Antes de la fama. Antes de la gloria. Antes de las cámaras. Antes de la droga. Antes de la Selección. Antes de Napoli. Antes de Boca. Antes de Claudia, de Dalma y de Gianinna. Antes que todo y primero que nada, Diego era Pelusa y Pelusa era el 10 de los Cebollitas. El único de los Maradona del que no hay registros fílmicos. Solo los integrantes de aquel mítico equipo de jóvenes pueden dar fe de lo que ese petiso de rulos podía hacer dentro y fuera de la cancha.
En el marco del homenaje por el cumpleaños 61 del ídolo máximo de la historia de la selección argentina, los Cebollitas se reunieron en la cancha de Argentinos Juniors para participar de un partido frente a un combinado de campeones del mundo y ex futbolistas. En diálogo con Infobae, recordaron viejas anécdotas de aquel tiempo en el que sólo ellos sabían que en Fiorito había nacido un crack que hacía magia con una pelota.
“Era el mejor como futbolista y como persona. Era sencillo humilde, compañero, único”, rememoró Norberto Santagatti, conocido en el grupo como Cuchillo, una de las piedras fundamentales del equipo comandado por Francis Cornejo que entre 1973 y 1974 mantuvo un invicto de 136 partidos y deslumbró al fútbol argentino. “Diego era el motorcito nuestro”.
Ese grupo de jóvenes talentos, que hoy supera los 60 años y mantiene el diálogo vía Whatsapp, se conoció a finales de la década del 60, cuando Argentinos Juniors abrió la inscripción para niños de 8 y 9 años que soñaban con ser futbolistas. Fue Gregorio Goyo Carrizo, uno de los mejores de esa camada, quien asombró al entrenador en su prueba y le advirtió que había un niño en Villa Fiorito que era aún mejor que él.
“Francis me dijo que la categoría 60 estaba completa:
- ‘Necesitaba un 10 y llegaste vos’.
- ‘Tengo un amiguito mucho mejor que yo’.
-‘¿Mejor que vos?’.
-‘Sí, mucho’.
- ‘Lástima que el equipo está completo con vos’.
Después le dije a mi papá que si no iba Pelusa yo no iba más. Mi papá habló con Francis, porque yo no quería ir más, y entonces dijo ‘Bueno, tráigalo’”.
Aquel berrinche de Goyo hizo que pocos días después Diego tuviese su chance y dejara atónitos a todos. Las gambetas de aquel morocho de pelo largo y desordenado no parecían propias de alguien de su edad y de inmediato se ganó el respeto de todos sus compañeros, quienes siempre lo trataron como uno más en el grupo.
“Diego en inferiores era diez veces más de los que juegan hoy. Imaginate. Yo lo marcaba y no le podía ni pegar. Saltaba las patadas y se cagaba de risa. Encima se reía. Era un placer tenerlo”, comenta orgulloso Oscar Trotta, cuyo padre, Yayo, se había transformado en el chofer del equipo. Él, con su Rastrojero, era el encargado de subir a bordo a todos los Cebollitas y llevarlos a cualquier cancha. Pero también había lugar para algunos familiares: “Los padres de Diego viajaban siempre con nosotros adelante, con mis hermanas. Íbamos todos”.
“Cuesta creer que estuvimos ahí, porque todas esas fotos son de mi viejo. Mi viejo sacaba fotos en todos lados, ni me acuerdo qué cámara tenía. Lástima que no había grabadora. Hay un par de videos de aquella época que alguna vez vi, pero nada. Todo a pulmón en esa época, en el Rastrojero o a veces en algún micrito que alquilábamos”, recordó emocionado Trotta. “Éramos un grupo muy unido, sencillo y sin plata”.
Todos aún destacan que el grupo entero de jugadores se movía como si fuese una sola persona y eso hizo que hasta el día hoy el diálogo entre ellos se mantenga: “Para que te des una idea, el técnico nuestro a veces retaba a un jugador y entonces ese jugador empezaba a llorar. Y en donde empezaba a llorar uno, llorábamos todos. Éramos muy unidos, si tocaban a uno nos tocaban a todos. Eso hacía que tuviésemos éxito en la cancha. Obviamente que teníamos al más grande, que era Diego”, asegura Goyo.
Esa conexión por momentos hasta espiritual que conformaron los Cebollitas fuera de la cancha, se hacía notar adentro: “Pegarle a Diego era como pegarle a nuestra a mamá. Y así éramos con todos”.
De eso se acuerda también muy bien Santagatti: “Una vuelta en estancia chica con Gimnasia, les estábamos dando un peludo terrible, y estaba Gatti mirando el partido tomando sol. Ni bola nos daba. Y uno de los jugadores gritó ‘¡Partilo!’. Imaginate. Ahí nos agarramos todos a trompadas. Lo defendíamos”.
Entre risas recuerdan que Pelusa era imparable, pero que su capacidad era tal que recibía pocas patadas, porque no podían alcanzarlo. Es que su velocidad y gambeta hacían quedar en ridículo a los adversarios e incluso a ellos mismos en alguna práctica. Por eso, aunque en ese entonces no solían hablar sobre el futuro ni sobre posibles fichajes a otros clubes, todos sabían que Diego tenía un potencial enorme y que salvo alguna desgracia, iba a hacer historia.
Su enorme capacidad hizo que Argentinos Juniors lo llevase a Primera con apenas 16 años y, aunque él no quería, tuvo que abandonar a los Cebollitas. “La magia se lo llevó”, se lamentó Trotta, quien queda flotando en el pensamiento sobre qué hubiese pasado si lo hubiesen esperado un poco más: “Si Diego hubiese estado más tiempo con nosotros, si no se hubiese ido antes, tal vez también hubiese sido distinta su vida. Se fue muy chico”.
Las presiones de ese momento y las urgencias hicieron que el mundo conociera demasiado rápido a Maradona, quien un par de años más tarde se unió a Boca Juniors, luego siguió su carrera en Europa y el resto es historia. El destino, la fama y la gloria hicieron que Pelusa se alejara, no solo de Fiorito, sino también de sus primeros amigos, quienes nunca dejaron de buscarlo. “Era imposible llegar a él. Él nos pasaba el teléfono, pero era imposible”, reconoce con dolor Cuchillo, que aclara que su amigo nunca perdió la humildad que lo caracterizaba en su infancia. Y ejemplos no le faltan.
“Cuando se había operado del cinturón gástrico me entero por la televisión y dije ‘lo voy a ver’. Vine desde Cañuelas. Y mis hijas me decían ‘¿qué bola te a va a dar?’. Lo esperé en la puerta del canal, lo seguí como 10 cuadras y no me daba bola porque no sabía quién era yo. Hasta que yo le dije a uno de los que estaba ahí, Marcelo Palacios, ‘Decile que soy Norberto, Cuchillo’. Ahí nomás, él paró todo. Se bajó del BMW, se acercó a verme, con el traje ese italiano que tenía, se arrodilló en el piso y me pidió perdón. Yo le dije ‘¿Qué hacés?’. Me dice, ‘Perdoname, no sabía que eras vos’. Baja Gianinna y vienen mis hijas y él les empieza a contar a sus hijas y a las mías quién era yo, ¡en lugar de contarles quién era él!. Se acordaba que mis padres le habían dado comida. Es impagable. Son cosas que no tienen precio”.
La mayoría de ellos lo vio por última vez en uno de los programas de La Noche del Diez, ciclo conducido por el propio astro que se emitió por la pantalla de Canal 13 en 2005, cuando fueron invitados. Pero después de eso, y pese al esfuerzo de los muchachos por planear una reunión, nunca pudieron conseguir que Diego fuera.
Pendiente -para otra vida- quedará el asado que habían planeado para reunirse con Pelusa nuevamente y que la maldita pandemia postergó. Todos mastican bronca al advertir que su amigo de la infancia ya no está, pero respiran tranquilos al asegurar que por fin está en paz, descansando junto a Doña Tota y Don Diego, en un lugar en el que puede caminar sin la presencia de una horda de de periodistas y fotógrafos alrededor. De aquel tiempo de humildad e inocencia quedan los recuerdos, tan imborrables como impagables, que les permite a ellos ser protagonistas exclusivos de una historia que no se puede encontrar en Youtube y que solo sus relatos la mantienen viva.
Hasta el día de hoy, Goyo sigue repasando esa charla con Francis, en la que mencionó que su “amiguito” era mejor que él. Esa postura suya aún le llama la atención y no puede dejar de pensar en cómo hubiese sido su vida, la de Diego y la de todos los argentinos si esa mañana hubiese elegido callar. Pero a más de 50 años de aquel diálogo, está convencido de qué lo llevó a decir lo que dijo: “Yo estuve con Dios en ese momento y no entendía por qué me estaba iluminando. Hoy ya me doy cuenta por qué me iluminó”.
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