Diego murió de amor

La despedida de uno de los biógrafos de Maradona que lo acompañó en distintos momentos de su carrera en la Argentina, España, Italia y Cuba.

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El homenaje a Diego en el Obelisco porteño a pocas horas de conocerse su muerte. (Nicolás Stulberg)
El homenaje a Diego en el Obelisco porteño a pocas horas de conocerse su muerte. (Nicolás Stulberg)

Puedo cerrar mis húmedos ojos y ver su leve paso a la eternidad. También puedo escuchar miles de voces extrañas en cientos de sonidos lejanos anunciar su muerte. Hoy, después de mil sucesos, puedo decir de qué murió Maradona: murió de amor…

Durante toda su vida vivió amando: amor por los padres, amor por la familia, amor por la pelota, amor por los amigos, amor por las camisetas, amor por el fútbol; siempre amor.

Su amor por los demás fue a su semejanza: posesivo, excluyente y final. Y en el crepúsculo de la vida aquellos amores fueron la abstracción brutal de una soledad enmascarada.

El pibe de Fiorito que embelesaba con el prodigio de su talento las canchitas de inferiores, el jovencito que llenaba las tribunas propias y ajenas ansiosas por admirar su magia, el hombre que antes de los 20 ya era el símbolo del fútbol argentino, el crack que admiró Barcelona y enloqueció a Napoli, el campeón del mundo juvenil, el capitán del 86′, el paradigma del futbol mundial, el mejor de todos de todos los tiempos, no creyó que la devoción de las multitudes innominadas, hoy sumidas en llanto, le alcanzaran para curar su corazón.

Diego quería algo más que la admiración y el respeto; el reconocimiento y la generosidad de príncipes, presidentes, emires, jeques, pontífices… Él hubiese preferido las simples palabras y los módicos gestos del amor con nombre. O que aquellos amores identificables no se alejaran hasta la imposibilidad de un infinito.

Ese corazón se redujo por la droga, pero en la apuesta por la vida también ganó; pudo dejarla a tiempo. Y también superó cólicos renales, sangrados abdominales, arritmias de miocardio, la mordedura de un perro, una operación de rodilla, varias descompensaciones por alteraciones de la presión arterial hasta llegar a este último episodio del edema subdural.

Antes de ello brindó por sus 60 años en La Plata rodeado por alegres rostros ajenos, desconocidos, con quienes fue sumando champagne hasta que las pastillas hipnóticas le permitieran, otra noche más, disfrutar del ausente espacio que brinda el sueño.

El padre de sus padres, el padre de sus hermanos, el jefe de la familia, el líder de los vestuarios, el amigo protector de sus amigos, el paradigma de sus colegas, el genio de los campos de juego, el símbolo de la estética, el dulce amante del balón, el jugador que hizo más bello el fútbol, se preguntaba aquella noche con su mirada ausente que le había pasado a su vida. Y acaso, sin lograrlo, buscaba en el espacio las miradas buenas de sus padres; al cabo, los inalterables amores que siempre estuvieron y ya no estaban junto a él. Todo lo demás fueron palabras y momentos a la celebridad opulenta hasta que ésta regresaba a su condición de frágil terrenalidad.

Nadie desconocía quién era y cómo era Diego, pues él siempre se encargó de mostrarse al desnudo: era todo lo que exhibía. Es entonces cuando los dos tiempos de la vida le resultaban desconcertantes pues había un primer tiempo de seducción donde Diego era mágico para la otra persona y luego – ya consolidado el bienestar- otro tiempo insostenible en el cual los abogados de esa otra persona reclamaban derechos.

Diego habló con varios jefes de Estado y departió hasta con dos papas. En la imagen abraza al Papa Francisco durante una audiencia especial.
Diego habló con varios jefes de Estado y departió hasta con dos papas. En la imagen abraza al Papa Francisco durante una audiencia especial.

No fue fácil estar cerca de él pues nunca lo es convivir con alguien tan especial, tan famoso, agotadoramente requerido por niños necesitados hasta dignatarios de Estado. Por cierto, siempre estuvo más cerca de aquél a quien podía ayudar. Pero en Napoli, por ejemplo, no podía salir a la calle. La ropa la elegía Claudia mirando vidrieras y luego sastres y camiseros, artesanos del calzado y peluqueros debían ir a su casa. Se trataba de alguien con “prisión domiciliaria”. Y para peor cada mañana de entrenamiento las motos de la policía debían escoltarlo hasta quedar adentro del lugar para que la multitud que lo seguía en motos o en autos no le impidiera llegar a una práctica, a una concentración o al aeropuerto. Algo parecido a lo que hizo espontáneamente la hinchada de Gimnasia que lo fue a arrancar de su country para que fuera a la cancha el 30 de Octubre, día de su cumpleaños. Estas escenas se producían en todos los lugares del mundo donde jugaba Diego. Cientos de personas pasaban la noche en la puerta de un hotel para lograr un autógrafo o simplemente verlo Si había un cumpleaños y se decidía que la familia cenara en algún restaurante, el dueño debía dar de comer a sus clientes hasta las 22 horas. Luego bajaba las persianas. Y cuando el negocio parecía cerrado, aparecía Diego con sus invitados para poder comer tranquilos.

Miles de argentinos pudieron comprobar lo que significaba mencionar a Diego en Napoli. Tras el aciago momento de haber sido robados por algún descuidista o carterista, estos turistas iban al hotel y hablaban con el conserje para contarles la difícil situación creada: sin pasaporte, sin dinero y sin tarjetas de crédito. El conserje entonces – cualquiera de ellos- los enviaba a partir de las 16 horas a Via Scipione Capece 5. Obviamente que se formaba una pequeña cola en la puerta por los desesperados argentinos quienes eran recibidos por la Gabriel “La Morsa” Espósito, cuñado de Diego, padre de Johnny, el chico que lo acompañó hasta el final.

Era en tales circunstancias cuando “La Morsa” le preguntaba a cada uno donde había sido robado y que le habían robado. Luego todos regresaban a sus alojamientos; era así como unas horas después, la mayoría de ellos regresaba angustiosamente y en la casa de los Espósito se le regresaban – a casi todos- los pasaportes y las tarjetas de crédito. La Camorra –organización criminal napolitana- no podía negarle un favor a Diego, pues en definitiva era él quien lo pedía…

Esa parte difícil y abrumadora de la vida, Diego la cumplió bastante bien pues pudo dar una charla en Oxford donde fue recibido por Guillermo -el Duque de Cambridge- y otra en Harvard, sin haber terminado el secundario, pero haciendo jueguito con una naranja. Ni hablar de los jefes de Estado: entre muchos, departió con Fidel Castro, Raúl Castro, Vladimir Putin, Muhamar el Gadaffi, Abdalá Bucaran, Rafael Correa, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, más algunos príncipes árabes y dos Papas: Juan Pablo II y Francisco.

Disfrutó de lo sublime y de lo abyecto sin pensar en la vida futura. Llegó a los 60 y recién allí miró hacia atrás. No advirtió que algunas sonrisas eran muecas y que algunos afectos eran falsos. Y cuando se dio cuenta ya era tarde, estaba solo y aislado con mucha gente a su alrededor.

Las imágenes del final no son justas.

Aquel tremendo atleta del gol a los ingleses, el mejor gol de la historia, jamás debió exponerse mostrando su dolor, su esfuerzo y su inferioridad por llegar a la nada; a la complacencia de terceros que lo necesitaban para la foto publicitaria a cambio de trofeos manchados de irrespeto o de un sillón cuyo sucio propósito era mostrar el logo de una marca al precio del ídolo herido.

El final fue desdoroso: partes médicos, ambulancias, intimidades familiares, mensajes por redes y la trágica noticia final.

Se fue sin morir pues lo que ofreció quedará perpetuado en la evocación , el orgullo y será para siempre parte de lo mejor de nuestra vida.

Bajo los ojos húmedos comienzo a sentir las voces lejanas del dolor. Tienen extraños sonidos; provienen de un llanto, el del universo futbolero que no halla consuelo pues saben que las campanas replican por la muerte del más grande jugador de todos los tiempos.

-¿De qué murió?- se preguntan en el mundo.

-Murió de amor…

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