futbolistas y de todos ellos queda una historia con Juan Román Riquelme: “Me tocó enfrentarlo un montón de veces, incluso cuando el Bambino lo ponía de carrilero por derecha. En diciembre de 2000 jugamos con Boca en La Bombonera, a los pocos días de que habían ganado la Intercontinental al Real Madrid. Nosotros teníamos un equipo duro y ese partido en particular fue muy peleado. Notaba que él estaba cansado y no rendía como siempre, quizá por el viaje. Lo tuve controlado hasta los 41 del segundo tiempo, cuando recibió una pelota a la altura de la medialuna y de golpe hizo un medio giro y le puso un pase filtrado a Palermo, lo dejó mano a mano con el arquero y chau, perdimos 1-0. Ahí terminé de entender la calidad que tienen ese tipo de jugadores”.
Nos despedimos en una vereda de Avenida La Plata, calle sanlorencista por excelencia. Al fondo se podían apreciar los fantasmas del Viejo Gasómetro, que también le agradecían a Pablo el haber dejado todo por esos colores, como hizo con cada camiseta que vistió. La misma inteligencia con la que se movía dentro de la cancha la aplica afuera, para disfrutar de la vida. Más allá de la pelota de fútbol.
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