La onda expansiva del título en México ’86 y el subcampeonato de Italia ’90 se había derramado por el continente para la selección nacional obteniendo dos Copas Américas en forma consecutiva en 1991 y 1993. Era imposible pensar un mejor escenario para afrontar las siempre competitivas eliminatorias, que iban a tener un gran ausente: Diego Armando Maradona.
En febrero del ’93 había vuelto a tener su segunda piel sobre la original, vistiendo la albiceleste en partidos ante Brasil y Dinamarca, en medio de su vuelta al fútbol en Sevilla, tras la sanción por doping en el Calcio. Sin embargo, ese fue el inicio de su declive. No volvió a rendir en el cuadro andaluz y la experiencia terminó de la peor manera, con una pelea incluida con Carlos Bilardo. La tarde del aplastante 0-5 ante Colombia, Diego estuvo en las plateas, con una silueta renovada y 10 kilos menos. Estaba en buena forma pero con un pequeño gran detalle: no tenía club. Había amagado con su retiro y no había vuelto a pisar una cancha en forma oficial, porque mientras varios clubes se lo disputaban en interminables negociaciones (con Argentinos Juniors y San Lorenzo a la cabeza), se entrenaba con Chacarita Juniors, cuyo director técnico era un conocido suyo, Miguel Ángel Lemme, que recuerda a la perfección esos momentos
“Había sido ayudante de campo de Carlos Bilardo en Sevilla y cuando regresamos, me reuní con Luis Barrionuevo, que era el presidente de Chacarita y enseguida arreglé para ser el DT. Comenzamos las prácticas con vistas al torneo de Primera B y llevaba a los muchachos un día a Parque Saavedra y otro a Palermo para no estar siempre en el mismo lugar. En los bosques, les dimos con el profe el circuito de trabajo y les dije: ‘No quiero jugadores caminando’. A la mitad de camino vi que se pararon y me calenté: ‘¿Qué pasa muchachos, hace diez días que arrancamos y ya están así?’. Y de golpe, del medio del grupo, salió Diego, que me empezó a dar trompadas en chiste, como solíamos jugar de manos en España. Me sorprendieron sus palabras: ‘Corro un poco acá porque nadie me invita. A lo mejor puedo estar con ustedes’. ¡Imaginate! Le respondí que viniera cuando quisiese”.
A Chacarita se le había escapado por muy poco el ascenso en dos ocasiones en la temporada 1992/93 (torneo y reducido) y era el gran candidato para el título. Como si fuese poco, recibió una enorme inyección anímica con la presencia del astro mundial: “Al día siguiente se vino a San Martín, acompañado por Don Diego y en un Mercedes Benz negro impactante, que un día se lo rayaron sin querer, por el afecto, por como se le abalanzaban, pero él se puso como loco (risas). Usaba colita y le tiraban del pelo, lo abrazaban, una revolución”.
“Recuerdo que lo llamé y le dije que teníamos un amistoso contra Comunicaciones en San Martín y me pidió si lo podíamos hacer en la cancha de ellos. Hablé con la gente del club y fuimos para Agronomía. En el medio, como correspondía, se lo comuniqué a Armando Caprioti, el vice de Chacarita, que suponía que podía pasar algo así, porque Diego aún no había hecho fútbol con los titulares y los muchachos me pedían que lo pusiera. Cuando llegamos me preguntó: ‘¿Me vas a poner, no?’, a lo que contesté: ‘Vamos a ver cómo estás físicamente’” (risas).
El vestuario fue una fiesta. La alegría desbordaba al plantel Funebrero, aunque la mayoría tenía esa mezcla de respeto y veneración que generaba Diego: “El más atrevido era el paraguayo Irala Sarabia, que lo seguía por todos lados, lo tocaba, se sentaba al lado para cambiarse, una cosa de locos. Salimos a la cancha y la sorpresa de la gente de Comunicaciones era inmensa, para colmo estaban las cámaras de Nuevediario con Enrique Moltoni como periodista, que lo seguía permanentemente”.
Un amistoso entre dos equipos del ascenso en día de semana se había convertido en un hecho relevante por su presencia magnética. Al comenzar, no había ningún espectador, pero se fue corriendo la voz, esa que es del pueblo y de Dios y de pronto 200 personas llenaban sus ojos de Diego.
“El equipo estaba sólido y éramos los punteros del campeonato. Por supuesto que se insertó sin problemas e hizo cosas de su estilo. Lo puse como enganche y se cansó de darle asistencias al Gato Leeb que era el goleador del equipo. No recuerdo cuál fue el resultado, pero era lo de menos. Fue fantástico tenerlo allí, porque estaba pleno, feliz, como cada vez que entraba en contacto con una pelota de fútbol. Lo vi tan bien, sonriendo, disfrutando, que le propuse que se quedara y firmara para Chacarita, que por el contrato no iba a tener problemas porque Barrionuevo le solucionaba todo. No se pudo dar, pero aquella jornada quedó en la historia. Después vino una vez más y le salió el pase a Newell´s, pero siempre voy a recordar que en los días que estaba con nosotros, una noche vino a comer a mi casa y me dijo: ‘¿Vos podés creer que no me llama nadie, ningún club?’. Yo trataba de calmarlo, dentro de una situación que parecía increíble: ‘Quedate tranquilo, en cualquier momento volvés a jugar’. Y así fue, a los pocos días lo presentaron en el Parque Independencia, pero me siento en parte responsable del orgullo que tiene Chacarita de poder decir que Diego jugó un día ahí”.
Para Miguel Ángel Lemme, como para el mundo del fútbol y de los hinchas, es una ausencia que tardará mucho en volverse tolerable, un vacío que nadie llenará. Su voz trasluce una genuina emoción: “Para mí sigue estando con nosotros acá… las cosas que yo viví con este muchacho son maravillosas. En Sevilla estábamos todos los días juntos y forjamos una relación única, que se mantuvo muchos años”.
Maradona es un personaje de aristas interminables y quienes accedieron al privilegio de una sana amistad, pueden relatarlo desde el corazón: “Diego se empezó a morir cuando se separó de Claudia, ahí dejó un 50% de su vida. La otra mitad se le fue con el fallecimiento de sus padres. En mi opinión se quedó solo y vacío, porque los amaba profundamente y Claudia fue su gran amor. Cuando podíamos charlar tranquilos le decía: ‘Pelu: andá y tratá de amigarte con ella’ y su contestación era: ‘No, me cortó los rayos, es que me mandé tantas…’ Estoy seguro de que Diego daba cualquier cosa porque ella lo hubiese perdonado”.
“Mi último contacto fue en la cancha de Argentinos Juniors cuando se hizo el partido homenaje al periodista Sergio Gendler. Llevábamos muchos años sin vernos, desde 2010 cuando nos fuimos de la Selección: ‘¿Qué hacés Cabezón Lemme? Te debo una’, me recibió, a lo que contesté: ‘Vos no me debés nada, por favor. Yo soy el que te debe. Si no hubiese sido por vos que me llevaste a la Selección, no hubiese pasado ni por la puerta (risas)’. Gracias a la pelota, como decía él, me pude rodear de los más grandes: Don Julio Grondona, Carlos Salvador Bilardo y Diego Maradona. Y por ellos pude dirigir a Messi. ¿Qué más puedo pedir?”.
Miguel Lemme se dio el gusto de dar varias vueltas olímpicas como futbolista: Tigre (1979), Estudiantes (1982), Argentinos Juniors en los torneos locales 1984, 1985, la Copa Libertadores de ese mismo año y arañar la Intercontinental ante la poderosa Juventus de Michel Platini. También enfrentó a Maradona y las cosas no fueron tranquilas en el primer choque.
“Tigre me dio a préstamo a Unión en el Nacional 1980 y en Santa Fe tuvimos un encontronazo. El pasto estaba muy mojado, él se pasó y le pegó con los tapones en el pecho a Pumpido. Me puse como loco, lo agarré del pelo y lo insultaba al tiempo que sus compañeros me daban patadas en los tobillos y me gritaban que soltara al pibe (risas)”.
Una eterna atmósfera especial rodeó cada paso de Maradona. Y ante su partida, se siguen viviendo situaciones conmovedoras: “Estando en Sevilla, muchas veces Diego venía a cenar a mi casa. Mi hijo Facundo era chico y jugaba con algunos amiguitos. Cuando nos volvimos, nunca más se vio con ellos. El día del fallecimiento, estos muchachos lo localizaron, lo llamaron y le dieron las gracias por haberlos hecho conocer a Maradona. Algo único”.
Único como cada suspiro en la vida del Diez, que sembró de leyendas cada vereda que pisó. Que llenó de sueños a muchos hinchas de fútbol, como los de Chacarita, que allá por 1993 acunaron la ilusión de ver al más grande luciendo la casaca tricolor de San Martín.
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