“Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, los goles de Perazzo, que ya van a venir”. Ese era el canto que dominaba las tribunas desde mediados y hasta finales de la década del ‘80. En la previa del partido, como un deseo, que Walter agradecía con el brazo en alto y luego de cada conquista, como desahogo tras el grito sagrado. Primero fueron los de San Lorenzo y luego los de Boca quienes cantaron aquella canción. El goleador ahora es entrenador, porque la llama del fútbol vivirá por siempre en él, como desde el mismo día que nació, en otro país, lejos de Argentina, por cuestiones de este deporte…
“Nací en Bogotá en 1962 porque mi papá era futbolista y estuvo jugando allá hasta 1964, cuando emprendimos el regreso. Él se había iniciado en San Lorenzo, compartiendo las inferiores con Sanfilippo. En mi casa nunca hubo dudas y todos éramos del Ciclón, incluso íbamos poco a la cancha, pero cuando lo hacíamos, era en el Viejo Gasómetro. De chico arranqué en el club y mi sueño era poder emular a mis ídolos de los equipos campeones del ‘68, ‘72 y ‘74 y las vueltas de la vida quiso que en las inferiores usáramos sus camisetas, que nos quedaban inmensas (risas)”.
Ese pibe Perazzo se destacaba por sus goles y su calidad entre los de su generación, hasta que llegó el momento esperado, aunque no de la manera habitual: “Empecé a entrenarme con la primera en 1979 bajo la dirección técnica de Bilardo. Para poder estar cerca de la Ciudad Deportiva me cambié de colegio a uno en Soldati para el que tenía que tomar dos colectivos. Uno de ellos era el 76, que pasaba por la puerta del club y desde la ventanilla veía las prácticas del plantel, a las que poco tiempo después me integré. El domingo 18 de noviembre iba a jugar en reserva, pero como llovió, se suspendió y me quedé en mi casa, donde almorcé los clásicos ravioles. Al ratito sonó el teléfono y era Carlos, que me recordaba que aunque lloviera teníamos que estar igual y me dijo que me fuera para el Gasómetro. Yo no entendía nada (risas). El Narigón hacía concentrar a los 10 titulares de campo nada más. Ni el arquero ni los suplentes, una cosa de locos. Llegué a Avenida La Plata y me enteré en ese momento que iba al banco contra Cipolletti. Tuve la suerte de debutar esa tarde y pisar como futbolista oficial ese césped tan importante. Ganamos 4-0 y a la fecha siguiente, como locales, fue el histórico empate en cero con Boca, que fue el último partido oficial allí, donde estuve en el banco. Ya se sabía que era la despedida, pero me llamó la atención que nadie protestó, ahora sería un caos”.
Había comenzado la etapa de pérdidas para el Ciclón. Primero fue su estadio, más tarde los mejores futbolistas y luego la categoría, aquello que ni en una feroz pesadilla podría haber pasado por las mentes azulgranas, pero que fue un como cuchillo en el alma.
“Durante 1980 seguimos entrenando en el Gasómetro, aunque ya estuviese cerrado para el público y me llamaba la atención que el césped estaba impecable, era un piso buenísimo, pero el marco era desolador. Ese año fue duro en lo deportivo y una experiencia tremenda para mí: era juvenil, en un club grande en medio de una crisis institucional y deportiva. Lo único bueno es que me hizo madurar de golpe. En el ‘80 nos salvamos en la anteúltima fecha contra Tigre y para la temporada siguiente no se pudieron mantener a los que anduvieron bien, como Víctor Marchetti, no se armó un equipo competitivo y pasó lo que pasó. En ese fatídico ‘81, los días de entrenamiento en la ciudad deportiva, si estábamos citados a las 16, la práctica comenzaba a las 17:30, porque la playa de estacionamiento estaba llena de hinchas y también de la barra. A los pibes nos dejaban pasar, pero a los más grandes les pegaban una apretada tremenda. Había llegado el Toto Lorenzo como entrenador para las fechas finales, pero ya no era el técnico de antes. En la semana previa al partido decisivo con Argentinos, practicó con un equipo, que lo modificó la noche anterior, que fue cuando nos llamó a los más chicos (Milano, Insúa y yo) para decirnos que íbamos a salir a la cancha. Con 19 años no tenía real dimensión de las cosas y quizá por eso el descenso no nos golpeó tanto, pero si me quedó grabado que cuando terminó, la gente no se iba de la cancha, se quedaban llorando aferrados a los tablones de la cancha de Ferro”.
San Lorenzo fue el primer equipo grande en irse a la B, pero allí radicó su refundación, porque ese paso por el fútbol de los sábados, lo convirtió en un hecho alegre y familiar, del que Perazzo no pudo ser parte, pero por algo mejor: “El Toto no nos quería a ninguno de los pibes (Rinaldi, Insúa y yo) para jugar en la B y Bilardo, que ya nos conocía, enseguida nos quiso llevar a Estudiantes. Fueron largas negociaciones, porque San Lorenzo quería mucho dinero por los préstamos y entonces se acordó que fuera uno solo y me eligieron a mí. Fue una experiencia maravillosa, no solo por salir campeón, sino por compartir plantel con jugadores de enorme jerarquía. Fue como la facultad: ahí me recibí de futbolista. Y por supuesto que tengo anécdotas con el Narigón, como la de la semifinal del Nacional contra Quilmes. El partido venía re caliente adentro y afuera, yo estaba en el banco y me enganché con ese clima. Entré faltando 15 minutos y enseguida le metí con todo a un rival y me expulsaron. Perdimos 1-0, quedamos eliminados y estando en el vestuario recién duchado lo escucho a Bilardo a los gritos “¿A dónde está Perazzo?” Quería que me tragara la tierra (risas). Entonces me encerré en el bañó, cerré la puerta y me subí al inodoro para que no me viera ni los pies (risas). Nunca me pudo encontrar”.
Pese a sus buenos rendimientos, no hubo acuerdo y el préstamo no se renovó, así que Perazzo y San Lorenzo, recién regresado a primera, volvían a encontrarse: “En el año de la B estuve cerca, porque fui a ver varios partidos a la cancha. Lo que se percibía de afuera fue con lo que me encontré adentro: era otro club. Ordenado, con los pagos al día, lugares para entrenar, etc. El Bambino era el técnico indicado para esa vuelta, porque con su forma de ser trajo alegría y bien a su manera, en la primera práctica nos dijo: “Al primero que habla de descenso lo echo de acá” (risas). Se hizo un campañón, con una vocación ofensiva tremenda y que tras haber perdido la categoría, le volvió a dar ilusión de campeonato al hincha. Quedamos segundos a un punto de un gran Independiente y nos ganamos el respeto de todos los rivales. A fin de ese año se fueron Husillos y el Toti Iglesias, por lo que los dirigentes querían comprar un delantero, pero me fue muy bien en el torneo de verano, se dieron cuenta que yo podía ser titular y a partir del ‘84 me consolidé y no salí más”.
Perazzo había logrado lo que siempre buscó: ser el dueño indiscutido de la camiseta número 9 de San Lorenzo. Recuerda esos años con mucha emoción y también con humor: “Jugábamos contra Instituto en Córdoba un día de semana a las siete de la tarde y por eso programaron la merienda a las cuatro y media. Yo siempre fui de priorizar mucho la siesta y por eso no bajé con mis compañeros y recién lo hice para ir a la cancha. Todo el primer tiempo lo pagué, porque tenía la presión baja y un poco de mareo. En el entretiempo le di plata a Angelito, el masajista, para que me fuera a comprar algo dulce en los puestos del estadio, porque en el vestuario no había ni una miga (risas). Cuando estábamos por salir de nuevo, llegó y me dijo que no había conseguido nada. Me quería morir. Nos empezamos a mover en el campo antes de reanudar y un grupo de cordobeses me empezó a insultar, hasta que sentí que algo me pegó en el hombro. Era un pebete, nuevito y blando (risas). Me lo comí, ante el grito de “Porteño muerto de hambre”. Recuperé energía, fui la figura y ganamos 4-1″.
A medida que Walter levantaba su nivel y se encaramaba como uno de los mejores delanteros del ámbito local, el club iba a contramano, volviendo a los viejos conflictos: “Había problemas institucionales, pero el equipo peleaba los campeonatos. Por eso surge el mítico equipo de Los Camboyanos, que logró sobreponerse a todo. Nos mentalizamos que la única manera de subsistir era andar bien, que se vendiera a alguno y con esa plata, poder cobrar. En mi caso particular, tuve partidos muy buenos, como el de diciembre del ‘85 contra Argentinos en cancha de Atlanta. Venían de jugar la final intercontinental con Juventus y con ellos había pica desde el descenso del ‘81. Hice el primer gol y sobre el final marqué el segundo, por arriba del arquero y casi desde el mitad de cancha, pero allí el broche de oro lo dio el árbitro, Juan Carlos Loustau, que me dio la mano. Un gesto de grandeza”.
La temporada 1985/86 mostró una de sus mejores versiones, donde concluyó en el segundo puesto de la tabla de goleadores detrás de Enzo Francescoli. Pese a haber nacido en Colombia, estaba nacionalizado argentino y soñaba con el Mundial de México: “Tenía la esperanza y los méritos. Y se dio una situación increíble: Bilardo daba la lista un día a las siete de la tarde y al mediodía me llamó José María Muñoz a mi casa, para cerrar una nota para su programa de la noche en Rivadavia, porque tenía el dato certero que yo iba a estar. Puse la radio confiado, esperando escuchar mi apellido entre los convocados, pero quedé fuera de los 22. Siempre se dijo que hubo algunos cambios a último momento”.
En los años siguientes, Perazzo mantuvo un alto nivel, siempre arriba en la tabla de goleadores y por eso llegaban ofertas todo el tiempo por él, pero el club no lo vendía. Al concluir la temporada 1987/88, donde San Lorenzo fue subcampeón y a la postre, ganador de la liguilla, se cerró el ciclo de manera inesperada: “Uno de mis sueños era jugar la Copa Libertadores con esa camiseta, pero Miele me lo impidió, porque le dijo al Bambino que no me pusiera en la lista, por los conflictos que teníamos. Incluso me había acusado de robar un cheque, cuando lo que hice fue cobrarlo porque me correspondía. Ni los hinchas ni yo merecíamos ese doloroso final”.
La idolatría de ese número 9 implacable, que parecía indisolublemente adherido a la casaca azulgrana, se debía una despedida acorde. Sin embargo, se fue en silencio: “Yo quedaba libre en diciembre y el pase era mío, pero elegí irme en agosto, para que San Lorenzo cobrara algo, sino, no le iba a quedar ni un peso. Me llamó Pastoriza, que era el técnico de Boca, para ir a una reunión en Rond Point. Era una mesa con mucha gente, con el Pato, bien a su estilo, hablando con todos. Recuerdo que en una punta estaba un muchacho jovencito, que tendría pocos años más que yo. Me lo presentaron, porque era el principal inversor de mi pase y no lo conocía: era Mauricio Macri, que a partir de allí, se insertó en el fútbol.
“El balance que hago de mi paso por Boca es que no tuve el desempeño que hubiese esperado. El primer año (1988/89) fue bueno, hice varios goles, incluso uno a San Lorenzo, la primera vez que lo enfrentaba, en una situación emocional complicada. El problema fue que pecamos de querer jugar el torneo y la copa con el mismo equipo. Fue un error, porque la etapa decisiva de ambos nos agarró desgastados y quedamos con las manos vacías. Me dejó un gusto amargo, porque la gente de Boca me trató muy bien desde que llegué, quizás ayudado porque en mi segundo partido le hice un gol a River en el Monumental y ganamos 2-0, pero hay uno que está entre los más especiales de mi carrera y es cuando enfrentamos a Olimpia en la Bombonera por los octavos de la Copa Libertadores. No jugué la ida que perdimos 2-0, pero para la revancha, cuando estábamos con el micro a 10 cuadras de la cancha, se veía un mar de público que te erizaba la piel. A los 15 ya perdíamos 2-0, parecía imposible levantar un global de 0-4, pero yo me puse a mirar las tribunas y me dije: “Esta gente no se puede ir con una imagen así, tenemos que dejar todo”. Y me propuse ir para adelante sin pensar en el resultado. Sinceramente fue una noche que me salió todo. Convertí tres goles, el último sobre la hora para ganar 5-3 y pocas veces vi una cancha temblar así. Lástima que se nos escapó en la definición por penales”.
A mediados de 1990 se cerró su ciclo Xeneize, habiendo ganado la Supercopa y la Recopa. El Nano Areán, que era el técnico de Argentinos Juniors, lo conocía de su paso por San Lorenzo, donde había sido ayudante del Bambino, lo llevó a La Paternal, donde era el entrenador: “Era un equipazo que mereció mejor suerte, donde estaban el Checho Batista, Claudio Cabrera, Osvaldo Coloccini, Carlos Mac Allister y Patricio Hernández. Peleamos el torneo local y llegamos hasta semifinales de la Supercopa, porque nos privaron de un triunfo legítimo contra Nacional en Montevideo con un escándalo, donde hasta terminamos presos. Estuve poco porque me vino a buscar el Deportivo Cali, me fui para Colombia y ya no volví como futbolista a Argentina”.
Había llegado la hora del retiro, pero la pasión seguía latiendo y por ello en 1998 comenzó a desandar el sendero del entrenador, con un primer paso en El Porvenir junto a Madelón y con la reserva de San Lorenzo, en tiempos de Manuel Pellegrini. Más tarde, en 2011, tuvo a su cargo a la selección juvenil, cuando el Checho Batista estaba en la mayor. Luego se fue convirtiendo en un técnico especialista en el fútbol de Ascenso, donde consiguió llevar a Olimpo a primera y es en el Nacional, donde lo encuentra la actualidad, con el buzo de Almagro: “Me gusta trabajar de lo que sé hacer y lo disfruto, desde la planificación hasta el día del partido. El ascenso es más a pulmón, pero se ha crecido mucho. En Almagro estoy muy cómodo, es como un primo hermano de San Lorenzo (risas) y soñamos con luchar por un lugar en primera”.
Y de soñar, Walter sabe bastante. Porque nunca bajó los brazos, siempre fue para adelante, con la fuerza de sus gritos, que quedan claros en esta sentencia: “Para mí estar en el área era lo mismo que estar en la mitad de la cancha. Quizás esa tranquilidad fue la que me ayudó a hacer tantos goles”. Sin dudas que sí. Son varias las generaciones que así lo recuerdan y cuando la mente viaja al pasado, cantan con una sonrisa: “Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, los goles de Perazzo, que ya van a venir”.
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