Así pasa sus días Horacio Accavallo, el campeón más inteligente que tuvo el boxeo argentino

Tiene 86 años y desde hace once sobrelleva el mal de Alzheimer. Logró el cinturón en Tokio, después de 75 peleas, cuando ya tenía 32 años. Ni la fama ni el dinero modificaron su conducta. De cartonero a empresario

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Una de las últimas fotos de Horacio Accavallo en público, junto a Juan Martín Coggi y su hijo, a principios de siglo.
Una de las últimas fotos de Horacio Accavallo en público, junto a Juan Martín Coggi y su hijo, a principios de siglo.

El campeón mundial más antiguo del boxeo argentino reposa su ayer en silencio. Hasta la clínica de recuperación neuronal donde se halla internado no han llegado los ecos de su infinita gloria pasada. Giran a su alrededor samaritanas personas que al asistirlo tal vez ignoren quién fue, qué logró y qué significa.

Horacio Accavallo tiene 86 años y hace más de 12 que padece de Alzheimer. Los primeros 10 años los pasó en su casa de toda la vida, en la calle Esteban De Luca al cuidado amoroso de su esposa Ana María y de Mary, alguien como de la familia que la ayuda hace 30 años. Luego estuvo un mes internado en el Hospital Británico por complicaciones indeseadas y ahora, ante la implacable progresión del mal, su tiempo de taciturnidad transcurre mansa y dignamente. Probablemente ni los probos médicos que lo atienden ni las solícitas enfermeras que lo asisten sepan bien quien es el diminuto anciano de esforzadas canas y célebres arrugas a quien sus familiares jamás dejan de visitar.

La tapa de la revista El Gráfico cuando Horacio venció a Takayama y se consagró campeón a los 32 años, luego de 75 peleas como profesional.
La tapa de la revista El Gráfico cuando Horacio venció a Takayama y se consagró campeón a los 32 años, luego de 75 peleas como profesional.

Hace más de 55 años este hombre paralizó al país al lograr el campeonato mundial de peso Mosca en Tokio el 1 de marzo de 1966 tras vencer a Katsuyoshi Takayama. Era nuestro segundo campeón mundial de boxeo siguiendo los pasos de Pascualito Pérez, consagrado igualmente en Japón el 24 de noviembre de 1954 -también por decisión - frente a Yoshio Shirai.

En aquella época resultaba casi milagroso para un peleador argentino lograr la chance de disputar una corona mundial. No lo pudieron lograr ni Luis Ángel Firpo, ni Justo Suárez, ni el Mono Gatica, los tres primeros grandes ídolos del boxeo argentino. Por entonces había un solo campeón, 10 aspirantes ranqueados del 1 al 10 de todo el mundo y solo 8 categorías: no existían ni las “junior”, ni el “paja”, ni el “crucero”.

Aquel triunfo fue apoteótico. Eran tiempos de épicas lejanas, de lágrimas populares, de euforia compartida entre la gente que se hallare en las calles, en los pueblos y en las ciudades del país. Sí, aquella mañana de hace ya más de 55 años marcaba un episodio de imborrable alegría. Era la época en que el deporte hacia simbiosis con la identidad nacional. Accavallo, como Pascualito, como Fangio, como los Gálvez... La gente los amaba. Y sus fotos en grandes y coloreadas láminas de El Gráfico no faltaban junto a la de los grandes cracks del fútbol en las paredes de los hogares, de los talleres o de los comercios cual símbolo de bella admiración. Millones de personas nacieron y murieron amando a ídolos que jamás vieron pero siempre idealizaron.

El campeón en el local de ropa deportiva que mostró su evolución de botellero a empresario. (Gentileza familia Accavallo)
El campeón en el local de ropa deportiva que mostró su evolución de botellero a empresario. (Gentileza familia Accavallo)

Eran tiempos de romántico lirismo y en nuestro país los héroes deportivos que llegaban con la victoria, se convertían en modernos Césares al regresar a Roma tras un nuevo territorio conquistado. Desde Ezeiza la caravana tomaba por la Ricchieri, la General Paz, Juan B Justo y por último Corrientes, transformada en una moderna Vía Appia Antica rumbo hacia un Luna Park repleto de hinchas. En el camión de los Bomberos Voluntarios de Lanús y saludando a las decenas de miles de personas que lo aclamaban a su paso, iba el cartonero, el lustrabotas, el botellero, el canillita, el cadete, el faquir, el saltimbanqui, el equilibrista, el trapecista de circo; en definitiva iba el nuevo campeón del mundo. Qué pena tan grande que la decrepitud no nos permita volver a reírnos, Horacio querido.

Huellas inequívocas de aquella y de otras gestas históricas pueden verse hoy en la Av. Caseros 2729. Allí está la casa de Deportes y Museo El Campeón. Y también allí está Horacio Onofrio Accavallo quien muestra con orgullo todo lo que simbolizó la carrera de su padre. Al alcance de la vista de cualquier cliente o visitante quedan para sorprenderse la Copa del Mundo que le dieron sobre el ring de Tokio, los pantaloncitos de campeón que aún conservan por dentro las diferentes medallitas abrochadas, los premios Olimpia, diversos pares de guantes y botitas utilizadas en combates, posters de diferentes escenarios del mundo, las fotos con los grandes de la época: Ringo, Nicolino, Benvenuti, Monzón, remeras, gorritas y tantos otros elementos que serían imposibles de detallar… Pero sobre todo, también podrá hallarse el libro que Horacito escribió –con la imprescindible ayuda de su mamá –para contar la digna vida de su padre: “Horacio Accavallo, el pequeño gigante que venció al destino”. Quien lo lea entenderá mejor ésta emocionante historia.

La felicidad del campeón con sus cuatro hijos. (Gentileza familia Accavallo)
La felicidad del campeón con sus cuatro hijos. (Gentileza familia Accavallo)

Horacio Accavallo y sus cuatro hermanos eran hijos de inmigrantes. La mama era gallega de Lalin, Pontevedra. El padre italiano, había nacido en Pietrapertosa, un pueblito de 1314 habitantes en la región de Basilicata, más precisamente en la provincia de Potenza. Pero a él no le gustaba hablar sobre esto pues era como que le avergonzaba repetir la historia de la familia pobre obligada a los trabajos sacrificados. En cambio se sentía orgulloso si tal historia se particularizaba en él porque después del ciruja y del cartonero nocturnal del caballo flaco y el carro quejoso, vendrían los sueños, la lucha, la vida, el boxeo, la consagración, la fama, el dinero, la corona mundial, los negocios, el empresario y una conducta intachable. Luego el matrimonio, cuatro hijos, la voluntaria decisión del retiro siendo campeón mundial como ejemplo para todos los demás porque dijo: “Me pegan sparrings que antes no me podían llegar “. Finalmente la tragedia, el dolor y la ausencia del hombre que fue y que nunca más volvió a ser.

Como no recordarlo: fue en junio del 98′ cuando nos enteramos que Silvana, quien hoy tendría 47 años –una de sus cuatro hijos- había muerto cuando el espejo lateral saliente de una camioneta Ford F 100 golpeó su cabeza al doblar de manera imprudente en la esquina de Caseros y Catamarca. A partir de ese momento Horacio, su esposa Ana María y sus otros chicos Analía, Horacio Onofre y Gustavo, comenzarían a transitar una vida sin sonrisas, una vida pesarosa.

Fue entonces cuando el amigo de las horas nocturnales tan plenas de vivencias y anécdotas; de las cenas llenas de cálida amistad y palabras precisas se fue apagando dejándonos sin su sonrisa y su calidez. Sin dudas Horacio fue el boxeador más inteligente que conocí, pues supo convertir su esfuerzo en futuro prolongando en buenos negocios toda su austeridad.

Accavallo en acción. Su fortaleza iba más allá del ring, supo prosperar y generar nuevos negocios. Fue el boxeador y el campeón más estratégico que tuvo la Argentina.
Accavallo en acción. Su fortaleza iba más allá del ring, supo prosperar y generar nuevos negocios. Fue el boxeador y el campeón más estratégico que tuvo la Argentina.

El comercio insignia, el mismo donde hoy está su hijo -en Instagram: @elcampeonha- junto a duendes y recuerdos, Horacio lo compró con el dinero de la exigua bolsa que ganó frente a Takayama: 5.000 dólares de 1966 con los cuales anticipó el 50 por ciento. Y la otra mitad –los restantes 5.000- también se la compró al mismo dueño, su amigo Julio Redondo después de la primera defensa de la corona ante Hirtoyuki Ebihara en el Luna Park. De esa inversión de 10.000 dólares nació El Revoltijo, tienda fundacional de la Pompeya comercial. Y mientras seguía peleando (75-2-6) y reteniendo su corona (3 veces entre el 66′ y el 68′), creó la fábrica de calzado Jaguar, otros 27 locales de deportes ayudando a la popularización de las grandes marcas como Adidas y luego la primera confitería restó de la Costanera: Bahamas, desde donde pasó a atender a toda la prensa que le requería notas y a todos los amigos que queríamos compartir su sabiduría y su bondad.

El boxeo argentino no tuvo boxeadores más inteligentes que Accavallo tanto arriba como debajo del cuadrilátero. Sobre el ring sabía todo; calculaba, administraba sus energías y sabía leer la de los rivales; difícilmente tomaba riesgos absurdos pues conocía los límites de sus fuerzas y evaluaba con certeza la mejor estrategia. Era tan así que los jurados y el público, siempre quedaban observando a un púgil dinámico, contestatario, resuelto quien en los primeros treinta segundos y en los últimos veinte de cada asalto se les mostraba entero, guapo, rítmico y veloz. Era zurdo y sostenía en todas las charlas que los zurdos del deporte que fuere y mucho más los del boxeo y los del tenis, resultarían imbatibles si actuaban con inteligencia. Y tenía principios firmes e inmodificables como por ejemplo: “No hables de política, ni le pidas favores a los políticos que después de un triunfo siempre se ponen a tu disposición”. O “no critiques nunca a un boxeador porque solo el conoce su cruz al recibir golpes”. O, “en vez de cambiar el coche, comprate un departamento”. Y hay muchas más; por caso: “Saludá siempre a quien te quiera saludar en la calle y dedicale 20 segundos en preguntarle cómo está…”.

El anciano transcurre el crepúsculo morado de sus días sin horas, fijando la vista en un punto distante. Las arrugas de su rostro le han borrado las expresiones. Su cuerpito módico y frágil descansa en un sillón inmóvil al cual no parecieran llegar ni voces ni sonidos.

Sin embargo, miles de estrellas suburbanas lo siguen iluminando para que no olvidemos su grandioso pasado.

El libro que escribió Horacio Onofre, su hijo, para homenajear a su padre que se retiró siendo campeón mundial.
El libro que escribió Horacio Onofre, su hijo, para homenajear a su padre que se retiró siendo campeón mundial.

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