El partido empezó casi diez días antes. El miércoles 19 me levanté a las cinco de la mañana. Me puse el traje, me hice el nudo de la corbata, mal como siempre, mientras preparaba un café. Estaba amaneciendo. En la calle no había nadie. Conseguí un taxi enseguida. En 15 minutos llegué a Avellaneda. La primera imagen me desilusionó. El madrugón no sirvió demasiado. Parecía que las calles de la ciudad estaban vacías, no por la hora, sino porque todos habían ido al estadio de Racing para conseguir su entrada para el domingo. Cuatro días después podíamos ser campeones, cortar la recha de 35 años. Y ninguno quería quedar afuera.
Vélez nos había dado 30.000 entradas. No iban a alcanzar. Había dos colas. Largas e irregulares. De esas colas que se forman en la cancha, con varias personas por fila, con colados que se hacen los distraídos y cruzan miradas entre cómplices y suplicantes con los que ya estaban. La de la popular era de muchas cuadras. No sólo era larga. Era tensa. La de las plateas tenía, también, varias cuadras, pero al menos desde el final de la cola se veían las boleterías: un aliciente. Una vez alineado en la espera, me preocupé por primera vez en el día: no había chance de que llegara a la audiencia que tenía al mediodía en Tribunales. No tenía celular como para avisarle a mi cliente. Pero de ahí no me iba hasta tener mis tres entradas en el bolsillo. Mi viejo, mi hermano y yo teníamos que estar en ese partido. Pasara lo que pasara.
En la cola se hablaba sólo de Racing. Del partido, de cómo estaba jugando Vélez, de si Central podía hacerle fuerza a River, de si tenía que jugar Milito o Maceratesi, de si sabíamos qué plateas estaban a la venta. A tres metros mío, un hombre de unos cuarenta años, preguntaba cada diez minutos si estábamos seguros de que esta era la cola para las plateas. Siempre utilizaba las mismas palabras, sólo cambiaba el interlocutor. Cuando le respondían, también su respuesta era calcada: “Si me quedo afuera, me muero”.
Yo no estaba menos ansioso sólo que me escondía en el libro que me había llevado para hacer pasar las horas. No hay posibilidades de no recordar qué canción escuchamos la primera vez que le dimos un beso a la chica que nos quitaba el sueño. Lo mismo pasa con ciertas lecturas y momentos claves: era Cine/Literatura. Ritos de Pasaje de Sergio Wolf (años después me enteré que él también es de Racing) sobre las traslaciones de obras literarias al cine. Durante horas pasé las páginas creyendo que leía, haciendo que leía.
El sol empezó a golpear. El saco me molestaba, la camisa se arrugaba por la transpiración, iba a estar impresentable para la audiencia a la que, de todas maneras, no iba a llegar. Las boleterías abrían a las 10. El clima se fue poniendo espeso y no era por el calor de diciembre. En la otra cola, en la de las populares, había cada vez con mayor frecuencia, movimientos sísmicos. El consuelo más obvio era pensar que no era nada que no sucediera de manera habitual en una cancha. Pero era demasiada gente, demasiada ansiedad y demasiado poca organización. Los guardias de infantería armados y con cascos y escudos miraban alertas. Alguien tuvo una buena idea: abrieron las boleterías más de una hora antes para descomprimir. El primer impulso desordenó más las hileras. Pero la gente avanzaba y nos íbamos acercando al destino.
Un conocido mío recorría la fila como buscando alguien que lo salvara. Me saludó y se puso a hablar de cualquier cosa, sobreactuando naturalidad. Los de atrás lo mandaron al fondo, le advirtieron que no se colara. Logró darme sus dos carnets de socios y la plata para que le comprara, si podía, para él. Antes de irse hacia el final de la cola me dijo que escuchó en la radio que estaban cortando los accesos a la ciudad y que a la mañana hubo saqueos en algunos lugares del Conurbano. No le contesté nada. Los de alrededor tampoco se mostraron interesados en las noticias.
En la otra fila la situación estaba a punto de colapsar. Cada vez había más corridas. De lejos se veía a varios caminando sobre los techos de las boleterías. Cerré mi libro y busqué opciones por si la fila colapsaba. Encontré una especie de garita más adelante en la que me podía refugiar tras una de sus paredes y no alejarme de dónde vendían las entradas; también miré con interés unos pilotes en medio de la nada.
Estaba sumergido en esas especulaciones cuando se produjo la explosión. Gases lacrimógenos, la montada pechando y repartiendo palazos, la guardia de infantería dispersando a la multitud. Lo que, en esa situación, era un problema grave: estábamos bien juntitos y medianamente ordenados desde hacía horas. Mis planes previos no sirvieron para nada. No había tiempo para pensar. No lo hice. Movido por el instinto caminé hacia adelante, a contracorriente. A metros de dónde vendían las entradas, un cordón de policías tapaba el ingreso. Unos pocos hinchas trataban de superarlo. Ahí tomé velocidad, agaché el tórax y metí la cabeza dentro del pecho y pasé por un hueco que había entre dos. Un palazo pegó en mi hombro pero sólo me ayudó para seguir más rápido. Me empujó hacia las entradas. Al pasar ese cerco se ingresaba a otra dimensión. A las espaldas del cordón policial unos pocos simulaban que la vida era normal, al desastre que ocurría a pocos metros de ahí lo veíamos como detrás de un velo, como si fuera ajeno. Esperé con paciencia, que otros dos compraran, y saqué mis entradas (hasta elegí sector) y las del hombre con el que me había encontrado.
Al salir de ahí, seguían los disturbios. Ya eran más los que habían quebrado el cordón policial. Seguían las corridas, los caballos de la montada continuaban asolando, los gases nos hacían llorar, pero las filas se empezaron a recomponer. La organización la brindó la necesidad. La gente se autoreguló. A pesar de eso los incidentes se repitieron durante horas.
El hombre que me había encontrado en la espera me devolvió el favor de las entradas trayéndome de vuelta a Capital. En el auto estábamos eufóricos. El domingo veríamos a la Academia. Estaríamos ahí para ver si se nos daba después de 35 años. La radio traía noticias apocalípticas pero parecíamos sordos. Lo único que nos hizo prestar atención fue el informe de tránsito que avisó que el Puente Pueyrredón estaba cortado. Cruzamos por uno de los puentes viejos, el que usamos para ir al Cilindro en los setenta y los ochenta.
Llegué con tiempo a la audiencia. Antes fui a tomar algo a un bar y a seguir con la lectura de Wolf. Desde ahí llamé al hospital en el que trabajaban mi papá y mi hermano para avisarles que ya teníamos entradas. Su alegría era evidente. Antes de cortar, Papá me pidió que llamara a casa para avisarle a Mamá que estaba preocupada. Ella en dos minutos me contó lo que estaba pasando. Cuando me senté de nuevo en la mesa para terminar el café presté atención a la televisión. Las imágenes eran dantescas. No puede recordar quién era mi cliente ni sobre qué trataba la audiencia (seguro no obtuve un triunfo rutilante: no era un buen abogado).
Después los acontecimientos del día y del día siguiente y del siguiente fueron tomando nuestro ánimo y nuestra atención. Todo era desolador. Cacerolazos, corralito, renuncias, helicópteros, acefalía, muchos muertos. Incertidumbre. Nadie sabía nada. Ni siquiera cuando jugaba Racing. Por banal que parezca en ese panorama apocalíptico nosotros estábamos preocupados por el partido.
Al día siguiente, el secretario gremial de los jugadores dijo que en esa situación no se podía jugar al fútbol. Algo, debe reconocerse, bastante sensato. Hinchas de Racing organizaron una manifestación para repudiarlo. La AFA le hizo caso y suspendió la última fecha, la trasladó a febrero. No miento ni generalizo si digo que a ningún hincha de Racing la medida le pareció razonable, aunque la distancia la muestra irreprochable. ¡Cómo nos iban a hacer eso!
Luego hubo presiones, política y hasta un pensamiento demagógico. Si no había pan que al menos hubiera circo. Ramón Puerta en la medida más memorable de su fugaz gobierno decidió que se jugara la definición del torneo. Sólo dos partidos, los de los equipos que tenían chances de campeonar: Velez- Racing y River- Central. A Racing le alcanzaba con un empate. Si perdía y River ganaba había que desempatar. El River de Ramón era un portento: D’ Alessandro, Cambiasso, Celso Ayala, Yepes, Coudet, Ledesma y el Burrito Ortega.
En esos días el país se siguió desintegrando. Rodríguez Sáa era el presidente aunque todavía no le habían apagado la luz en Chapadmalal. Nosotros estábamos tironeados por las preocupaciones y tristezas cotidianas y la ilusión del jueves 27.
Eran 35 años sin salir campeón de los que yo había sufrido 26. Iba a la cancha desde los cuatro años. De local y de visitante. Los tres –mi viejo, mi hermano y yo- siempre; mi mamá nos acompañaba a veces, aunque nunca vio ningún gol ni a favor ni en contra porque cuando la pelota se acercaba a las áreas cerraba los ojos y rezaba: “Diosito, que mi semana no sea un infierno” debía ser el ruego.
A Papá no le gustaba salir. Nunca un recital, nunca el teatro, de vez en cuando al cine (una de tiros por lo general). Pero a la cancha íbamos siempre. No importaban los resultados. O, en realidad, sí. Nos amargábamos terriblemente con cada derrota, con cada frustración, con cada vez que nos bombeaban. Y nos alegrábamos ridículamente con cada victoria. Pero no sólo era la alegría de ese momento, era el impulso para sobrellevar la semana y, siempre, la esperanza de un futuro mejor: cada victoria nos podía llevar al infinito, cada triunfo era la piedra basal que por fin nos haría campeones.
¿Habíamos visto venir al equipo de Mostaza? ¿ Qué pensamos cuando vimos esa tapa de El Gráfico con Merlo y los refuerzos? La primera fecha nos había ilusionado. Una noche de viernes y de lluvia contra Argentinos. Un gran primer tiempo, un empate injusto y un gol agónico, en contra, para los tres primeros puntos. En la segunda, Loeschbor empató en el último minuto en cancha de Independiente. Los triunfos fueron llegando y el equipo tenía funcionamiento y solidez aunque poco brillo y elaboración. Los laterales eran extraordinarios: Vitali y Bedoya. El técnico con gran inteligencia se dio cuenta de que ellos podían darle un plus ofensivo pero para eso tenía que crearles un esquema que los ayudara. Ahí surgió la línea de 5 y Panchito Maciel oscilando entre último hombre y volante que se acercaba a Bastía. Chatruc y el Chanchi Estevez tuvieron un gran campeonato. Campagnuolo hizo grandes atajadas, Bastía fue el estandarte con su esfuerzo, el Melli Gustavo era el temple, Maceratesi y Milito los delanteros que alternaban (nuestro Diego explotaría después del título).
Pero ese equipo siempre será el de Mostaza. Logró encontrar el puesto a cada jugador y –la mayor virtud posible en un técnico- consiguió que sus jugadores llegaran al pico de su rendimiento bajo su dirección. A Úbeda lo vimos jugar más de una década y nunca lo hizo como en el 2001; Loeschbor no volvió a hacer tantos goles en un torneo como en ese; Bedoya pese a su calidad indiscutible no logró mantener ese nivel de lateral brasileño; lo mismo para Chatruc, Estévez, Vitali, Maciel y Bastía. Pero eso lo podría hacer cualquier DT (que fuera bueno). Mostaza hizo mucho más. Se puso la presión al hombro, él daba la cara pero sin sacarle protagonismo a sus jugadores, haciéndolos sentir importantes. La noche del triunfo de local contra Newell´s creó el “Paso por Paso, partido a partido” que la posteridad resumió en el Paso a Paso. Y supo salir de ahí, de ese hábito, de esa cábala, el día con Banfield, cuando en el Ducó nos anularon mal dos goles. Esa tarde nos juró que saldríamos campeones. Y cumplió. Mostaza ponía el pecho. Si alguien se merece una estatua es este señor.
El día contra Vélez, el jueves 27, el país seguía incendiado pero no nos importó. Allá fuimos, temprano, a ocupar nuestros lugares, a tener el día más feliz de nuestras vidas. O a estar presentes, como tantas otras veces, cuando el colapso ocurriera.
El sol abrumaba. Pero de pronto el cielo se cerró como un puño. Y un diluvio, breve, nos empapó. Cuando el equipo salió a la cancha otra vez había luz.
Algunos estaban con las Spikas al oído. River goleaba. Había que, al menos, empatar. Al principio del segundo tiempo, Loeschbor de palomita puso el 1 a 0.
Lo gritamos hasta volvernos locos. Cuando el equipo volvía a mitad de cancha y nosotros nos quedábamos afónicos con nuestro grito de guerra “Y dale, y dale, y dale Racing, dale” mientras agitábamos nuestro brazo como hachas, un hombre al lado nuestro se sentó en su platea, se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar. El que estaba en la fila de atrás le palmeó la espalda y le dijo: “No llores viejo. Vamos a ser campeones”. Y, sí, ya sabemos, era prematuro todavía, faltaba mucho (de hecho entró uno con nombre de personaje de historieta e hizo su único gol en primera para empatarnos). Pero estábamos cerca. Cuando terminó el partido, enloquecimos. Lo habíamos conseguido después de esperarlo tanto tiempo, de soñarlo cada noche.
Nos merecíamos toda esa alegría. Habíamos estado siempre. En esos campeonatos de los setenta que presagiaban lo peor, esos en los que rompíamos el mercado y después penábamos todo el año, la vez que el referí nos robó de manera vergonzosa ese partido clave del Nacional contra Unión, el día que el Ferro de Griguol nos dio vuelta un 4 a 1, el partido que descendimos contra Racing de Córdoba, cuando perdimos contra Talleres de Remedios de Escalada sin que nos patearan al arco, la final del primer octogonal, cuando sabotearon al equipo de Basile o cuando el irresponsable de Dalla Líbera se hizo expulsar por sacarse la camiseta por un gol que hizo otro. Estar en las malas no es un gran mérito, es casi inevitable. No podíamos estar sin ver a Racing. Pero también vimos a Roque Avallay someter a Fillol, a Cejas enloquecer a Alonso, la Supercopa, el equipo de Basile, el día que el Turco y Carranza bailaron a River, el caño de Rubén Paz a Monzón y muchas, muchas cosas más. Nuestros días más felices fueron racinguistas. Esas tardes de domingo en el Cilindro son inolvidables.
Miguel Mateos había cantado de “el día después del Racing Campeón”. Se equivocó. La clave era el día de Racing campeón. Las dos canchas llenas, el Obelisco, la locura. Para comprender la magnitud basta ver la sucesión de tapas de los diarios de esos días. El colapso del país ocupaba la primera plana cada jornada. Con exclusividad. Ningún otro tema se colaba. Pero el 28 de diciembre todas las tapas tuvieron un solo tema: Racing Campeón.
Aunque Loeschbor hizo el último gol, el que nos dio el punto que nos consagró, el gol del campeonato fue otro. Ese juego típico en los hinchas de fútbol sobre cuál fue el gol que más gritaste en tu vida, con los hinchas de Racing se torna aburrido. La respuesta es casi unívoca: el de Bedoya a River. Faltaban tres minutos y el colombiano la clavó en el ángulo de Comizzo. Aún hoy me emocionó cuando lo veo (el rugido desesperado de la hinchada gritando el gol es conmovedor). Esa tarde el segundo tiempo se vio de pie. La platea estaba colapsada. No había lugar ni en los pasillos. Mi Papá era un hombre de cábalas variadas y firmes. Si las tenía cuando nos iba mal, no hay que hacer esfuerzo para imaginarse cómo respetaba las del 2001. En el primer partido del torneo había ido a hacer pis –la próstata lo tenía a mal traer- en mitad del segundo tiempo. Como ganamos repitió la maniobra cada encuentro de local. Contra River hizo lo mismo, pero la densidad demográfica de la platea le impidió volver a su lugar, se quedó parado en la boca de entrada. Cuando el zapatazo de Bedoya se clavó en el ángulo, con mi hermano nos tiramos en los brazos del otro y nos aturdimos gritando el gol hasta rompernos la garganta. Hasta que de pronto sentimos un topetazo. No sabemos cómo mi Papá había logrado subir los quince escalones, cómo había atravesado toda la gente y llegó a abrazarnos. Cómo se iba a perder ese abrazo. Gritaba gol y nos abrazaba fuerte. Y lloraba. Nunca lo había visto llorar. Atrás nuestro, un vecino histórico de platea se agarraba la cabeza y repetía: “Vamos a salir campeones, vamos a salir campeones, vamos a salir campeones”. Como si la repetición lo ayudara a creérselo.
Pero sí, por eso lloraba mi Papá. Porque íbamos a ser campeones. Porque fue lo que anheló toda su vida desde que nos llevó a la cancha por primera vez. Y eso que él había visto al tricampeón del 49 al 51, al del 58, al del 61, al Equipo de José y hasta había estado en Montevideo el día del Celtic. Pero eso lo había vivido solo. Nunca había podido festejar un título con nosotros. Papá era muy cariñoso. Le gustaba besar y abrazar a sus seres queridos. No necesitaba de un gol para abrazar. Pero necesitaba, desesperadamente, ese abrazo definitivo, el del título, el de la alegría total, vitalicia. Y yo sé, con toda certeza, que ese fue el mejor abrazo del mundo, el que nunca me voy a olvidar. Los tres apretados, gritando, llorando.
Porque de eso se trata el fútbol.
De padres e hijos abrazándose para siempre.