La voz se mantiene firme, pero todavía en sus palabras anida el dolor al volver atrás, al jueves 22 de diciembre de 1988. Claudio Martín Cabrera había tenido un buen año futbolístico, coronado con el debut en la selección mayor y la participación en los Juegos Olímpicos de Seúl. Era el dueño de la camiseta número 5 de Vélez desde hacía un par de temporadas y soñaba con el Mundial de Italia. Aquel jueves, recibían a Estudiantes en Liniers y su historia iba a cambiar para siempre.
“Yo no estudio la psiquis de las personas ni sé nada de eso, pero hay una situación donde el inconsciente se transforma en consciente. Recuerdo a la perfección que me lesioné un 22 de diciembre del año ’88, a los cinco minutos de juego del último partido de la primera rueda contra Estudiantes de la Plata y me lastimó el Bocha Ponce. Mi mamá falleció hace 12 años y no me acuerdo qué día fue. A ese desgraciado nivel relato lo que fue aquel episodio. Son cosas que te dejan marcado y que están escritas en el libro de cada uno al que no tenemos acceso, porque de haber podido, me adelantaba un par de hojas y me ponía más firme en lo que vino después. La lesión, si bien era una ruptura de ligamento lateral, era una pavada. La solución era quirúrgica, pero el método utilizado fue incorrecto. Los médicos se equivocaron y pagué las consecuencias. Ellos hicieron una cirugía artroscópica cuando la lesión era extra articular, que requería una intervención a cielo abierto para abordar el ligamento lateral, pero ellos se metieron con la rodilla y la articulación, cuando ahí no había nada roto. Me hicieron una liberación rotuliana que no necesitaba y allí me arruinaron la vida”, cuenta.
El inicio de un Vía Crucis que no iba a tener fin. Las puertas del dolor y de la frustración se comenzaban a abrir de par en par para el Chacho: “Esa tarde todos teníamos los bolsos en los autos porque nos íbamos de vacaciones. Bilardo dijo que los jugadores lesionados debían rehabilitar en la Selección. Para la fecha que mis compañeros de Vélez se subieron al micro para la pretemporada en Mar del Plata yo fui al predio del Sindicato del Seguro en Ezeiza donde practicaba la Selección. Mientras todos trotaban, yo fortalecía con la bolsa de arena y al cabo de 10 o 15 días comencé con los trabajos de campo. Enseguida me di cuenta de que tenía problemas al momento de girar, por eso Madero, el médico de la Selección, me dijo: ‘Mañana no vengas acá, andá a Vélez, que nos reunimos allá con Coppolecchia (su colega del club)‘. Nos juntamos en una cancha auxiliar y comentaron que me iban a practicar una artroscopia, cosa que no me pareció correcta, porque no era lo que necesitaba. Yo tengo la tranquilidad de haberles dejado en claro que no era el camino indicado, lo que pasa es que a los médicos no les gusta que los contradigas. Yo no sé más que los doctores, pero en mi conocimiento básico de fisiología, sabía que mi cirugía debía ser sin meterse en la articulación y cortar el tendón rotuliano. Con el paso del tiempo me arrepiento de no haber tenido la rebeldía de plantarme más firme ante ellos y otra hubiese sido la historia”.
El dolor corporal también llegaba hasta el alma. Y los peores pensamientos comenzaron a atormentar sus días: “La idea me rondó la cabeza durante un tiempo, entre los 25 y los 27, que era el tiempo que pasaba más tiempo afuera que adentro de la cancha y donde los intentos de volver eran con un dolor constante hasta para dormir. Me faltó valor para llevarlo a cabo o me sobró valor para no hacerlo y pelear la vida. Es una lectura dual. Pensaba en poner el auto a 240 o 250 kilómetros por hora y apuntarle a una columna, pero nunca pegué el volantazo. Siempre decía lo mismo: ‘Mirá si lo llevo a cabo y no obtengo el objetivo. Las condiciones en las que puedo quedar son aún peores'”.
El famoso tema del día después, tantas veces abordado en el deporte, tiene una clara mirada en la experiencia del Chacho: “El fútbol se ocupa fundamentalmente de los jugadores que están activos. Nunca hubo un departamento de recursos humanos ni de asistencia a los futbolistas, dentro de las instituciones. La cuestión del psicólogo la empezaron a incorporar algunos clubes, pero muy de a poco. El psicólogo no te preguntaba si estabas preparado para el día después, sino como estaba tu cabeza para la competencia o si tu rendimiento decaía un poco. No nos preparan para el retiro. No soy quién para dar consejos, pero bueno sería que todos los jugadores, por iniciativa propia, empiecen a visualizar ese camino de la recta final, ya sea por trayectoria o por edad, para saber retirarse en las condiciones más saludables. Cada uno lo sabe, porque te cuesta levantarte, ir a un entrenamiento o la recuperación después de un partido. Mi opinión es que tienen que empezar a tratar el tema con tiempo”.
Claudio Cabrera había asomado como un interesante proyecto de las inferiores de River. Le tocó debutar en Primera División en febrero de 1982 en una circunstancia muy particular, porque nueve integrantes del plantel estaban ya concentrados con la Selección con vistas al Mundial de España y otros profesionales habían sido sancionados por el club por no presentarse a disputar un amistoso con Peñarol en Mar del Plata. Era el tiempo de los pibes: “No estaba preparado para eso, fue un cambio muy brusco. Por más que todos me hablaran de mis condiciones, saltar de quinta división a Primera era mucho. Como entrenador estaba Alfredo Di Stéfano, una verdadera leyenda. En esa época había un humorista que solía imitarlo por su manera cerrada de hablar y cuando él se dirigía a mí, me ponía muy nervioso porque le entendía la mitad de la cosas (risas). Le respondía a todo que sí. Era una figura imponente, con una trayectoria gigante y que venía de sacar campeón a River”.
Los majestuosos tiempos de seis títulos locales en siete años en el período 1975-1981 habían pasado. Llegaba una era de austeridad, con varias de las estrellas transferidas a Europa y graves problemas económicos que repercutieron en lo deportivo. Flojos resultados, constantes cambios de entrenadores y una huelga en julio de 1983: “La tuve que hacer porque ya era profesional por haber jugado la cantidad mínima de partidos exigida para dejar de ser amateur. La deuda con el plantel era muy grande, sobre todo con los de más trayectoria. Era todavía un pibe y recuerdo haber tenido que ir al Ministerio de Trabajo hasta que se dictó la conciliación obligatoria, todo ajeno a la pelota. Me perjudicó, porque luego quedé libre, pero me sirvió para aprender”.
River pasó a ser un recuerdo y las puertas que se abrieron en forma inmediata fueron en Parque Patricios, donde Cabrera tendría uno de los mejores momentos de su carrera: “En Huracán no me resultó fácil ganarme el puesto porque como volante central estaba Cacho Martínez, que además era el capitán. El año 84 fue de tránsito y el 85 el de la consolidación por la confianza que me dio el técnico. Pude acoplarme bien con dos excelentes futbolistas: jugar con Claudio Morresi era muy fácil, un verdadero crack y con el Turquito García nos conocíamos desde la selección juvenil. El jugador más valiente que conocí, porque la pedía siempre y si la perdía, la volvía a pedir. Un fenómeno. Yo me tenía que hacer de la pelota y buscar a estas dos referencias, porque ellos se encargaban del resto”.
“El equipo anduvo bastante bien, pero con la desgracia de tener que pelear con un promedio muy bajo, pagando las consecuencias de temporadas anteriores. Desde el inicio nos daban como descendidos. Hicimos una buena campaña, pero no nos alcanzó para salvarnos directos y fuimos al octogonal con siete equipos de Primera B, donde merecimos quedarnos porque fuimos los mejores. La tercera final con Italiano fue un partido aparte. No tengo la data ni los documentos para certificar una denuncia, pero hubo cosas raras o la mala suerte de un muy mal arbitraje. Perdimos en los penales y nos fuimos a la B. Hasta el día de hoy, por las redes sociales, siento el afecto de la gente de Huracán, que son muy generosos en cada comentario. Me sorprenden al decirme que fui el mejor número cinco que vieron con esa camiseta. Es una deuda de gratitud que no voy a poder saldar nunca, al igual que con el hincha de Vélez”, rememora.
Momentos de agitación y gloria para el fútbol argentino, porque Argentina se consagró en el Mundial de México. Pocos días después, llegarían novedades en la vida del Chacho: “Cuando volvimos tras las vacaciones con el Turco García nos reintegramos a los entrenamientos de Huracán y allí nos enteramos de que Boca y River nos querían, porque la institución tenía decidido vendernos juntos. El primer día de práctica, un directivo nos dijo que nos habían transferido a Vélez. Por suerte allí pude continuar con el buen nivel que tenía en el Globo, potenciado por un equipo con otras aspiraciones y grandes compañeros como Cuciuffo (reciente campeón del mundo), Pedro Larraquy, el Cabezón Meza y el Coyita Gutiérrez. Hicimos una gran primera rueda y terminamos segundos a un punto del Independiente de todos los monstruos. Lamentablemente decaímos en la segunda rueda”.
Ese equipo que privilegiaba el toque y el respeto a la pelota parecía un traje a la medida del Chacho Cabrera, que con su presencia en el centro de la cancha tenía un imán para que todos los balones pasasen por él y siempre distribuirlos con criterio. Las buenas actuaciones desembocaron en el premio de ser llamado a la Selección: “Me encontré con Bilardo en la AFA y enseguida me dijo: ‘Desde el ’85 te vengo siguiendo. En esa época ibas con todo para adelante, te gambeteabas a varios, pero tenías que esperar el colectivo para volver (risas). Ahora en Vélez vi que a tu juego le sumaste buen regreso y eso es lo que yo estaba esperando que adquieras. Nunca te voy a exigir que juegues bien, porque eso es muy difícil, solo voy a exigir que respetes mi modalidad de trabajo'. Fue una charla muy interesante”.
La hora de ponerse la celeste y blanca llegó en las antípodas, en julio de 1988, en un torneo organizado por Australia: “Ese cuadrangular maldito (risas). Empatamos con Brasil 0-0 y Carlos estaba muy contento con mi rendimiento, lo mismo que contra Arabia Saudita, hasta el choque con los australianos, que salieron a jugarse la vida. Venía parejo hasta un tiro libre para ellos. Bilardo, que es muy gracioso, siempre decía: ‘Nunca internaron ni murió un jugador por un pelotazo estando en la barrera’ (risas). No hay por qué agacharse ni moverse allí‘. El tema es que uno que pateaba muy fuerte apuntó hacia ahí, un compañero se corrió un poquito, creo que el Cholo Simeone, la pelota pasó por ahí y se clavó en el ángulo de Islas. A partir de ahí hubo un desorden generalizado y perdimos 4-1. El técnico de ellos los mandó a dar la vuelta olímpica al terminar el partido y Bilardo nos quería matar”.
En septiembre de ese año comenzaron los Juegos Olímpicos en la lejana ciudad de Seúl. Argentina volvía a dar el presente en el fútbol luego de 24 años, ya que la última ocasión había sido en Tokio 1964 y Cabrera formó parte del plantel: “Fue una linda experiencia, pero no la pudimos disfrutar del todo ni sentir el espíritu olímpico, porque al fútbol lo alojaron en Taegú, distante 400 kilómetros de la villa, por la que habíamos pasado el día que arribamos solo para acreditarnos. En aquella ciudad disputamos los partidos, hasta que quedamos afuera con Brasil en cuartos de final. Lo único que siempre te hacía bien, sea un amistoso o un partido a beneficio, era ponerte la celeste y blanca. Al día siguiente de la eliminación, fuimos a Seúl e hicimos noche en la villa antes del regreso. Allí quedaban pocos atletas, pero compartimos el lugar con los muchachos del vóley y Gabriela Sabatini, que fueron los que consiguieron las medallas para nuestro país”.
La fatídica fecha del 22 de diciembre se subrayó con el marcador del dolor en la vida del Chacho y también de aquellos que degustaban su buen juego. Todo 1989 fue oscuro, triste y sin actividad luego de la operación. Los campos de juego recién lo vieron regresar en mayo de 1990, disputando apenas dos partidos oficiales, que serían los últimos con la camiseta de Velez, institución que lo dejó libre y entonces era el momento de mudar el talento a Argentinos Juniors, que calzaba justo en su forma de sentir el fútbol: “Mi llegada a La Paternal se la debo al doctor Avanzi, a quien fui a ver luego de tres operaciones donde nadie me solucionaba el tema de la rodilla y él sí, ya que me la estabilizó. En ese club jugué muy bien y fui feliz los nueve meses que estuve como titular, con el Nano Areán como entrenador. Cuando él se fue, llegó José Yudica, con quien habíamos tenido algunas diferencias en Vélez. Evidentemente, él no las pudo superar y cuando asumió me mandó al banco. Entonces hablé con los dirigentes para plantearles que yo quería jugar, aunque sea en reserva y José me lo impedía. Les di las gracias, les dije que me pagaran hasta ese día y me fui”.
El destino, que tantas veces le había jugado la carta equivocada, esta vez sacó una buena del mazo: “Llevaba un par de semanas desvinculado de Argentinos y acompañé a mi papá a la Bombonera a ver a Boca y allí me crucé a Carlos Heller, que era el vicepresidente. Me citó para el día siguiente en su oficina y me dijo que el Maestro Tabárez me había pedido. Fue el contrato que más rápido cerré en mi vida. La temporada 1991/92 la arranqué jugando, hasta que en el tercer mes tuve un nuevo episodio de lesión, traumático e importante. No me recuperé más y entonces pasé a formar parte del grupo de colaboradores de los cuerpos técnicos hasta que Alegre perdió las elecciones con Mauricio Macri. Debo rescatar a Heller que me ayudó en todo momento”.
Aquella estirpe admirada por propios y rivales, que lo habían encaramado en la siempre compleja elite del fútbol argentino, no podía cerrar así la historia y Cabrera se dio el gusto de volver a jugar: “En la temporada 1996/97 me fui a probar a Almagro con el bolsito y quedé (risas). A partir de un conocido que era dirigente se dio la posibilidad, fui a entrenar, hablé con el técnico que era el Beto Pascutti. Fue un tiempo muy lindo, que disfruté un montón”.
En la actualidad maneja un complejo deportivo con canchas de paddle y de fútbol cinco, al tiempo que sigue viendo fútbol, su gran pasión, prefiriendo al de Europa, aunque con algunas excepciones locales como el Argentinos Juniors de Diego Dabove. Pero aquel momento que marcó su vida con dolor, vuelve en forma cotidiana: “En total fueron 18 operaciones. En todas las intervenciones siguientes, nunca pudieron volver a colocar la rótula en el lugar de origen porque lo que habían hecho ya era irreversible. Las otras cirugías fueron reparadoras, para limpiar la articulación que se estaba empezando a desgranar. Fue una cadena de episodios negativos con una solución que nunca llegó. Por eso hoy, a los 56 años sigo pagando las consecuencias. Por ejemplo a la hora de dormir, si me coloco en posición fetal, a las tres horas de tener la rodilla doblada, me despierto del dolor. Es muy duro. Convivo con un analgésico desde hace 30 años”.
Ese Chacho que se adhirió para anteponerse al apellido surgió de Oscar López, un arquero que fue compañero en Huracán, que se lo dijo por otro Cabrera que había jugado en Vélez y allí quedó, para formar parte de su vida, al punto que hasta sus hijos lo llaman así. Sin embargo, Claudio Martín Cabrera, con todas las letras, dejó su sello en nuestro fútbol, perteneciendo a esa estirpe, junto a Claudio Marangoni y Fernando Redondo, entre otros, de números cinco de la década del 80, que duplicaban en rendimiento el número de su camiseta por calidad y talento.
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