Nació en Córdoba, jugó en Atlanta y en Rosario Central, se inició como DT (y salió campeón) en el Canalla, dejó su huella inalterable en Gimnasia La Plata, pasó por River, pero Carlos Timoteo Griguol es sinónimo de Ferro Carril Oeste. Fue allí donde profundizó su método, obtuvo dos títulos (Nacional 82 y 84), y se convirtió en símbolo de la época dorada del club, que arrasaba en todas las disciplinas, rozaba los 50.000 socios y hasta fue premiado por la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y el Deporte) por hacer “de la difusión del deporte y la educación física un verdadero ejemplo institucional”.
En el libro “Juega Ferro”, su autor, Pablo Abiad, va y viene entre sus vivencias en el club y los momentos más gloriosos de su historia, desde las Vacaciones Alegres, la colonia que dejó su sello en decenas de miles de infancias; hasta la mesa de ilustres integrada por Griguol, León Najnudel (fundador de la Liga Nacional de básquet), Julio Velasco y Adrián Paenza, entre otros; una verdadera usina de ideas que ofició de plataforma para el deporte argentino.
“Aquí se cuenta un recorrido mágico y, por qué no, un poco misterioso: ¿qué nos hace ser hinchas de un club? De un club como Ferro Carril Oeste, además. Y más importante todavía: ¿cuánto influye ese amor por la camiseta y sus derivados en nuestra vida”, es lo que busca responder la obra. Ideal para los hinchas del Verde, claro, pero imperdible también para aquellos que consideran a su club como su segunda casa y no sólo como un asiento en la platea cada 15 días.
MÚSICA A LA PELOTA
Doña Mafalda, la mamá de Griguol, casi lo mata una vez que se enteró que su hermano se rateaba para ir a jugar a la pelota. Timoteo, de 12 o 13 años, había convencido a los padres de que, en vez de trabajar entre las frutas y las verduras, le dejaran tomar clases de música en la academia de Bartolo Beltramino, un profesor importante de Barrio Alberdi. Le compraron un acordeón a piano. Cuando a la tarde salía para las clases, caminaba a unas cuadras y se desviaba a un campito: dejaba el acordeón bajo un árbol y se quedaba hasta la hora de la vuelta dándole a la pelota en vez de a las teclas. “Hasta que mi mamá se cruzó con don Bartolo y le preguntó qué había pasado con Carlitos que no iba más a las clases... Lo que corrió con la zapatilla!”, se reía Cuqui, la hermana menor de Timoteo.
EL APODO DESCONOCIDO
En Las Palmas recuerdan que el padre de Timoteo tenía el vigor de un toro, con las manos curtidas de los que amanecen trabajando la tierra. cuentan que jugaba descalzo y no escatimaba en murras. No lo llamaban por el nombre: Lechuza, le decían, porque miraba fijo, penetrante. Fue inevitable que su único hijo varón heredara el apodo. Carlos Timoteo Griguol, centrojás metedor, entrenador exitoso, formador de cracks, en Córdoba siempre fue Lechucín, Lechuza chico o, simplemente, Lechuza. Así lo siguieron llamando cada vez que volvía al barrio de los quinteros, para fin de año, los asados o las fiestas.
LA “PRUEBA” PARA LOS JUGADORES QUE FUMABAN
A los 10 años fumó por primera vez. Iba al oratorio de Don Bosco para aprender religión y, como premio, jugar un picado con los amigos. En la casa le daban 15 centavos para el colectivo; él se los guardaba y usaba las monedas para comprar cigarrillos rubios. Hasta que una tarde le convidaron uno negro. Quedó tan mareado que, al volver a casa, se encerró en el baño, dijo que no tenía hambre y se fue a dormir hasta el día siguiente. Como técnico fumaría muy ocasionalmente, nunca en público y menos en la cancha. Si se enteraba que alguno de sus jugadores fumaba, no se lo marcaba; lo ponía a prueba en los entrenamientos, a ver si era capaz de aguantar el cigarrillo con la exigencia del fútbol profesional.
CÓMO NACIÓ SU GESTO CARACTERÍSTICO
Entrenó a los pibes de Central por dos años. Ya retirado, le comentó a El Gráfico: “Dirigir y jugar me apasionan. Pero lo más lindo de dirigir es enseñarles a los chicos. No sólo cómo pararse en una cancha, sino enseñarles cosas de la vida, la higiene personal, el estudio, las responsabilidades”.
En esa época patentó otro de sus símbolos: el golpe en el pecho a los jugadores cuando salían al campo de juego. Esa bendición se hizo popular cuando casi saca campeón a Gimnasia, en 1995, porque los partidos se pasaban por televisión. Pero la estrenó de joven, en Rosario. “Parece que en invierno, cuando entrenaban a la mañana, hacía dos o tres grados bajo cero. Y no había mangas largas. Cuando vio que los muchachos se acurrucaban por el frío, les empezó a pedir que pusieran el pecho y les daba con la palma así, abierta. Les daba fuerte, ¿eh? A veces ponían la cara. Les dolía un poco, pero se les pasaba el frío”, contó Poy.
EL PRIMER PIQUETE EN EL FÚTBOL
Héctor Raúl Cúper fue siempre muy medido. Jugó en Ferro entre 1976 y 1988 y sus compañeros coinciden en describirlo como de lo más serio e introvertido de todos esos planteles. Qué bicho raro: en 1983, El Gráfico encuestó a 100 futbolistas sobre a quién iban a votar para Presidente y, mientras el resto se debatía entre radicales y peronistas, él fue el único que eligió a Álvaro Alsogaray, el candidato de la Unión del Centro Democrático. En la cancha, el Cabezón era un zaguero cerebral, elegante, que cometía pocas infracciones y, si tenía que protestarle al árbitro, se le acercaba tranquilo y con las manos atrás en señal de respeto. Un tipo de lo más correcto, de quien ni Griguol ni el resto de los jugadores esperaba que reaccionara como lo hizo en la pretemporada de 1981.
Ferro venía de cumplir una campaña sin problemas de descenso y esperaba la puesta a punto para un nuevo campeonato. Igual que en el verano de 1980, al asumir, Griguol eligió las sierras de Córdona: el hotel Luz y Fuerza de Villa Giardino. En la óptima del nuevo cuerpo técnico, ese trabajo de fondo, en enero, era fundamental para instalar en los jugadores la capacidad física necesaria para rendir como aviones hasta diciembre, sosteniendo sin lesiones las exigencias del esquema táctico que maquinaba Timoteo.
Los hacían sudar a baldes. Pero sin esas pretemporadas, por ejemplo, Ferro no hubiera podido desplegar el pressing con el que fastidiaba la salida de los contratos. El preparador físico, Luis Bonini, responsable máximo de esas dos semanas de esfuerzo, los hacía subir las sierras, bajar las sierras, correr entre lomas, rodearlas, meter piques, abdominales, lagartijas, flexiones. Mientras muchos clubes todavía subestimaban esta clase de entrenamiento, Ferro hacía hasta triple turno: fuerte a la mañana, otro rato después de la siesta y una sesión de cierre, generalmente con pelota, para la puesta del sol. Uno de los entrenamientos incluía trotar con piedras cargadas en las dos manos. Los más veteranos no la llevaban nada fácil.
Una mañana fueron a Estancia El Rosario, en La Cumbre, trece kilómetros desde Villa Giardino. Era plena temporada alta, así que salieron temprano para que los jugadores por lo menos no se calcinaran. Algunos tramos los hicieron al costado de la ruta y otros por caminos internos, de tierra, en el Valle de Punilla. Al llegar, liquidados, los fue a buscar otro micro para seguir con los ejercicios en otro paraje. Fue el día en el que Cúper, siempre tan comedido, perdió la compostura. “Basta, viejo, esto es inhumano... ¡No se aguanta más! Nos están matando”, le gritó a Bonini, tirándose delante del colectivo, sobre el asfalto, dispuesto a encabezar el piquete.
Las versiones discrepan acerca de si el profe Bonini, que era calentón, se lo tomó en serio o la dejó pasar. Pero la rutina de la pretemporada se mantuvo al milímetro y el Cabezón Cúper terminó arriba del micro, como el resto.
EL REBAÑO ES SAGRADO
Una vez, los jugadores de Ferro tuvieron que correr desde La Cumbre hasta el Dique San Jerónimo, siete kilómetros de ida y siete de regreso por un camino escarpado, de ripio y barro. A Silvio Sotelo, un veterano que jugaba en todos los puestos menos de arquero, se le agujerearon las zapatillas de pisar tanta piedra. Al completar el circuito, el boliviano Aguilar pidió que lo felicitaran porque -dijo con la lengua afuera- se había recibido de cabra.
Otra vuelta subieron corriendo el Uritorco, la montaña sagrada de los indios locales, de 1900 metros de altura. Bonini los separó en dos: adelante, el pelotón de los lentos (los arqueros, Cacho Saccardi,Rocchia) y, atrás, los rapiditos (Crocco, Juárez y Carlos Arregui). La misión era hacer cima todos juntos. Eso mismo les remarcaba Griguol todos los días: “Cuando llegan al club, no van cayendo a la cancha de a uno para entrenar; se juntan en el vestuario, se esperan ahí y salen todos juntos en grupo, a la vez. Al principio o al final de un partido, igual”. Pero sobre la falda del Uritorco, bajo el sol de enero, los más pesados se mancaban. Lo que hacían los más veloces a medida que los alcanzaban era sacarse un buzo y ponerse uno de cada lado; al rezagado le apoyaban la prenda a la altura de la cintura, tiraba cada uno de una manga y lo remolcaban hasta la punta del cerro. Y llegaban juntos. Sacrificio, solidaridad, así se fue configurando el Ferro de los años ochenta.
EL PREMIO MÁS HUMILDE DE LA HISTORIA TRAS EL TÍTULO INVICTO EN EL NACIONAL 82
La celebración se iba a hacer cuatro meses más tarde, en el Etchart, sin apuro ni pompa, estilo Ferro. Pero a los pocos días de ganar el campeonato, los dirigentes quisieron organizar una cena más íntima para los jugadores, el cuerpo técnico y sus mujeres. Hubo cena, baile hasta la madrugada y una pequeña sorpresa.
Brandoni me contó que la única mención personal del discurso fue para Carlos Timoteo Griguol. A fines de 1981, la renovación del contrato del cuerpo técnico había sido muy conversada. Había dirigentes que opinaban que el salario del técnico era demasiado alto y que podía resultar un contrapeso para el plan de desarrollo multideportivo de Ferro. La noche en la que se discutió el tema en Comisión Directiva, Leyden -empecinado en conservar a Timoteo a como diera lugar- estaba formalmente de licencia. Sus pares de Comisión Directiva no le permitieron entrar a la reunión y lo dejaron fumando en el hall, con la oreja pegada a la puerta. el vicepresidente Etcheverri fue el encargado de sacar el contrato adelante.
Eso también recordó Leyden en su discurso. Los jugadores aprovecharon para cantarle al técnico lo que coreaba la hinchada todos los domingos. “Vení, vení, cantá conmigo, que un amigo vas a encontrar, que de la mano de Timoteo, todos la vuelta vamos a dar”.
Griguol, gran conductor, estaba sentado en una de las mesas con su esposa Betty. Los jugadores, de traje y corbata, también con sus parejas, tuvieron ese minuto para volver al clima de estudiantina de los planteles, que hasta ese momento de la noche había quedado en suspenso. Timoteo les siguió la corriente, balanceando los índices al compás como el director de orquesta que era.
Volvió el silencio y Leyden retomó el discurso. Y a modo de cierre, anunció que iba a entregar un reconocimiento especial. Hizo una pausa, los jugadores prestaron más atención. Los llamaron de a uno, en un orden que nadie recuerda. Se miraron entre ellos, algo desconcertados, al ver lo que Ferro les daba esa noche por salir campeones: un balero. No una copa, no una medalla, ni una plaqueta: un balero de madera.
Hay disidencias sobre el mensaje con el que debió interpretarse el regalo. Leyden murió en 2022; el secretario Kriscautzky, en 1995, y Etcheverri, en 1994. Según Víctor Marchesini, les quisieron transmitir la idea de que tenían que usar el balero en lo que viniera, pensar, ser inteligentes. Rocchia lo interpretó como una alegoría de austeridad: “Como para que entendiéramos que nos íbamos a tener que seguir pelando bien el culo”. Para Garré fue “como una joda”. No encontré ningún integrante del plantel que haya conservado el balero.
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