En la antigüedad las familias mostraban en sus escudos imágenes metafóricas como representación externa de su identidad. Si eso hicieran los Laluz Fernández, el heráldico tendría armas de fuego, drogas, paravalanchas, robos y mucho más. Porque así como un padre muchas veces le pasa el oficio a un hijo, el Uruguayo Richard, patriarca de esta familia, les enseñó el negocio del delito que sumó ahora, como reflejó ayer el colega Federico Fahsbender en este mismo portal, el eslabón de la mafia china. Sí, de robar joyerías, hacer salideras y liderar a La Doce, la barra de Boca, a ser sicarios de la mafia china: esta es la increíble historia de los Laluz Fernández.
La narración comienza el 15 de mayo de 1968 en Montevideo, donde nació Richard en el seno de una familia muy humilde. Asentado en el barrio el Cerro, en una de las laderas que rodea a la capital uruguaya, aprendió de chico el arte del descuidista, esto es hacer la tradicional avenida 18 de julio metiendo la mano con habilidad en los bolsillos de los sacos ajenos. Quienes conocen su etapa delictiva uruguaya dicen que desde joven se diferenció en la zona por el arrojo con que acometía a sus víctimas y enfrentaba a la Policía. Para mediados de los 80 era un hombre de temer y buscado por toda la Policía de Montevideo. Sabiendo de esos problemas buscó nuevos horizontes y varios colegas le hablaron de una plaza cercana y fácil: Buenos Aires.
Salió de Uruguay con un nombre falso y recuperó el propio en el barrio de Barracas, donde se instaló. Desde allí armó una pyme delictiva reclutando gente de su propia nacionalidad y de la zona que se dedicó a asaltar joyerías de la calle Libertad, a hacer salideras bancarias, entraderas en casas y edificios y hasta robos a entidades financieras. Todo el amplio mundo del delito le era familiar al Pinta, tal como se lo conocía en ese ambiente, apodo heredado de la persistente utilización de esa palabra para armar golpes. “Pinta esta joyería”, “Pinta esta casa” eran sus frases cuando marcaba el objetivo.
Fueron años de usufructo importante en los que se movía entre la zona sur de la Ciudad y el Conurbano. Se había casado con Isabel, a la que presentaba como su único amor, mujer de un carácter tan o más impulsivo que el de su propio marido y había concebido los primeros de sus cuatro hijos, Roberto, alias el Mudo porque tiene un grado de pérdida de audición y un habla algo confusa, y Daniel, el Dani. Pero se sabe, la suerte a veces se acaba. Y a comienzos de los 90 con toda la Federal pisándole los talones cayó y por las innumerables causas que tenía recibió 11 años de prisión que, debido a su mal comportamiento, casi fueron un tour por los penales argentinos.
Estuvo en Rawson, Melchor Romero, Caseros, Chaco hasta llegar a la unidad dos de Devoto. En cada edificio carcelario se había convertido en líder y en el emblemático centro porteño no sería menos. Allí lideró un espectacular motín en diciembre de 1993, exigiendo mejores condiciones y una dulce Navidad tomando 24 rehenes y con una imagen que quedaría en la retina de la sociedad para siempre: en la terraza del penal tenía tomado por el cuello a un guardiacárcel que colgaba hacia el vacío y mientras amenazaba con arrojarlo usaba un megáfono para hacer conocer sus exigencias. Desde ese infausto día, el Uruguayo Richard pasó a convertirse en una leyenda en el mundo de las prisiones.
Pero su segunda etapa cambiaría por un hecho fortuito. En 1994 cayó detenida toda la primera plana de la barra de Boca por un doble homicidio de hinchas de River a la salida de un superclásico. Y en Devoto no mandaban ellos, sino Richard. Cuando Di Zeo iba a visitar a sus colegas presos quedó impresionado por el manejo del Uruguayo y le propuso que se uniera a él cuando saliera. Habría inmunidad y zonas liberadas a cambio de ser su guardaespaldas. A comienzos de la nueva década, Laluz Fernández salió y fue a verlo. Se estaba gestando un nuevo líder de la barra a pesar de que era de River, cosas que hace tiempo no importan demasiado en el mundo de los barras. Porque Richard, que había ingresado para cuidar a Di Zeo, fue formando sus propios grupos haciendo miga más que nada con la banda Los Gardelitos, de los hermanos Soria, que eran los jefes del delito en varias villas de San Martín.
Así, aquellos años dorados para su carrera se dividían entre el delito común de lunes a miércoles y su actividad en la barra de jueves en adelante. Eran fastuosas sus noches en la disco Cocodrilo con champagne francés, cadenitas de oro e invitaciones masivas. En ambos sectores, sus hijos fueron alumnos dilectos. Y entre 2006 y 2009 su poder fue absoluto con una connivencia insólita del club y sobre todo la Policía. Prófugo por varias causas, se mostraba sin pudor en el paravalanchas xeneize.
Pero la guerra interna de Boca lo llevó a prisión cuando sus rivales Mauro Martín y Maximiliano Mazzaro se cansaron de él y la Policía dejó de cubrirlo. Sus hijos también fueron raleados con el resto de sus soldados de la popular y entonces se dedicaron al mundo del hampa. Daniel con causas por drogas y abuso de armas. El Mudo por todo lo demás. Cuando Richard salió de prisión y quiso recuperar la barra, fue a Cocodrilo a negociar con Rafael Di Zeo. La charla terminó mal, recibió dos tiros por la espalda y quedó cuadripléjico. Sin posibilidades de pelear el paravalanchas en esas condiciones, se dedicó a rearmar su banda y dirigirla desde su casa. Era ya un hombre apagado propenso a cometer errores: quiso hacer pasar 15 kilos de cocaína a Uruguay y cayó de nuevo, aunque por su estado le dieron prisión domiciliaria. Por su hogar pasaban todo tipo de delincuentes que eran reclutados para distintos trabajos que sus propios hijos se encargaban de supervisar y muchas veces ejecutar. Cuando los dolores le dejaban espacio para la risa, decía que su hijo menor de edad por entonces de 10 años era el que mejor le había salido, porque empuñaba como nadie la pistola de juguete y sabía de qué lado pararse en esas ficciones de niño: siempre optaba por el bando de los ladrones.
Su muerte en octubre del año pasado impactó en el mundo del delito, pero no cambió el destino familiar. Sus descendientes siguieron la línea trazada por el padre y se dedicaron a hacer negocios con estupefacientes y a meterse en distintas barras menores, ya que a la de Boca no podían regresar. De hecho, fueron vistos más de una vez en la cancha de Arsenal. Y poco tiempo atrás entendieron que había un negocio aún más lucrativo: el de ser miembros de la mafia china. La comunidad había decidido que los ejecutores de las extorsiones y de los ataques ya no serían miembros de la colectividad, para quedar menos expuestos, y contratarían barrabravas. Y el Mudo, de pocas palabras pero mucha acción, fue el elegido para comandar la movida. Su hermano se integró y además convocaron a otra gente, en su mayoría jóvenes cuyos padres habían tenido ligazón con el Uruguayo Richard o barras de equipos del Ascenso. Y empezaron una faena tanto en el Conurbano como en la Capital.
La técnica era sencilla: primero se hacía la extorsión con una nota en lenguaje chino para todos aquellos supermercadistas que no querían aportar a la mafia la cuota de protección. Si esto no los amedrentaba, los Laluz y su gente caían pocos días después en un auto, entraban al local y casi sin mediar palabras disparaban al dueño o encargado siempre con la idea de producir heridas pero no matar, porque esto último podía generar una reacción contraria o una investigación real. Brazos y piernas eran los lugares elegidos para dejar la marca de la mafia. Pero un comerciante denunció, el fiscal Alejandro Musso obtuvo la causa y con paciencia la trabajó. En mayo cayó Daniel. Ayer fue el turno del Mudo. Y el apellido Laluz Fernández regresó a las primeras planas. Pero en las calles de Buenos Aires y Avellaneda se asegura que no será la última vez que ese nombre, ya legendario, vuelva a aparecer.
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