“Si me asegurás que te vas a quedar quieto, no vas a llorar y te vas a portar bien, te prometo que el domingo te llevo a la cancha”, le dijo el médico de guardia al chico de 8 años que había llegado a urgencias con un profundo corte que se había hecho en la ceja jugando con sus amigos.
Para Juan era el sueño más deseado por esos días. Como su familia no era futbolera, tenía que imaginarse lo que era el Cilindro por lo que le contaban sus amigos del barrio y de la escuela, quienes tenían el privilegio de ir a ver a Racing cuando sus padres los llevaban al moderno estadio de Avellaneda.
Era el equipo de José. El que le había ganado la final de la Libertadores a Nacional y el que se había consagrado campeón del mundo frente al Celtic en Montevideo. Conocer el Presidente Perón fue un click en la vida de Juan Scardillo y desde ese momento entendió el significado de la palabra fanatismo. Un fanatismo que también lo iba a sumergir en el mundo de la violencia.
Cuando cumplió los 12, en 1972, comenzó a ir solo. Y sus viajes desde Saavedra hasta el conurbano representaban sus primeras aventuras. Cada fin de semana se colaba en el transporte público para ahorrar el dinero que le costaba la entrada. Cuando Racing jugaba de local, él estaba ahí. Y, cuando lo hacía de visitante, seguía los partidos por radio, salvo cuando tocaba en La Plata o Rosario, donde también conseguía los pasajes para ir a la tribuna. “Sólo salía un micro desde la sede y la barra decía vos subís, vos no, vos sí... Todo dependía de si te habían visto en todos los partidos. Si faltabas a uno de local, sabías que ya no podías viajar al próximo. Después empecé a ir en tren o por cuenta propia”, dice Juan Scardillo en diálogo con Infobae.
Hace 15 años que se retiró de la Guardia Imperial, la barra brava de Racing. El bombo, la musculosa albiceleste y sus ojos claros cristalizados por la ingesta de alguna bebida alcohólica formaban los rasgos más característicos de Juan, el personaje encargado de guardar las banderas de la barra y cuidar los “trofeos” obtenidos en los campos de batalla, las peleas con otras hinchadas que a veces se tornaban extremadamente sangrientas.
En la actualidad se rehúsa a recordar esos enfrentamientos porque entiende que fue parte de otra época. “De ese tema no voy a hablar, porque son cosas de barras de las que ya no soy parte. Siempre hubo piedras a los micros y robos de banderas, pero ahora estamos en otra Era. Uno se quedará con sus recuerdos y lo que vivió. Ellos (por Independiente) podrán decir que son los dueños de Avellaneda, pero nosotros somos los capos de Avellaneda”, subraya el ex referente de la barra académica. Y remarca: “No es relevante contar anécdotas de lo que pasó hace 20 o 30 años. Ahora estamos en otra época, en la que se intenta erradicar la violencia. Y en aquellos tiempos el día a día era un terreno lleno de violencia”.
El Tano Juan asegura que sus dos causas judiciales forman parte de ese pasado del que reniega. “Una fue por un partido jugado y la otra por estar en la popular, en un Racing - Deportivo Español. La que me hicieron por jugar a la pelota, fue porque yo jugaba para el Hospital Italiano y en un partido se armó una batahola. Uno de los denunciados fui yo y ahí me comí una causa. La otra es de 1996 en cancha de Ferro, pero también quedó en el pasado. Son cosas de la vida”, busca suavizar.
Aquella jornada en Caballito derivó en su única detención. “Me tuvieron 6 días adentro y después me liberaron. La causa siguió su curso, pero ya prescribió. Ahora tengo otra vida en la que logré un montón de cosas, pero entiendo que el pasado también colaboró para que las consiga”, intenta justificar.
“Hoy tengo una familia bien constituida, y todos saben los detalles de mi vida. Todas las decisiones que tomé en mi vida fueron por motus propio. Por ellos elegí alejarme, porque tienen un gran significado para mí. El entorno siempre me influyó”, aclara Scardillo. Y agrega: “Hoy, a la distancia, me puedo arrepentir de alguna situación que me da un poco de vergüenza ajena, pero no me arrepiento de todo lo que viví. Elegí ser parte de eso, como también elegí correrme”.
Juan Scardillo entiende que su historia le sirvió para crecer. “Aprendí a tener aspiraciones, a prosperar desde el punto de vista mental y económico, porque llegó un momento en el que me caí, toqué fondo y tuve que vivir de prestado. En ese momento saqué todo mi potencial, aproveché mi habilidad, que es la mano de obra, y arranque de nuevo”.
Durante sus días en el paravalanchas vivió todo lo bueno y lo malo que un integrante de la barra puede conocer dentro del club. Desde la cercanía con los jugadores, el acceso gratuito a los partidos y los excesos que estaban a la orden del día.
Pero por momentos pierde la compostura. Todavía se enoja cuando habla del Tweety Carrario, a quien considera “uno de los traidores más grandes que tuvo Racing”. “Es una basura que cantaba las canciones de Independiente en el vestuario”, asegura desde el otro lado de la línea telefónica. “Lo hacía a propósito para provocar a los compañeros, y se fue mal del club. Se escapó por la puerta de atrás. Un día lo fui a buscar al Cristófolo Colombo con unos pibes para ponerle los puntos, pero cuando nos quisimos dar cuenta ya teníamos a 6 patrulleros en la puerta”, recuerda. Y en su escalada verbal amenaza al ex delantero: “No puede pisar más Avellaneda. En esa época Racing le pagaba el alquiler de un departamento que destrozó por completo y el club se tuvo que hacer cargo de todos los gastos”.
El Tano “justifica” los episodios de violencia del mismo modo que lo hacían los hooligans en Inglaterra. Para él, era una época romántica del fútbol en donde los enfrentamientos se daban para robar los estandartes de las hinchadas rivales. “En todos lados estaban las peleas por las banderas. Mi primera experiencia fue en la cancha de River en 1975”, sostiene sin omitir detalles sobre el cruce que vivió en el Monumental. “Nosotros no éramos más de 50 y ellos iban a ser campeones después de 18 años. Como era una costumbre llevar nuestros trapos con los trofeos que habíamos ganado en el pasado, yo tenía uno de Racing y uno de River”...
Durante la última fecha de aquel Metropolitano que tuvo como figuras al Beto Alonso, al Pato Fillol, Perfumo, Morete y Pinino Más, entre otros, se vivió una batalla inesperada en las gradas. “Las tribunas no estaban divididas entre visitantes y locales, porque los que querían ir del lado local tenían que pagar un adicional. Estuvimos rodeados de gallinas y fue una pelea eterna desde que entramos, hasta que nos fuimos. No hubo ni un minuto de descanso. Como yo vivía a 15 cuadras de la cancha, los muchachos me envolvieron con todas las banderas y empecé a correr hasta llegar a mi casa. Las barras no eran de 300, 400 o 500 tipos como pasa ahora. En todos lados éramos unos 50 más o menos”.
Aquella tarde, cuando llegó a su casa envuelto en las telas albicelestes, la tensión lo llevó a que siguiera corriendo hasta ingresar a su habitación. “Era tanta la ansiedad que me había generado tener las banderas en mi casa que me volví loco. Fue la primera vez que me llevé los trapos y a partir de ahí empecé a pertenecer en la Guardia Imperial”, explica.
Durante más de una década estuvo siempre, pero en 1985 su intensidad en la tribuna mermó por el nacimiento de sus hijos. “Cuando nazcan los chicos, te prometo que me voy a calmar”, le había dicho a su pareja en los meses previos a la llegada de los mellizos. Sin embargo, “los pibes nacieron en noviembre y a Racing le faltaba un partido con Atlanta para volver a Primera”. “Ella no entendía que era un partido importante, porque no se trataba de un clásico; pero fui igual porque no me podía perder el ascenso. Casi me cuesta el divorcio, pero valió la pena”, asegura entre risas. Él fue uno más de los miles de hinchas que colmaron el Monumental para ver el regreso del Primer Grande. Y durante las 15 cuadras que caminó desde su casa de Congreso y 11 de Septiembre hasta el estadio, jamás se le presentó el sentimiento de remordimiento.
Con el regreso de la Academia a Primera, el Tano volvió más fanatizado que nunca. Hizo amistades con Cacho Ciudadela, el Gordo Pantera, La Rumbera y también aceptó a los Racing Stones y La 95. Pero así como se incrementó su vínculo con el club, también se disolvió su relación familiar. “El desencadenante fue cuando me separé de la madre de mis hijos. Ahí mi vida no tuvo límites. No sabía cuándo empezaban y terminaban los días. No tenía horarios. Empecé a perder clientes en el taller porque siempre aparecía un asado, una joda o una comida que terminaban con lo mismo: cerveza y vino”.
Su adicción al alcohol se transformó en una enfermedad que le hizo “tocar fondo”. El taller que tenía en La Paternal (que también usaba como búnker para guardar las banderas) empezó a dar pérdidas por su ausencia constante. “No me fue bien. Me fundí y perdí todo lo que tenía. Le tuve que pedir a Racing que me dejara ir a vivir a uno de los locales de la sede de Villa del Parque. En ese momento el presidente era Daniel Lalín y me dio una mano”, recuerda con angustia sin darse cuenta de la descripción ingenua que contempla la relación entre dirigencia y los barras.
Corría el año 97 y el equipo que dirigía el Coco Basile se ilusionaba con ganar la Copa Libertadores. La agenda cargada que incluían 2 o 3 partidos por semana llevaban al Tano a descuidar su negocio personal. “Si bien tenía un encargado y un chapista, los clientes querían hablar con el dueño. Después se empezó a alejar la gente que trabajaba conmigo y llegó un momento en el que no pude pagar más el alquiler. Un día llegó el dueño y me dijo que si me iba, me perdonaba la deuda de los 8 meses. Esa fue la solución”.
Atrás quedaban las reuniones con los integrantes de los Racing Stones y La 95 que se producían en el taller. Todavía se lamenta la burla que no pudieron hacer en el clásico frente a Independiente, cuando el Rojo arrastraba 11 años sin poder ganar el derby. “En la semana habíamos armado 11 cajones de muertos en el taller. Teníamos un contacto en el cementerio de la Chacarita que nos abrió el portón para ir a buscar las coronas. La noche previa al partido las metimos en el Cilindro, porque la idea era sacarlos cuando terminara el partido ¡Los tendríamos que haber sacado antes! Ese día perdimos 2 a 0 y eso hubiera sido inolvidable, como el día de los papelitos o las bengalas en La Bombonera”.
Su “revancha” se dio en 2013, cuando la Academia jugó en la última fecha contra Unión y los hinchas celebraron el descenso de Independiente. Sin embargo, aquel “velorio” que consistió en una breve peregrinación decorada con humo negro no terminó bien porque uno de sus hijos debió ser internado en el Pirovano por intoxicación.
Pero sus días más duros los vivió en la década del noventa. Y paradójicamente coincidían con los peores años del club. “Cuando me instalé en Villa del Parque me acerqué mucho al padre Juan Gabriel y le dije que quería ir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos que se hacían en su parroquia. Él me acompañó mucho. A partir de esa etapa no tomé más una gota de alcohol. Fue un desafío”, repite con orgullo y todavía tiene presente la frase que le dijeron la primera vez que fue a dichos encuentros: “Si tenés huevos, no tomés ¡Y vení mañana!”...
También atravesó el momento en el que las deudas de la institución llevaron al remate de la sede. Él fue uno de los que defendió la propiedad, porque además de su sentimiento también estaba en juego su hogar. Apenas colocaron el cartel que informaba la venta del inmueble, el Tano se trepó con una escalera improvisada para pintar de blanco el anuncio y escribir encima el lema “Aguante Racing”. “El de la inmobiliaria vino para hacer fotos y cuando vio toda la movida se fue al toque. Nadie leyó el cartel de venta y por suerte no quedó ningún registro”.
Fue la noche en la que Daniel Lalín fue agredido con un redoblante, y advierte que El Paraguayo (otro integrante de la barra) después habló con el dirigente para arreglar las cosas.
Aún convive con la mezcla de sensaciones que lo llevó a confrontar al presidente que le dio un lugar para dormir y un trabajo en el club. “Fue muy complicada esa situación. Salvando las distancias, desde su postura como dirigente, él personalmente se ha portado muy bien conmigo. Cuando mi papá estaba mal, me consiguió un traslado para que mi viejo pudiera ir desde el campo hasta el Piñero. Al poquito tiempo murió mi mamá y sobre la marcha se suicidó mi pareja. Y él siempre me acompañó. Me dio un lugar para que pudiera guardar mis herramientas y vivir. También me dio un laburo en el predio donde entrenaba Racing (a cargo del mantenimiento de la maquinaria y los tractores). Por eso fue difícil. Esas cosas no las puse en la balanza cuando me senté a hablar con él”.
El diálogo entre el barra y el presidente pudo ser un extracto de una novela de Fontanarrosa, pero ambos son conscientes de que no hubo nada de ficción.
—Mirá Daniel, vos sos peronista igual que yo. Y el General decía: primero el movimiento y después los hombres. Esto es así: primero está Racing. Voy a renunciar a mi puesto de trabajo y te voy a pedir que te vayas— le soltó Scardillo al titular del club.
—¿Justo vos me venís a decir esto?— le devolvió Lalín, con una sorpresa inesperada.
—Te lo digo con todo el dolor del alma. Andate porque vamos a terminar mal— cerró el Tano.
“La relación se rompió. Es algo lógico. Pero era lo que tenía que hacer. No podía hacer otra cosa, porque antes de llegar a la quiebra ya habíamos hablado algunas cosas en la AFA. Él era contador y yo no. Él lo tenía todo más claro, pero no le salió bien porque le jugó en contra estar peleado con Grondona. Él no podía exponer algo, sin antes consultarlo con el jefe. Fue un capricho que terminó mal, porque en su momento había acordado más plata con Torneos y le hicieron la cruz. En la primera que pifió, se tuvo que ir. Ya lo estaban esperando”, analiza casi dos décadas más tarde del suceso.
Según Juan Scardillo, cuando los referentes de la Guardia Imperial se apersonaron en la calle Viamonte, el gerente de la Asociación del Fútbol Argentino, Hugo Cots, les dejó un claro mensaje: “Si se va Lalín, Racing vuelve a jugar”. Incluso cuando uno de los integrantes de la barra consultó sobre el conflicto económico, el directivo insistió: “No hablemos de plata. Se va Lalín y Racing vuelve a jugar. Decidan ustedes qué es lo que quieren, ¿Racing en la cancha o Lalín de presidente?”...
En marzo de 1999 la Academia no había podido comenzar el torneo Clausura porque estaba inhibido por la Justicia. La tarde en la que el equipo de Gustavo Costas debía jugar contra Talleres se transformó en un mito que luego sería reconocido como el Día del Hincha de Racing. “Fue una locura terrible. Había 30.000 personas en el estadio sin que hubiera partido. Después se armó la caravana a Rosario y perdimos con Central, pero fue una demostración constante de afecto”, sostiene.
Su agradecimiento hacia los jugadores de aquel plantel que se involucraron con la causa todavía lo emociona. “Teté Quiroz, Costas (era el técnico), Pablo Michelini… Hubo mucha gente unida más allá del momento. Fue un movimiento de amor por una institución con historia. Eso es realmente la pasión”.
Sus locuras estuvieron siempre acompañadas de una razón ilógica. Como la vez que invadió el terreno de juego en el estadio Centenario, cuando la Academia ganó un torneo de pretemporada llamado Copa Carlos Menem (Rampla Juniors, San Lorenzo y Nacional habían sido los otros participantes) y le entregó el trofeo al capitán del equipo. “Se miraban entre todos y nadie entendía nada. Se habían ido todos los uruguayos de la organización, y como nosotros estábamos en la platea, salté para darle la copa a Costas (en 1994 el defensor era el capitán del plantel).
Del otro lado del Río de la Plata también rememora “una de las batallas más épicas”, así llama a los episodios violentos que protagonizó, en la Copa Libertadores de 1997. Por los cuartos de final del certamen internacional, los del Coco Basile se enfrentaron con Peñarol en el Centenario y el cruce entre las barras se dio después del partido. “La gente salía de las casas para pegarnos. Fue una locura. No habían ido a la cancha, pero nos tuvimos que plantar con una multitud. Fue terrible”, completa.
Sin embargo, en 2005 dijo basta. Para esas alturas ya se había recuperado del alcoholismo y también se había adaptado a su nueva vida en Pinamar. Durante años trabajó haciendo la temporada de verano en La Costa, y con el dinero que ahorró lo invirtió en los ladrillos que hoy conforman La Imperial. En la actualidad sigue los partidos a la distancia y se ilusiona con regresar al Cilindro cuando pase la pandemia. Aunque ahora su lugar estará en la platea.
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