En ese abrazo los dos sintieron lo mismo. Pensaron, sin decirlo, que el Chelo podía ser el que estuviese ahí en el medio del césped peleando por su vida. El silencio de esos brazos entrelazados llegó precedido por la confirmación de lo que ambos presentían que había pasado por la mente del otro. Ese sudor frío recorrió la espalda de Marcelo Bravo, pero también de su hermano el Turu cuando Iván Bella se desplomó y empezó a convulsionar luego de sufrir un ataque de epilepsia.
— Yo te vi a vos ahí adentro...
— Sabés que yo también me vi ahí adentro
Marcelo estaba ese día del 2013 en la platea del José Amalfitani cuando Bella inesperadamente sufrió esa situación. La sensación que electrificó sus nervios fue la misma que siente cada vez desde que un futbolista tiene en riesgo su vida. Esa que se inició el 22 de agosto del 2005, cuando Miguel Ángel Russo le avisó que no iba a poder jugar más por un “problemita” que meses más tarde tomaría su definición precisa: una miocardiopatía hipertrófica que podría derivar en una muerte súbita y que “cada mil personas, la puede tener uno”.
“Cuando veo esas cosas siento que podría haber sido yo. Me ha pasado de ver por televisión cuando se desploma un jugador o pasa algo inusual con un deportista. Por ejemplo cuando pasó lo de Emiliano Sala, te juro que me puse a llorar. O cuando pasó lo del Chapecoense. Ese día que pasó lo de Iván Bella (en la actualidad es futbolista de Gimnasia de Jujuy) estaba en la platea con mi hermano Gustavo. Él se agarró la cabeza cuando pasó. Nos abrazamos como diciendo: ‘Mirá de la que me salvé‘. Así con muchos casos que he visto en televisión cuando tienen esos golpes fuertes o por ahí terminan mal, como el chico que se golpeó la cabeza contra un paredón. O los que tienen problemas cardíacos: lo de Puerta (futbolista español que murió en 2007) me tocó un montón. Me veo reflejado, quizá me hubiese pasado a mí. Tuve suerte de que me lo detectaron”, explica ante Infobae a 15 años de su retiro, cuando apenas tenía 20 años y un futuro más que promisorio por delante.
Bravo había debutado a fines del 2003 y rápidamente se había convertido en una de las grandes promesas del fútbol argentino. Su fugaz paso por el profesionalismo duró exactamente 623 días, poco más de un año y medio. Su historia quedó grabada a fuego en la mente de todos. Ese mediocampista zurdo había sido pieza clave del Vélez campeón del Clausura 2005, fue parte del Sudamericano Sub 20 de ese mismo año con un tal Lionel Messi de compañero, lo tenían en su radar los grandes de Europa y 48 horas antes de conocer la noticia que decretaría su retiro había sido la estrella del 6-0 de Vélez sobre Gimnasia en La Plata.
“Hasta el día de hoy me pregunto por qué pasó en ese momento. No tuve nunca síntomas: ni falta de oxígeno, ni me ahogaba en los partidos, nunca un dolor en el pecho. Es más, ese sábado que juego el partido con Gimnasia recorro a los 87 minutos 70 metros con pelota y yo me podría haber desplomado ahí; me podría haber muerto en esa jugada”, revive de aquel partido de la tercera fecha del Clausura, el último en su carrera. Esa noche fue como una ironía del destino, un guiño entre perverso y conciliador: “Fue mi mejor partido en Primera División. Esa noche fue fantástica: hice un gol, pases de gol, corrí como nunca, me sentí suelto, cómodo. Es más, muchos de los diarios me calificaron con un 10. Esa noche me lo merecía, creo. Había hecho todo a la perfección. No erré un pase, recuperé pelotas, jugué bien, he gambeteado, cambio de ritmo”.
El castillo se derrumbó dos días más tarde. Miguel Ángel Russo tuvo la difícil tarea de darle la noticia. “Para mí era un día hermoso, hasta que habló conmigo...”, rememora. Al hablar de la escena, Bravo tiene precisión absoluta en su mente: llegó a la práctica con una sonrisa de punta a punta, tomó unos sanguchitos de miga que estaban en el vestuario por el cumpleaños de un compañero, se preparó un té y tomó su ropa. Cuando estaba por cambiarse, irrumpió la figura del entrenador por la puerta:
— Chelo, no te cambies que necesito hablar con vos
— Bueno, está bien... ¿Pasó algo?
— No, no... Lo que pasa es que hay un problemita con vos
— Bueno, ahí voy Miguel...
“Pensé, ¿me cambio o no me cambio? Y no me cambié. A los dos minutos voy al vestuario de los técnicos. Estaba con su cuerpo técnico, los médicos y había un dirigente. Me dice: ‘Chelo necesito hablar con vos porque por el momento vas a dejar de entrenar'. ‘¿Por qué?‘, le respondí. ‘Hay un estudio que no salió bien. Un estudio cardíaco. Por precaución queremos que dejes de entrenar hasta que te vuelvas a hacer el chequeo y a partir de ahí vemos’”. La angustia traspasa la pantalla del Zoom mientras Bravo relata esos momentos. Sus brazos ahora están cruzados y mira fijo a la cámara. No importa cuántas veces haya contado en estos años esa pintura disruptiva de su vida. La espina cicatrizó, pero es una espina al fin. “Mi cara ya no entendía nada. Empecé a lagrimear. Miguel me abrazó. Me dijo: ‘Tranquilo que de esta vamos a salir adelante'. Y me preguntó qué quería hacer, si lo hablábamos con el grupo o no. Ellos buscaron todas las alternativas para que estuviera bien”, revive sobre ese gesto casi paternal de Russo.
La bola de nieve se desató. “En ese momento se hablaba que Marcelo Bravo tenía la posibilidad de poder irse al fútbol europeo, que era un jugador de selección mayor, que me iban a citar...”, pone en contexto. “Lo primero que hicieron fue juntar a todo el grupo en el vestuario. Se cambiaron todos menos yo, y me preguntaban: ‘¿por qué no te cambiás?‘. Yo, llorando, nadie entendía nada. Juntó a todos en el gimnasio, desde el cocinero hasta el utilero, y les comunicó lo que me estaba sucediendo. Yo ahí estaba llorando como loco, no podía parar”.
La fecha siguiente desde las tribunas se escuchó la ovación: “Olé, olé, olé, Bravo, Bravo”. Fue como una despedida de los fanáticos para ese pibe que en poco tiempo se había ganado el corazón velezano y se había transformado en una perla que varios clubes querían contratar: lo habían sondeado Boca y River, pero también algunos importantes de Europa. Recuerda que el PSV de Holanda llegó a ofrecer siete millones y medio de euros por un porcentaje de su pase y también que el Valencia lo seguía de cerca, algo que le había comentado el Flaco Pellegrino. “Después había otro club, que según lo que me dijeron, no me llegaron a nombrar, era un club importante de España. Pudo haber sido el Atlético de Madrid. No sé si el Barcelona o el Real Madrid, no creo. En ese momento no creo”, revive con un velo de misterio que ni él quiere verdaderamente correr.
Pasaron seis u ocho meses –duda del tiempo transcurrido– hasta que finalmente se confirmó que no podría seguir siendo un profesional. A los 6 años había empezado a cimentar ese sueño cuando se unió a las juveniles del Fortín. Habían pasado las selecciones juveniles de José Pekerman (a las que llegó con 14 años), las tres horas de viaje en colectivo para llegar a los entrenamientos en la Villa Olímpica, los primeros mangos que le dio el fútbol y le permitieron cambiar esa heladera que tenían en Lomas de Zamora que les tiraba “pataditas”. Todo se desvaneció, se escurrió. Tenía 20 apenas años.
“El primer año me costó. No sabía qué camino agarrar. Es muy difícil que de un día para el otro te digan: ‘No vas a jugar más'. Todavía a veces me preguntó qué pasó. Ahora tengo 35 años, supongamos que yo estaba jugando. Estaría en mi última etapa o quizás ya me hubiese retirado. Sabía que podía jugar al fútbol por largo tiempo. Muchas veces sí, me lo pregunto y me lo replanteo por qué en ese momento me sucedió todo eso a mí, por qué no me dejó jugar un poco más. Pero los primeros tres años era todo el tiempo: ¿por qué me tocó a mí? ¿por qué justo a mí? Todo el tiempo por qué, por qué... A medida que pasaron los años me fui tranquilizando”.
El proceso está sanado en gran parte aunque, reconoce, le quedaron unos sencillos sueños pendientes, alcanzables: “No llegué a patear un penal en primera, no llegué a patear un tiro libre al arco... Me quedó la espinita de hacer otras cosas. Obvio, también disfrutar un traspaso al fútbol europeo o jugar en la selección mayor”.
Russo fue tan clave como Vélez en ese detrás de escena. Lo cobijó. Lo abrazó. Lo unió a su equipo de trabajo como una especie de ayudante de campo. Marcelo empezó a descubrir un nuevo camino. Pasó, tiempo después, a ser auxiliar del Turco Asad y de Carlos Compagnucci en la quinta división. Los pibes tenían casi su misma edad y decidió retroceder, irse con los más chiquitos para aprender junto con ellos. Pasó siete años en las infantiles, pegó el salto otros seis años a las juveniles y ahora es el DT de la 4ª y ayudante de campo en reserva. ”En mi primera etapa en el fútbol infantil era muy doloroso y me costaba muchísimo cuando le tenía que decir a algún jugador que no tenía que continuar y quedaba libre. Era fuerte, chocante...”, explica sobre aquellos primeros momentos como entrenador que ahora lo tienen posicionado para dirigir en primera división en el corto plazo.
La historia del Marcelo futbolista empieza a quedar en el retrovisor para darle paso a esa faceta que arrancó obligado pero se transformó en su motor. La enfermedad que lo sacó de las canchas no le impide tener una vida común y hasta quizás durante muchos años ni siquiera se la hubiesen detectado si no era un deportista de alto rendimiento: “Sé que me tengo que cuidar, me hago un chequeo general todos los años como para ir controlando. Pero hago vida normal, no tomo medicación ni nada. Después si voy a jugar con amigos sé que puedo hacerlo, pero me tengo que manejar. No puedo correr como un loco. Puedo hacer un arranque, camino, hacer otro arranque. No puedo hacer arranques seguidos. Si arranco en un partido de baby fútbol ida y vuelta, sé que me puedo morir de un paro cardíaco, de una muerte súbita. Tampoco puedo ir a jugar un partido a cancha de once y hacer lo que hacía en el 2005. Primero no voy a estar ni dos minutos porque estoy más gordo (se ríe), pero después me puede pasar de provocarme una muerte súbita”. Muerte súbita, esa definición aterradora, hostil para cualquier otro, con la que él aprendió a convivir, aprendió a transmitirla con tranquilidad. No hay tal riesgo para él si está el control médico necesario.
Marcelo camina por Vélez, su casa. Conoce cada rincón. Va a buscar a la escuela del club a su hija más grande; la que de vez en cuando lo hace remover esas horas felices como jugador. Ese día, quizás, es el padre de un compañerito el que aparece como involuntario disparador: “Tu papá jugaba muy bien, salió campeón”.
“Papá vos eras muy bueno, ¿no? Porque todos me dicen que jugabas muy bien”, le dice con el tono inocente de una pequeñita de 12 años. “Mirá los goles que hacías, se ve que eras muy bueno”, insiste después de ver un video de aquel 2005 y le vuelve a sacar esa ancha sonrisa que tuvo cuando llegó al vestuario después de ser el mediocampista 10 puntos contra Gimnasia.
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