En el corazón de cada boxeador innominado se anida la ilusión de un Rocky. Y aquellas fantasías con las cuales los guiones cinematográficos nos transportan a un mundo circular que gira desde la abyección hasta la gloria, algunas realidades pueden ser más dramáticas aún. La siguiente es sólo una de tantas:
César Romero cumplió una condena de 5 años y medio por reiterados robos a mano armada. Tras salir de la cárcel bonaerese de Mercedes en marzo de 1978 se propuso tres cosas: retirarse del delito, encontrar un trabajo decente y regresar a los rings sobre los cuales había abrevado irrelevantemente como amateur. Sin embargo algo extraordinario ocurrió en su vida: ganó 7 peleas sucesivas y dos de ellas de manera sorprendente. En la primera (30-7-83) noqueó al uruguayo Carlos María Flores Burlón – un estilista de línea exquisita- y en la segunda (9-6-84) se impuso ampliamente al paraguayo Juan Carlos Giménez.
Estos dos combates impulsaron a “La Bestia” Romero al conocimiento popular. Por su violencia para atacar, su inmenso tatuaje de un águila con las alas desplegadas cubriendo la superficie total de su torso –un hecho inédito sobre el ring del Luna Park- y su historia carcelaria, se convirtió rápidamente en codiciado personaje de los medios.
Lo insólito de esta mueca del destino fue que Flores Burlón tenía arreglada la disputa del cinturón de los medio pesados del mundo frente al campeón Michael Spinks en Las Vegas, por la cual cobraría 700.000 dólares. No obstante aceptó el match contra Romero como si se tratara de un combate preparatorio, de un “trámite sin riesgos” pues La Bestia era su “sparring”, lo conocía bien por hacer guantes diariamente y dominarlo a su antojo.
La historia ofrece más sorpresas pues el “Kanga” Juan Antonio Bonet, entrenador de Flores Burlón, fue quien recibió a Romero en Pergamino después que éste lograra su libertad condicional y solo tenía 23 años. Más aún, lo ayudó para que no volviera a Villa Insuperable (La Matanza), desde donde operaba su banda delictiva; además le consiguió un trabajo de chapista y le facilitó su gimnasio para mejorar como boxeador. Nadie creía que Romero con dos años de profesional y una treintena de combates pudiera “embocarlo” a Flores Burlón; son situaciones azarosas que el boxeo ofrece muy esporádicamente.
Una derecha cruzada, impiadosa, profunda; impulsada con la fuerza del torso dibujando un medio giro en el aire llegó tan plena a la mandíbula del uruguayo que el nocaut cambió el destino de dos personas. Quien tenía ahora el camino hacia Michael Spinks sería Romero, pero le faltaba un último escollo: ganarle al venezolano Fulgencio Obelmejias en Montecarlo la pelea eliminatoria. Si lo lograba se aseguraría la disputa del campeonato mundial y una bolsa de un millón de dólares. Y fue por ello que en la terraza del hotel Miraveu de Montecarlo había seis argentinos ilusionados, integrantes de una delegación deportiva que se aprestaban a almorzar. Transcurría el viernes 12 de Julio de 1984 y acababan de arribar de la ciudad de San Remo, Italia. Allí, los boxeadores Juan Domingo “Martillo” Roldán y César Romero habían completado sus entrenamientos al cabo de dos semanas. Les acompañaban el jefe de la delegación y dueño del Luna Park, Juan Carlos Lectoure, los entrenadores Adolfo Robledo (Roldán), y Carlos “Bocha” Martinetti (Romero) y el comanager de Martillo, Luis Abbá.
—Muchachos, hoy hay que comer pescado- dijo Tito Lectoure en alusión a que la próxima comida sería recién al día siguiente en que cada uno afrontaría diferentes tipos de compromisos y el pescado garantizaba una menor cantidad de calorías ante la exigencia de la balanza.
Para Martillo Roldán -ese entrañable amigo que el COVID-19 nos arrancó en 2020- su combate ante el francés André Mongelema sería un “trámite” de final previsto. Ganaría a la distancia de ocho asaltos a pesar de una lesión en su mano derecha. Martillo venía de hacer una pelea durísima frente a Marvin Hagler en Las Vegas . Y aunque lo derribó en el asalto inicial, Hagler terminó imponiéndose por KOT en el 10°round.
Desde esa terraza, la brisa acaricia y envuelve. Y el azul del Mediterráneo resulta tan puro y quieto que el ruido contra el agua de los lujosos yates fondeados legitiman la perfección del paisaje.
Sobre los manteles gruesos y blancos de un solo patrón telar y con escudos, descansan las tres copas de cristal de baccarat que corresponden a cada comensal. Y en los laterales de cada asiento se advierten los cubiertos de plata que hasta aquí cada cual mira con disimulada desconfianza. El sommelier ofrece un Asti fresco y transpirado de Toscana, pero Lectoure le agradece explicando : “Son boxeadores que mañana pelearán en el Estadio Louis ll y que solo acompañaran la comida con agua Perrier”. Caviar de Irán, ostras de Bouzigues y salmón del Báltico, conformaron el menú de este mediodía. Al término del almuerzo salimos a caminar con César “La Bestia” Romero por los alrededores del hotel para “bajar la comida.
—Nada de lo que me digas lo pienso publicar ahora en El Gráfico, a menos que me lo pidas. Quiero decirte que podés hablar con total confianza sobre tu pasado. En todo caso, le aclaré, el día que llegues a campeón del mundo, lo convertiremos en nota. Ese fue el pacto que tuvo como testigo a quien era corresponsal de Atlántida en Italia, el querido amigo y colega Bruno Passarelli.
César Romero me miró con ojos vacíos de brillo, exhaustos de frustración. Había estado cinco años y seis meses preso en el Penal de Mercedes por nueve hechos delictivos, todos por “robo a mano armada”. Dos de sus hermanos, Miguel Ángel y Jorge Antonio, también delincuentes, murieron al tirotearse con la policía. Y ahora aquí, bajo “libertad condicional”, con permiso de un juez para poder salir del país, nos hallamos sentados a una mesa del Café de París, ochava emblemática de Montecarlo el día de “la toma de la Bastilla”..
—¿En la cárcel se piensa más en salir para no reincidir o en salir para el desquite?
.—Primero pensás en cómo hacer para que no te violen o te manteen o te metan punta (faca). Pensá que cuando yo caí había hecho una sola pelea. En “cafúa” (presidio) fui practicando con otros presos. Una ojota en una mano te sirve como manopla para entrenarte.
—¿Me estás diciendo que te preparabas para ser boxeador profesional al cumplir la condena?
—No lo sé. Saber boxear me daba más seguridad para convivir en la cárcel. Y a mí me gustaba. Pero ojo, eh…en la cárcel se piensa de todo. Un día sos bueno y querés a todos. Otro día te volvés loco y no querés a nadie. Muchas veces tuve ganas de matar “buches” (delatores), “cobanis” (policías) o “candados” (agentes penitenciarios). Y otras en cambio, después que me “engomaban” (cierre nocturno de celdas y pabellones), me quedaba solo y pensaba cómo hacer para que esos pensamientos no me llegaran a la cabeza y limpiarlos de mi alma, de aquí adentro.
—Romero, tenés 25 tatuajes en todas las partes de tu cuerpo sin excepción. Desde este águila que cubre todo el torso hasta algún otro mínimo e no visible. Pero me llama la atención éste que tenés aquí, debajo del hombro izquierdo, mirá dice: “Madre, nunca más”, ¿qué significa?
—Que nunca más volveré a la cárcel. Y que si se me mete el diablo y hago alguna “cagada” prefiero que los “ratis” (policías) me hagan la boleta o me boleteo yo mismo, pero en “cafúa” no volveré nunca más
A Romero lo acompañaron dos grupos de personas bien diferenciados, sin contacto ni conocimiento previo entre ellos. Su hermano Saúl Mario, flaco, pálido, largo pelo negro sobre los hombros vencidos, jean azul naturalmente deshilachado, ojotas, siempre con un cigarrillo Jockey Club entre sus dedos y las uñas largas y sucias. Y el “Pichi” Daniel Rodríguez, musculosa, chancletas y gorra. Romero invitó a ambos con la condición de que no se acercaran ni al hotel, ni a los gimnasios donde estuviera la delegación. Y cumplieron. Aunque en más de una oportunidad y ante la visible tentación de ambos hubo que recordarles a estos muchachos que ante cualquier “fulería” no podrían ser deportados y deberían cumplir “gayola” en Italia o en Francia, según donde los “engancharan”. No habría bogas, ni excarcelación, ni habeas corpus. Es que había tanto Rolex, tanto “cuero” (billeteras y carteras) “regaladas”, tanto “vento” en bolsillos voleados…
El otro grupo de acompañantes era completamente distinto, eran quienes creyeron en la reivindicación social de César “La Bestia” Romero, lo ayudaron y viajaron para apoyarlo. Todo lo inició Omar Buchacra, fanático hincha de Boca y concesionario por entonces de golosinas en varios estadios de fútbol. El convenció a otros dos de sus grandes amigos a que fueran a Montecarlo. Fue así que los jóvenes Raúl Gámez (luego exitoso presidente de Vélez Sarsfield) y Hugo Basilotta, actual vicepresidente de Alfajores Guaymallén -también ilustre “fortinero”- se integraron virtualmente a la delegación. Para Hugo Basilotta se iniciaba además un camino altruista que era el de ayudar a los boxeadores. Cuanto más humildes y desconocidos resultaren, mejor. Y aunque Hugo Basilotta no lo haya dicho en su libro auto biográfico “Este soy yo” por recato o respeto, tal su hidalguía, Romero me confesó en aquella charla que recibía 40.000 pesos argentinos (denominación de la época) y que en caso de ganar, tendría un bonus de 700 dólares. Además de Guaymallén, a Romero también lo respaldó publicitariamente la compañía Seguros Vigencia y Horacio Albini, uno de sus gerentes, formaba parte de la “legión de apoyo”.
Siempre me llamó la atención que Roldán y Romero no se hablaran mientras corrían. Ya lo había observado la noche del miércoles 11 en el restaurante Monte Calvo, de Poggio di San Remo, un lugar increíble en el punto final de la ladera, desde donde se domina la grandiosidad del mar. Los dueños, muy amigos de Tito, desde la época de Monzón, cada vez que llega algún boxeador o deportista argentino quieren tener el placer de invitar. Esa noche me di cuenta de que Roldán trataba de hablarle lo menos posible a Romero. Cosa extraña entre boxeadores que comparten un viaje. Por lo general son solidarios y compinches. Pero Roldán, finalmente, se soltó un poco más con Romero, quien contaba con ciertos desencuentros con su suegra. Cada uno aportó sus anécdotas. Y un silencio frío y cortante cruzó la mesa cuando Romero dijo: “A mí me hinchaba mucho, hasta que le dí un piñazo y no jodió más”. Nos quedamos helados. Para Roldán, un paisano sensible y crédulo, fue el acábose. Es más: en una sesión de entrenamiento, Roldán le metió un gancho a las costillas que Romero no quiso acusar. Se las aguantó dos rounds más con un dolor terrible y al finalizar el trabajo le confesó a Tito que sentía alguna costilla rota. Tito volvió a pedirle a Roldán que no le pegara, que lo respetara. Y a Roldán se le escapó algo así como que “no siento remordimientos al pegarle”. . .
La pelea en Montecarlo frente a Fulgencio Obelmejias salió al revés. El venezolano de 31 años lo dominó técnica y psicológicamente, lo bailó, jugó con él y hasta en un momento, sobre el final del 5° round, le toco los glúteos como inequívoca señal de desafío para se enoje. No hubo reacción. Y el dolor en las costillas continuaba.
El viaje de regreso fue triste. Romero se había perdido la chance de ir a pelear a Las Vegas por un millón de dólares. No solo eso: tampoco habría de revertir su destino.
Sin disimular los quejidos del dolor en las costillas por los golpes de Roldan en los entrenamientos, Romero acomodó los dos autitos que había comprado para sus hijos mellizos Mario César y Jorge Abel, en el compartimiento posterior de su asiento del avión. Hizo entrar cuidadosamente una botella especial de Chianti con largo pico para su padre Servando y dos vestiditos, único regalo para su mujer Alejandra Lourdes Navarro. En Ezeiza no había ni periodistas, ni el camión de los bomberos que pasea a los vencedores.. Fue una vuelta silenciosa. Un regreso con derrota.
Fue el 23 de Julio de 1984, a los once días posteriores a la pelea y apenas una semana después de la llegada a Buenos Aires cuando ocurrieron los inesperados hechos. César “La Bestia” Romero y su hermano Saúl Mario pasaron a buscar, en un Dodge 1500, a “Pichi” Rodríguez – los dos lo acompañaron a Montecarlo- por su casa de Paraguay al 200 de Merlo a las 9 y 20 de la mañana. Una hora y media después, robaron un Gacel en Ramos Mejia. Su dueño, Carmelo Affatato, fue temblando a la comisaría e hizo la denuncia. Casi simultáneamente, en unas oficinas que la Empresa de Autotransportes La Plata (“La Costera”) tenía en el Camino de Cintura, cuatro hombres, integrantes de una banda de delincuentes, fuertemente armados, se llevaron 2.475.050 pesos argentinos. Entraron a los gritos, el golpe lo hicieron rápidamente y no hizo falta disparar. Se dirigieron con el botín hacia el Oeste evitando transitar el Camino de Cintura pues en el cruce con la Avenida Provincias Unidas había un destacamento policial. Necesitaron solo 17 minutos para llegar hasta la Empresa de Transportes “Almafuerte”, su próximo robo.
“Al piso, al piso hijos de p…, al piso o los matamos a todos. Esta vez el dinero no fue el esperado: apenas había 34.216 pesos argentinos, pues el camión de caudales se había “adelantado” a la hora “dateada”. Ante tanto griterío y locura, un vecino llamó al 605-0474, el número de la Comisaría de Isidro Casanova. Hacia el lugar denunciado partieron el comisario Héctor Alcántara y otros siete policías en dos Ford Falcon.
—Ahí vienen muchachos, agarren los fierros- grito desesperadamente César “La Bestia” Romero, apretando su cara contra el vidrio de una ventana. Y repitió: “Agarren los fierros que nos matan a todos…-
Antes de partir hacia su ilusión de ganarle la pelea a Obelmejias, Romero trató de explicarles a sus compinches que quería retirarse pues así se lo había jurado a su madre Doña Ramona Albornoz el día que la sufrida madre lo esperó en el portón de salida del Penal.
Pero Romero debía dinero a sus cómplices del pasado por el pago de honorarios a diferentes abogados y en Montecarlo les hizo una apuesta: “si gano, les pagaré después de la pelea con Spinks por el título; si pierdo haré un “reviente” con ustedes (un robo de caja de caudales), sólo uno; tomaran mi parte y me retiraré.
No tuvo tiempo; en el tiroteo en pleno robo, la policía lo acribilló a balazos...
Archivo: Maximiliano Roldán
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