Frente a este renacer me llegan voces extrañas que conforman un sonido de inevitables recuerdos. No es éste el mismo Luna que evoca mi memoria, el de memorables noches bajo el paisaje excitante de la gloria y el drama.
Este Luna luce más confortable, más glamoroso. No hay filas interminables para lograr la entradita física del papel endeble cuyos diversos colores distinguían a la popular de los demás sectores. No resulta necesario mojar las tribunas a manguerazos para que más personas puedan ubicarse solo de pie sin poder sentarse. No hay cafeteros ni cocacoleros ofreciendo su néctar a viva voz, dentro aquellas chaquetas que lloraban su arrugues. Ya no alquilan largavistas para acortar la distancia y así poder ver a los peleadores desde más cerca. El sonido de hoy es más fiel y potente: se escucha todo y bien; no como en aquellas épocas del micrófono manual desde el cual el locutor Juan Barra enfatizaba: “Dale a la Carú” (una marca de cocinas a gas y kerosene de los 50) para anunciar: “¡¡Segundos afuera, primer round o…12° y úuullltimo round….!!!”. Tampoco se vieron grupos de debatientes en la esquina de Corrientes y Bouchard parlamentando sus opiniones, antes o después del show, ni el canto de las hinchadas, toda vez que los grandes boxeadores las tenían y provenían de los barrios o de las provincias; ni desesperados buscadores de entradas de “gentileza” –garroneros– en el barcito Ring Side. No hay más mujeres de largo ni hombres de traje y corbata; ni fragancia de Chanel, ni joyas relucientes, ni políticos conocidos, ni artistas populares, ni jugadores de fútbol, ni empresarios, ni comunicadores famosos… ¿Y dónde está Jorge Morales, el anunciador del ring luciendo su esmoquin?
De aquel Luna glorioso, símbolo de la porteñidad y templo de la cultura argentina, quedan los duendes. Son ellos quienes desde algún espacio ignorado nos recuerdan sus grandes noches.
Hay tantos duelos para evocar en esta reapertura del Luna. Las peleas entre el Mono José María Gatica y el Cabezón Alfredo Prada fueron tremendas e inolvidables: en la tercera (1946) Prada sufrió una lesión en el maxilar y con un ojo cerrado lo tiró en el 11° asalto, pero igual ganó Gatica. Un año después (1947) Prada le provocó una triple fractura de mandíbula, le hundió 5 muelas y 3 dientes y el Mono terminó internado en el hospital Ramos Mejía obligado a alimentarse durante 6 meses con dieta líquida absorbida con bombilla. Hicieron dos combates más; la de 1948 la ganó Gatica y en la de 1953, cuando ya el Mono estaba liquidado físicamente, se impuso Prada. Y aunque siempre parecieron irreconciliables a juzgar por la ferocidad con la cual pelearon 7 veces, Prada terminó ayudando a Gatica dándole un lugar como “relaciones publicas” en su restaurante en la calle Paraná.
Ah… Aquellas peleas entre Gatica y Prada… Antes de las 7 de la tarde ya había fila para entrar a las tribunas populares. Los canillitas vendían todo lo que cargaban bajo el brazo de Crítica, La Razón y Noticias Gráficas. Las entradas se ponían en venta el viernes y la fila completaba más de media manzana. Hubo gente que pagó el triple por un ring side con la esperanza de ver y saludar a Perón, quien no se perdía combates como aquellos. La noche en la cual Prada le partió la mandíbula a Gatica, el Mono, tras subir al ring, salió de su rincón -esquina de Lavalle y Madero- para agacharse entre la segunda y tercera cuerda de frente a Bouchard y pronunciar ante el rostro de Perón la mítica frase: “General, mi general, dos potencias se saludan…”. Perón y Gatica fueron siempre el delirio del público de las populares al conjuro del estridente estribillo: “Gatica y Perón / un solo corazón…”, repetido hasta el cansancio.
La organización del sábado fue impecable. El camino hacia el ring de la Tigresa Acuña y de Débora Dionicius resultó espectacular. Ni hablar del espacio gastronómico de enorme calidad, cuidado y estética. No hay más vendedores ambulantes dentro de raídos uniformes, ni acomodadores sin afeitarse. Ingresar hoy al Luna es como entrar a un teatro. Desde las luces hasta la escenografía mucho se ha avanzad. Además se advierte jerarquía en cada espacio pues las butacas son más confortables y el sonido más potente.
El problema que me generó “la vuelta del boxeo al Luna Park”, es no haber sabido controlar el ataque de los duendes; esos duendes que cual fantásticas hadas se aprovecharon de tan esperado evento para despertar a mi memoria. Recordé entonces que en ese ámbito litúrgico se escribieron las páginas más brillantes de la historia del boxeo argentino desde 1932 hasta 1987, año en el cual Tito Lectoure, cansado de falsedades y traiciones terminó con el boxeo en su estadio.
Después de permitir que la nostalgia llegue hasta mí, comprendí que la leyenda demandó más de 50 años en construirse, que su punto más alto se alcanzó entre los 60′ y los 80′ y que no son estos los tiempos en los cuales el boxeo argentino pudiere recuperar su esplendor.
No habrá más duelos como los de Ricardo González y Alfredo Bunetta quienes en la década de los ‘50 debieron pelear 7 veces –la mayoría por la corona argentina de peso Pluma- y aunque Gonzalito le ganó 6 de esos 7 combates, las peleas eran tan vibrantes, dramáticas y parejas que la siguiente versión se programaba sola pues lo demandaban el público, la prensa y los actores.
No habrá más una como la de Ringo Bonavena y Goyo Peralta. Que noche, se batieron todos los récords de venta de entradas en el Luna Park: 25.236 personas pagaron y otro par de miles se acomodaron en pasillos o contra las verjas y paredes para ser testigos de una velada cuyo marco fue superior al espectáculo boxístico. Esa noche (5-9-65) Ringo se consagró campeón argentino de los pesados. O aquel duelo electrizante entre Horacio Saldaño y Tito Yanni (15-3-80) quienes se pegaron sin treguas durante 15 minutos en la más épica y dramática batalla que se recuerda sobre ese cuadrilátero. Fue tan conmovedora esa pelea que después de varias agonías de uno y otro, terminó ganando Yanni en el 5° asalto.
No habrá más Zurdo Lausse, ni Rafael Merentino, ni Ricardo Calicchio, tres medianos que llenaban el Luna y hoy podrían ser estrellas en cualquier cuadrilátero del mundo. Tampoco habrá más Pascualito Pérez, ni Horacio Accavallo, ni Falucho Laciar –campeones mundiales de peso mosca-; ni Gustavo Ballas, ni Uby Sacco, ni Sergio Víctor Palma, ni Víctor Emilio Galíndez, ni Miguel Ángel Castellini, ni Hugo Pastor Corro, ni Martín Coggi, quienes hicieron sus campañas en el Luna Park desde el comienzo hasta alcanzar sus diversas coronas mundiales. Peleaban en el Luna los miércoles –en el albor de sus campañas- o los sábados cuando ya ameritaban enfrentarse con figuras internacionales – el Luna contrataba unos 18 boxeadores extranjeros por año– para así ingresar y poder avanzar en los rankings mundiales de la AMB y del CMB, únicas dos entidades existentes por entonces.
No habrá más un Monzón que solía pelear a las 7 de la tarde para que en Europa lo vean a las 11 de la noche al compás de un ¡Ar-gen-ti-na; Ar-gen-ti-na!, sabiendo que el triunfo estaba asegurado ante los Emile Griffith o los Tony Mundine aunque un gancho lo obligara a mirar el reloj y agarrarse de Benny Briscoe en el único gesto de suspenso de sus 14 defensas. No era un Luna lleno, pero aún así vibraba, sentía el triunfo…
Y por último no habrá ninguno como Nicolino Locche, el ídolo máximo del Luna. Recuerdo con emoción aquellas veladas de estadio lleno. Si, desde la calle venía el reclamo de quienes no pudieron entrar: “Entradas Agotadas”, decía el cartel. Igual, ya sea por Corrientes o por Bouchard, más de un centenar de aficionados preferían quedarse con sus radios portátiles, escuchar la pelea por radio y acompañar desde la calle las exclamaciones de quienes habían llenado el estadio.
Cerca de las once menos cuarto, las miradas se orientaban hacia el ángulo de Madero y Corrientes, el corredor de los vestuarios. Ni haz de reflector, ni música de cortina identificatoria, ni guardaespaldas abriendo el paso, ni notables acompañando. Delante suyo, Don Paco Bermúdez, su maestro desde la infancia hasta la gloria. Detrás, el ayudante ocasional de la esquina. En el medio, bajo el estrépito de la multitud él. El maestro metido en su bata blanca con vivos celestes, el pelo ralo intentando cubrir todo el casco capilar, la toalla blanca al cuello, sus botitas negras que apenas permitían ver el final de sus medias blancas y una pátina de vaselina para darle más brillo al iluminado rostro de sus pómulos pétreos y angulados.
No bailaba ni saltaba. Nicolino evitaba los golpes a menos de cincuenta centímetros del punto de partida de los puños de sus enfurecidos rivales. Para ello elegía un lugar del ring, preferentemente cerca de las sogas. Y dando el paso atrás se apoyaba en ese encordado para elastizar el espacio hacia atrás y utilizarlo como soporte movible de sus movimientos de torso. Luego quitaba la cabeza del radio comprometido hacia ambos laterales y su adversario, cualquiera que fuese, caía en el ridículo de tirar sus golpes al aire, al vacío y sin tener que transitar el ring ni perseguir a Locche pues éste se quedaba siempre en el mismo lugar.
Después, recién después y luego de la participación del árbitro, se desplazaba con tres pasos cortos y acelerados hacia atrás o hacia el costado en una actitud inequívocamente chaplinesca. Era el gran Carlitos en cámara ligera, haciendo girar su bastón. Que grande Nicolino. Se fue ganado al público del Luna de menos a mas y para cuando llegaron los ex campeones mundiales como Ismael Laguna, Joe Brown o Carlos Ortiz, el estadio lo sentía campeón mundial, aun antes de haberle ganado en Tokio (12-12-68) a Paul Fujii. El Luna Park fue de Nicolino pues no habrá ninguno igual, no habrá ninguno.
Fue lindo poder aplaudir el sábado a la Tigresa Acuña, a pesar de la derrota, pues el boxeo femenino le debe a ella y a su lucha que las mujeres hayan sido admitidas en el pugilismo hasta alcanzar el nivel de la máxima atracción como acaba de ocurrir. Y también es saludable acompañar los sueños de todos los que conformaron este programa y otros diez que ya están previstos para el año que viene.
Los duendes me atacan discutiendo los eslóganes de la publicidad. Admiten como un hecho cierto que el boxeo ha vuelto al Luna Park, pero niegan eso de que “la leyenda continúa”. Ellos dicen que la leyenda terminó en el 2002 cuando murió Tito Lectoure.
Y eso es verdad, pues el alma del boxeo en el Luna era él, sólo él…
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