Ángel Labruna, el ídolo de River Plate que se convirtió en puente y estatua

A 103 años de su nacimiento, los Millonarios le agradecen sus 317 goles y el haber sacado al club de sus amores de los 18 años de sequía de títulos, cuando logró el campeonato como entrenador. Una historia de amor cruzada por la banda roja

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Angelito en acción. En un
Angelito en acción. En un River Boca de los tantos que les tocó como jugador. Labruna vivió por y para la banda roja la mayor parte de su vida profesional en el fútbol

Agosto de 1981. Hace varias horas que ese auto deambula. Arrancó en Chacarita, atravesó media ciudad hasta Puente La Noria y ahora, casi de madrugada, está llegando a La Boca. Se sube al puente y frena contra una baranda, de frente al Riachuelo. Su conductor es un hombre roto. Lo plantaron en La cantina de David y durante la cena en solitario masticó sin levantar la vista del plato. Su amigo y vocal de River, Titi Di Carlo, tenía razón: Aragón Cabrera, presidente millonario, en vez de acompañarlo como habían quedado, viaja a Uruguay para contratar a Di Stéfano como director técnico del equipo. Mirando el agua del Riachuelo que se alumbra con la primera claridad del día, Ángel Labruna piensa en apretar el acelerador. Después da marcha atrás y vuelve a su casa. Es el año 1981 y el campeonato ganado por el Boca de Maradona sacude a River, que decide prescindir de él como técnico del equipo con el que ganó nueve títulos de Primera División, además de seis como entrenador. “Cuando me fui de River llegué a creer que se terminaba el mundo. Si hasta me quise pegar un tiro. Anduve como un loco toda la noche. No podía dormir. Salí a dar vueltas y vueltas. No quería volver a casa”.

Aceptó la dirección técnica de Talleres de Córdoba, pero él siempre siguió “pensando en River”. Tanto es así que dirigiendo al equipo cordobés le dio una mano al Millonario: para superar la zona de grupos del Nacional, River debía ganar la última fecha y esperar que Loma Negra, equipo revelación, no triunfara en su partido contra Talleres. La “T” le arrancó un empate, River clasificó y terminó saliendo campeón. En 1983 dirigió Argentinos Juniors y comenzó a forjar el equipo que dos años más tarde ganaría la Copa Libertadores. Cuando todo parecía dado para que ese mismo año volviera a River si Hugo Santilli —como finalmente sucedió— ganaba las elecciones, lo operaron de la vesícula. Faltando muy poco para recibir el alta, lo visitó uno de sus jugadores más queridos, Ubaldo Matildo Fillol, a quien varios años atrás dirigiendo Racing lo amenazó con “cagarlo a trompadas” si no aceptaba la oferta de River para incorporarlo. Caminaron unos pasos y Labruna sintió que el piso se le movía y aflojaban las piernas. Un paro cardíaco lo derrumbó sobre los brazos del Pato. Era el 19 de septiembre de 1983.

En su viaje de La Boca a Nuñez, Ángel Labruna se sube a River durante los años de Alvear y Tagle. Angelo Labruna, oriundo de Avellino y llegado al país a los quince años, quiso heredarle su oficio de relojero, pero el hijo se pasaba las tardes pateando contra las dos higueras del patio. Cuando se escapaba a los potreros, dejaba un amigo de campana para que le avisara el momento en que el papá iba buscarlo. Entonces se sentaba a un costado y cuando éste le preguntaba qué estaba haciendo ahí, le respondía que mirando. La mentira duraba hasta que don Angelo le tocaba la espalda, sentía la transpiración y se lo llevaba de vuelta a la relojería. Al final terminó cediendo y anotó a su hijo en Club Barrio Parque y en 1928, preocupado por la caja torácica de su hijo, lo asoció a River para que hiciera gimnasia. Ángel Labruna, socio 1358, integrante de la delantera más fenomenal del fútbol argentino, La Máquina, se fue de River treinta y un años después, además de regresar como director técnico en tres oportunidades.

Juan Carlos Muñoz, José Manuel
Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, Angel Labruna y Félix Loustau eran los delanteros del mítico equipo de La Máquina. Ganaron tres títulos en cinco años.

Hace un tiempo que le cuesta dormir. Se enoja seguido. En los entrenamientos discute más de la cuenta. Van cinco fechas que justo él no puede meter un gol. Intentó por todos los medios, pero no hay caso, o el arquero o el palo lo terminan dejando en seco. Hasta que en un entrenamiento, su director técnico, Renato Cesarini, le da la solución: “Tenés que volver a hacerte amigo del arco, vos estás enojado con el gol. Antes de cada partido patea la pelota adentro, sin arquero. Vas a ver que eso te va a dar confianza... “. Le hace caso y al siguiente encuentro, contra Huracán en el Viejo Gasómetro, entra a la cancha y encara hacia el arco desguarnecido. Ese día mete dos goles y abraza la cábala para siempre, tanto es así que los hinchas la esperan antes de cada partido. La cábala se rompe en 1954, en un partido contra Independiente: en el momento en que Labruna patea, un juez de línea se cruza y la pelota rebota en él. Angelito quiere pelearlo y el juez echarlo. El partido termina en derrota 3 a 2 y fin del invicto para River.

Con 13 años Angelito jugaba al fútbol en Parque y al básquet en River hasta la tarde que se cruza con Antonio Vespucio Liberti, presidente millonario, que lo ve lastimado y le pregunta qué le pasó.

—Me lo hice jugando al fútbol en Parque.

— ¿Y por qué no venís a jugar acá, que vas a tener más atención?

—Porque no hay Sexta.

Ahí nomás el presidente decidió crear la división. Angelito siguió jugando los dos deportes hasta que en 1936, en Cuarta División, le empezaron a pagar 25 pesos por partido y se decidió por el fútbol. Un año más tarde, el 25 de mayo de 1937, debuta en un amistoso contra Jorge Newbery, en Rufino, Santa Fe, tierra de su ídolo Bernabé Ferreyra. El Mortero le había firmado y dedicado (”para el futuro crack en ciernes”) una foto que exhibe orgulloso en la relojería de su papá. Esa tarde comparte delantera con él, José Manuel Moreno y Carlos Peucelle. De los ocho goles de River, mete tres. Cuando vuelve a la Cuarta, a los 25 pesos por partido se le suman 80 mensuales.

El debut oficial sucede el 18 de junio de 1939, y es derrota de visitante 1 a 0 contra Estudiantes. Para el primer gol tiene que esperar hasta octubre. La dirigencia de River viene de suspender al Charro Moreno por bajo rendimiento después de una derrota 3 a 2 contra Independiente. En solidaridad con su compañero, el resto del plantel va a la huelga, entonces contra Atlanta los dirigentes deciden presentar a la Cuarta, apodada Los Guerrilleros. River gana 3 a 2 y faltando cinco minutos Labruna mete el cuarto. Juega las nueve fechas finales y convierte siete goles, uno a Boca en la victoria 2 a 1, el primero de los 16 que todavía lo tienen como el goleador histórico del Superclásico.

Estatua de Ángel Labruna, Ubicada
Estatua de Ángel Labruna, Ubicada en el Estadio Antonio Vespucio Liberti

Para 1947 Labruna ya salió campeón tres veces de Primera División (1941, 42 y 45), pero ese año arrastra unos dolores que no lo dejaban en paz, mucho menos jugar en el primer equipo. En julio, para ir agarrando ritmo, volvió en la Reserva. Todavía duro, la pelota no le hacía caso. Los tiros se le iban lejos del arco, los pases a los compañeros eran cortos o largos. Los brazos en jarra, su postal. Al día siguiente, un diario tituló “Labruna debe colgar los botines”. Al poco tiempo, “el Feo” recuperó la memoria: 16 goles en 18 fechas. La tarde de la vuelta olímpica, dos periodistas de ese diario arreglaron una nota con Labruna para el día siguiente. A la noche, Ángel le dio unas instrucciones a Ana, su esposa. Cuando los periodistas llegaron a la casa y tocaron el timbre, Ana les avisó que su marido no estaba.

—Pero si ayer nos dijo que viniéramos a verlo.

—Bueno, pero tuvo que salir.

— ¿No sabe para dónde se fue?

—Sí, se fue a colgar los botines.

Jugó en River hasta 1959, retirándose como el máximo goleador del club: 317 goles entre torneos locales y copas. A eso, se le sumaron tres goles en Rampla Juniors de Uruguay y uno en el Rangers de Talca chileno. Los botines los colgó en 1961 jugando dos partidos en Platense.

Ángel Labruna y su hijo
Ángel Labruna y su hijo Omar cuando era jugador de River

Intentó suerte con emprendimientos comerciales —una gomería en Libertador y Ugarte, una pizzería, un hotel en Mar del Plata, una concesionaria de autos— pero ninguno anduvo: “para la plata era medio estúpido, cuando jugaba firmaba los contratos en tres minutos”. Su lugar era el “verde césped” (como acostumbraba a decirle a la cancha), de un lado o del otro de la línea de cal. Dirigió a River de manera interina en 1963 y principal desde 1968 hasta 1970, Defensores de Belgrano (campeón de Primera B en 1967), Platense, Rosario Central (campeón del Nacional 1971), Lanús, Chacarita, Racing y Talleres en 1974. Hasta que en 1975 lo llamaron desde Núñez, el club de su vida lo necesitaba.

Los subcampeonatos ya son once y dieciocho los años sin salir campeón. Desde su segundo tricampeonato coronado en 1957, la frustración tiene una cara diferente: puede ser por un penal errado, una mano ignorada por el juez, una goleada en contra en una final, por un gol de diferencia. No importa, todas son igual de dolorosas. A esto, hay que sumarle la derrota 4 a 2 en la final de la Copa Libertadores de 1966 contra Peñarol después de estar dos goles arriba. A partir de ese día le queda adherido el mote de gallina.

Ermindo y Daniel Onega, Delem, Luis Artime, Vladislao Cap, Amadeo Carrizzo. Cracks sobran, ¿entonces por qué es tan difícil campeonar? ¿Qué falta? El presidente Aragón Cabrera decide contratar a Ángel Labruna.

El festejo de los jugadores
El festejo de los jugadores de River, con Labruna como director técnico, al conseguir el título luego de 18 años de sequía

“Los equipos se arman de atrás para adelante” dice apenas llega. Toma una primera decisión, le da la titularidad a un joven Fillol por sobre un caudillo como Perico Pérez, al mismo tiempo, trae a Roberto Perfumo desde Cruzeiro, donde jugaba desde hacía cinco años. El Mariscal es resistido por los hinchas en un primer momento, viene de un mal Mundial ´74, y termina siendo pilar fundamental del equipo. A la juventud de Alonso y Jota Jota López y Morete le suma la experiencia de Perico Raimondo y Pedro Gónzalez. “Un equipo es como una columna vertebral, debe tener un buen arquero, un central impasable, un cinco que labure, un creativo como Alonso y un goleador; en los demás puestos, si quiere, ponga a su familia”. Con esa fórmula ya había salido campeón del Nacional de 1971 con Rosario Central y ahora llega al rescate de su club amado. No sin sufrir (la ventaja de ocho puntos que alcanzó a sacar se redujo a tres cuando Alonso estuvo suspendido seis fechas, la huelga de jugadores obligó a poner juveniles y que el partido del campeonato lo dirigiera el técnico de las inferiores Federico Vairo), Angelito le devolvió la gloria a River después 18 años ganando el Metropolitano de 1975. A ese título se le sumarían tres Metro más (´77, ´79 y ´80) y dos Nacionales (´75 y ´79). Después de que lo reemplazaran por Di Stefano, volvió a dirigir a Talleres y Argentinos Juniors.

Cuando en 1959 River le mandó el telegrama donde le comunicaban que no iba a seguir y pasó “la Navidad más triste” de su vida, seguramente no creyó que un puente al costado del Monumental, bautizado con su nombre y apellido, sería transitado por los hinchas de su club cada vez que hubiese partido. Y mucho menos, que una estatua con su figura de más de seis metros de altura y casi siete toneladas de peso se erigiría en la puerta del lugar donde fue más feliz.

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