El fútbol y la vida se parecen mucho. Demasiado. En ambos, hay héroes inesperados. Los que se destacan por su constancia, ganas, lucha y afán permanente de superación, alejados de los estruendos de las declaraciones altisonantes. Aquellos que son reconocidos casi contra su voluntad. Por eso es tan lindo cuando triunfan. Por eso tan lindo encontrarse con personas como Esteban Pogany, que con su inalterable perfil bajo, llegó a destacarse al punto de ocupar la valla de los equipos más grandes de nuestro país, en una trayectoria tan extensa como admirable.
Los sueños que volaban de palo a palo, allá en San Nicolás y la posibilidad de llegar a Independiente, cuando la década del ’70 abría sus puertas: “Llegamos en el mismo momento con Bochini. Fuimos compañeros durante 11 años y vivimos en la pensión del club, que estaba pegada al vestuario de la primera. El Bocha siempre fue igual, marcando un desnivel y siendo un jugador completamente diferente. El juego fue evolucionando por las modificaciones tácticas o reglamentarias, pero él tuvo la virtud de ser un futbolista que modificó una esencia: en los años ’70, el que daba un pase se quedaba parado observando, pero él miraba antes de recibir, por eso cuando se la daban, ya sabía a la perfección lo que iba a hacer. Si los rivales querían anticiparlo, iban a buscarlo y ya no estaban más ni la pelota ni Bochini (risas). Él aceleró un tiempo en el juego, lo hizo más dinámico, rompiendo líneas”.
El desarraigo se equilibraba con el compañerismo de esas horas entre las paredes de la pensión, que sabían de los sueños de tantos chicos. Muchos quedaban en el camino y una minoría alcanzaba la quimera del debut en Primera. Para Esteban Pogany fue en 1973, tiempos donde Independiente pintaba de rojo el continente futbolero: “Los más grandes, que ganaban todo, enseguida nos hicieron un lugar. Hombres que llenaron de gloria la historia de la institución como Pipo Ferreiro, el Chivo Pavoni, Raúl Bernao, etc. Ellos nos transmitieron una mística tan grande que llegaba al punto de sentir que no podíamos perder nunca, era algo que te calaba los huesos y te llegaba al corazón”.
Mística. De esas palabras que reinan por su contundencia y no admiten sinónimos. Y que se ha escrito en incontables ocasiones en las doradas páginas de la historia de Independiente. Allá por el ’77, la nueva generación estaba lista para tomar las banderas legadas por sus antecesores y lo hicieron de la mejor manera, con la increíble gesta frente a Talleres en Córdoba por la cinematográfica final del torneo Nacional…
“Me enojé mucho con el Pato Pastoriza, que era el técnico, porque yo había atajado buena parte del torneo y para las instancias finales se inclinó por otro arquero. Pero es justo decir que se lo debemos en gran parte a él, porque nos queríamos ir de la cancha, porque sentíamos que lo que estaba ocurriendo era muy por afuera de la ley. Nos íbamos y él nos empujaba para adentro al grito: ‘¿Cómo se van a ir? ¿Están locos? ¿No se dan cuenta que este partido lo vamos a ganar?’. Y efectivamente así fue y queda claro que si él no estaba, otro hubiese sido el resultado, más la magia del Bocha, acompañado por Mariano Biondi y Daniel Bertoni”.
Esteban llegaba a ese Olimpo deseado de gritar campeón, lo que seguramente soñó en el momento de salir de San Nicolás, cuando la familia le puso como una exigencia el seguir con sus estudios, algo poco usual en esos tiempos: “El primer año salía en tren desde mi ciudad los viernes por la tarde, jugaba sábado y domingo y regresaba para culminar el secundario. Ya viviendo en la pensión continué estudiando hasta poder recibirme de Técnico Químico y luego comencé con Ingeniería Química, donde llegué hasta cuarto año y allí debí optar, porque era jugador de Primera, se me complicaba por los viajes y me incliné por el fútbol, con un razonamiento: estudiar se puede hacer en cualquier momento de la vida, pero jugar era si o si ahí”.
A contramano de la habitualidad de asociar al infierno con algo temido, para Pogany era una bendición ser parte de él, en la mitad colorada de Avellaneda, cuyas puertas se le cerraron a comienzos de 1981: “Fue muy doloroso, al punto que cuando ingresé por primera vez la cancha de Independiente como arquero de Huracán, me sentí muy extraño, ya que jamás había pisado el vestuario visitante. La gente me aplaudió, pero yo me sentía mal. Del Globo tengo el mejor de los recuerdos y formamos un gran equipo con Claudio Marangoni, Carlos Babington, Oscar Ortiz, el Turco García, Claudio Morresi y el gran René Houseman. Una lástima que se desmembrara tan pronto”.
Una enumeración de cracks, donde fue ineludible detenerse en las más talentosas de esas estaciones: “René era un fenómeno, un jugador formidable. Tenía una manera muy particular de correr, con los brazos por delante del cuerpo. Un día, Pipo Rossi gritó: “Paren la práctica. Ey, Houseman, largá el faso”, porque el loco tenía un cigarrillo en la mano, fumando mientras trotábamos (risas). “Disculpe Pipo”, fue toda su respuesta. Entonces reanudamos y al llegar al otro lado de la cancha nos dijo: “Lo engañé al técnico, porque tengo otro” y nos mostró que tenía encendido uno más. Increíble”.
Tiempos deliciosos de nuestro fútbol, cuando cada domingo era una fiesta y los campos de juego se poblaban de figuras descollantes, como ese pibe de Argentinos, que respondía al nombre de Diego Maradona: “Lo enfrenté siendo él muy joven en cancha de Atlanta. Me llamó la atención cuando un córner lo pasó por arriba y la enganchó de taco y casi me la clava contra un palo. La saqué con lo justo. Una barbaridad”.
Tras un exitoso periplo por Colombia, Pogany regreso al fútbol argentino en 1985 para ocupar la valla de un Deportivo Español recién ascendido, donde apenas estuvo por un torneo (Nacional 1985). Tras seis meses con Banfield en la Primera B, era el turno de regresar a la máxima categoría y atajando nada menos que en Racing, que retornaba tras sus dos años de vía crucis en el ascenso. “Reconozco que fui un intrépido. Luego de once años en Independiente me fui a Racing, que fue el único club donde me putearon desde el primero al último partido (risas). Me daba una fuerza interior importante y miraba para adelante, pero era bravo que te insultaran los propios”...
La llegada del inmenso Ubaldo Fillol postergó sus posibilidades en el arco académico y entonces rumbeó sus atajadas un poco más al sur, para unirse nuevamente a Banfield, donde apareció el clásico contraste que tienen la vida y el fútbol: fue elegido el mejor arquero de un torneo donde se fue al descenso. “No merecíamos perder la categoría, porque había un buen equipo, pero teníamos a Ángel Cappa como DT y a veces atacábamos con nueve (risas). Ese desbalance nos liquidó”.
Pogany no tuvo tiempo para sufrir la pérdida de categoría, porque enseguida fue transferido a San Lorenzo, que a los pocos días de ganar la Liguilla, debió debutar en la Copa Libertadores, en condiciones distantes a las ideales: “Fue una cosa de locos (risas). Al día siguiente que llegué, ya nos tocaba el primer partido de la Copa contra Newell´s en Rosario. Sinceramente, con algunos muchachos ni nos conocíamos. Estando en la mesa en el almuerzo le pregunté a un compañero: ‘¿Che, quién es el flaco aquel?’. Era Rifourcat, titular conmigo esa noche, que seguro tampoco me conocía a mí (risas). Llegamos al vestuario y ya me di cuenta de que ese equipo estaba para cosas importantes, porque la charla técnica del Bambino fue increíble y cuando estaba por terminar la arenga, le dijo al utilero: ‘Traéme un balde con agua y una toalla’. En medio de un gran silencio, la hundió y al sacarla empapada, la retorció y gritó: “¡Ven, así tenemos que salir de la cancha! Hay que correr hasta que no nos quede ni una gota de sudor”. Pudimos quedar en la historia ganando la primera Libertadores para el club, pero no se nos dio”.
La figura de Pogany se agigantaba partido a partido en la Copa (Víctor Hugo Morales lo apodó La fiera de Campinas, tras una fenomenal actuación contra Guaraní) y también en el torneo local, que para aquella edición 1988/89 introdujo la definición por penales en los cotejos que finalizaban empatados. Allí mostró otra de sus mejores facetas: “Siempre fui un convencido de que el penal no es cuestión de suerte y le dije al Bambino que quería practicarlos, entonces me pateaban 100 en cada entrenamiento, estaba afilado y logré una muy buena marca. San Lorenzo estaba mal económicamente, teníamos muchos problemas, pero nosotros hicimos una relación de compañerismo muy fuerte, donde sentíamos que no podíamos perder. Además, el Bambino fue un poco el artífice de todo eso, porque nos daba una motivación única. No tengo dudas de que fue uno de los mejores técnicos que tuve y considero que su condición histriónica hizo que pasara a segundo plano su inmensa capacidad. Hay miles de ejemplos, pero elijo quedarme con uno: final de la Liguilla 1989 contra Boca en cancha de Huracán. En los entrenamientos previos nos marcó cómo íbamos a hacer los goles y fueron exactamente así: salida por el lateral izquierdo, pelotazo a espaldas de los centrales para que entraran Gorosito, Siviski o el Beto Acosta y definieran. Dicho y hecho. Ganamos 4-0”.
Parecía un mundo ideal, pero apenas era como un espejismo en medio del desierto que por momentos atravesaba la conducción del club. Esteban Pogany quería renovar su préstamo. No fue así: “Mi representante era Osvaldo Rivero y el mismo viernes que cerraba el libro de pases me llamó para fuera a la cancha de Boca, porque ya había arreglado ahí, al haberse peleado con Fernando Miele, el presidente de San Lorenzo. Llegué con la idea de ser el titular porque Navarro Montoya se estaba por ir. Finalmente se quedó, comenzó a levantar su nivel, siguió jugando y nunca me dio la posibilidad de entrar, como yo tampoco se la daba a nadie. No hubo un solo día de los que estuve en Boca, que pensara que el domingo no iba a ser titular, así me entrenaba”.
Eran tiempos de sequía de títulos locales para los xeneizes, aunque se lograban conquistas internacionales como la Supercopa y la Recopa. El Apertura 1992 saldó la deuda: “Fue una conmoción. Fuimos con otros muchachos desde la Bombonera hasta el Obelisco en un tractor, una locura inolvidable y una emoción única. Conducidos por el Maestro Tabárez nos llevábamos muy bien hasta que surgieron diferencias que hicieron que nos distanciáramos. Si se hubiese mantenido la cordialidad del principio, hubiéramos ganado muchas más cosas. El fútbol a veces exacerba los egos a límites increíbles y por ello surgió lo de Halcones y Palomas. Pasados los años, nos juntamos a comer asado. Además teníamos un técnico extraordinario. Si me dan a elegir los mejores entrenadores que tuve, pongo al Bambino primero y a Tabarez ahí pegadito. Un ejemplo de orden, prolijidad y honradez”.
La hora del retiro lo encontró bien posicionado y con variadas inquietudes: “Seguí estudiando, me recibí de periodista deportivo, hice cursos de psicología, estaba preparado para el día después. Haber trabajado en los medios me enriqueció muchísimo, al darme una visión diferente del juego que luego pude aplicar a algo que me fascina que es entrenar arqueros. Lo hice por espacio de cinco años (2005 – 2010) en las selecciones juveniles, con fenómenos como Esteban Andrada y Agustín Rossi, entre otros y luego en la mayor con Marchesín, Chiquito Romero y el Patón Guzmán”.
A comienzos de 1997, Héctor Veira asumió como entrenador de Boca y Pogany fue uno de sus ayudantes: “Fue una experiencia maravillosa, porque él me hacía sentir como un par y ahí me sentí un pionero en el tema de entrenar arqueros. El Apertura 1997 se nos escapó por un punto haciendo una campaña tremenda. En ese torneo se produjo el retiro de Diego que fue muy fuerte. Nunca me voy a olvidar esa tarde en el Monumental. Él le decía al Bambino que quería seguir jugando, pero lo veíamos agotado y estábamos con temor a que le pasara algo, porque estaba muy conmovido. Gritaba: ‘Dejame jugar contra las gallinas que les quiero ganar’, pero en el momento de entrar al vestuario en el entretiempo, el Bambino lo abrazó y le dijo: ‘Ya está, Diego’. Fue impactante vivir ese momento histórico de nuestro fútbol, porque Diego lloraba como si fuera un bebé, ya que tenía un sentimiento único hacia el juego”.
En la actualidad es el único instructor FIFA de arqueros del continente: “Es un orgullo gigante, porque en cada reunión siento que represento al fútbol argentino. Me eligieron por mis condiciones, evaluadas por su exigente comisión de estudios y por mi trayectoria. Me envían a capacitar a los entrenadores de arqueros del país que ellos designen y estoy con lo de los clubes, de la selección y del fútbol femenino”.
Entre tantos méritos, dejamos para el final uno muy particular: pertenecer a la selecta estirpe de aquellos que jugaron en cuatro de los cinco grandes: “Ahí hay un error, corrige con una sonrisa. Estuve en cinco de seis, porque Huracán también lo es. Fue algo maravilloso porque tuve la posibilidad de estar en dos clásicos en ambos arcos y me faltó poco para el Superclásico, ya que Alfredo Di Stéfano me quiso llevar a River en 1981, estuve reunido con él, pero Huracán no me quiso vender”
Pasaron 50 años y Esteban sigue con la misma pasión de aquel pibe que llegó de San Nicolás, con ganas de triunfar. Y lo logró con creces, con su estilo, lejos de las polémicas estériles y cerca del respeto y la coherencia. Por eso es lindo que gente así triunfe. En la similitud que siempre nos regalan el fútbol y la vida.
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